– Así que cuando volviste del médico, ¿viste lo que le hicieron a Ann al final?
– Sí, sí, entonces ya estaba allí. -Se sentó hacia delante-. Fue Tam. Lo del final se lo hizo Tam. Él la golpeó.
– ¿Dónde?
Elizabeth se señaló la cara.
– En la barbilla. Ella estaba en el suelo y él le dio una patada. Ella le tenía sujeta la otra pierna. Se agarraba mientras él le pegaba con la otra pierna. -Miró a otra parte, con nostalgia-. Ella le golpeaba la pierna, le daba golpecitos, ya sabes, como pequeñas palmadas, una y otra vez, mientras él la golpeaba. Pensé que era una acción muy valiente por su parte, defenderse. ¿Ya podemos irnos?
Maureen se acordó de los pedazos de moqueta arrancados y se estremeció cuando recordó la textura veteada del sofá de piel húmedo.
– ¿A quién llamó para poner a Ann en el colchón?
– A un tipo gordo y a otro que se llama Andy.
Maureen se terminó su whisky.
– Vámonos al banco.
La dueña las vio alejarse, más triste que cuando habían entrado, y estaba segura de que vería a la chica escocesa morir lentamente en los próximos meses y años.
Elizabeth temblaba tanto que tuvo que sentarse en una silla mientras Maureen iba al mostrador. Había mucha cola, llena de propietarios de comercios que iban a ingresar la caja del día y de trabajadores que iban a pagar las facturas. Maureen la miró. Las luces blancas del banco hacían que la cara le brillara más. Elizabeth se recogió el pelo con las manos temblorosas, se lo llevó hacia delante y lo echó hacia atrás por encima del hombro, siempre mirando al suelo, igual que Maureen cuando se moría, concentrándose en la respiración. Maureen apartó la mirada y siguió la cola, avanzando. Necesitaba ir al aeropuerto, necesita dinero para coger un taxi.
Pensó en Ann con el labio partido y el culo apaleado, bajando a Londres para venderse por sus hijos. Sin embargo, al final Ann luchó, se negó a irse de este mundo tranquilamente, una mujer moribunda con los pies quemados, las piernas llenas de cortes y la cabeza abierta, peleando mientras le apaleaban la cara. Maureen quería luchar antes de que fuera demasiado tarde, antes de que se abriera la cabeza. Se acordó de Winnie jugando a las cartas, llorando porque estaba sobria, y de Elizabeth saliendo corriendo del bar con las partes púbicas al aire, casualidades hedonísticas.
El chico mostró abiertamente su escepticismo. No se creía que una mujer tan desaliñada como Maureen pudiera retirar seiscientas libras. Leyó minuciosamente la cuenta corriente de Maureen a medida que iba apareciendo en la pantalla y observó cómo ella marcaba el número secreto. Le preguntó que cómo lo quería.
– Como sea.
Elizabeth estaba de pie, muy emocionada. Miró el fajo de papeles con los ojos ausentes y nublados y Maureen reconoció en ellos la calma tranquilizadora de la anticipación. Elizabeth cogió el dinero, metiéndoselo en el bolsillo, llenando el vacío en su alma con los billetes, y el pánico se evaporó. Se puso recta, se quejaba de dolor en los músculos, se echaba el pelo hacia atrás por encima de los hombros. Sabía que había hecho algo malo.
– No se lo dirás a nadie, ¿verdad? -dijo, un tanto despreocupada.
Sin embargo, Maureen no podía mentirle.
– No te mates con ese dinero.
– Por favor, no se lo digas a nadie -le susurró al oído-. Frank no sabe que yo estaba allí. Se enfadará mucho. Sólo soy un pez pequeño. -Volvió a relajar la barbilla y levantó la mirada. Al menos ella se había mantenido al margen mientras las otras, tan malas como niñas asustadas, torturaban y quemaban a Ann hasta matarla.
– No te preocupes -dijo Maureen-. No se lo diré a Frank.
Cuando salieron del banco, Elizabeth se despidió y se perdió entre el gentío. Maureen observó el meneo de su delgada espalda, con el pelo recogido y metido dentro del jersey, y se sintió exhausta. Había muchísima gente por la calle. No tenía la sensación de haberse encontrado con nada diabólico. Era tan normal, tan dentro de lo que ella conocía. No podía desmarcarse de Elizabeth o de cualquiera de aquellos muertos de hambre que se ayudaban entre sí, mientras una madre de cuatro críos se moría desangrada en un sofá.
Encendió un cigarro, inhalando mientras se pasaba la lengua por el corte de la mejilla. Quería contárselo a alguien que no pudiera haberlo hecho, visto u oído sin sentirse diferente y aislado. La policía. Quería contárselo a la policía.
– Perdone. -Detuvo a un hombre que pasaba por la calle y pudo ver cómo miraba los moretones del cuello y olía el whisky en el aliento-. ¿Sabe si hay una comisaría por aquí cerca?
– Sí -dijo-, por esa calle hacia abajo, pasando por debajo del puente, la tercera calle a la derecha. Canterbury Crescent. -Tenía un acento africano y en sus ojos amarillos y marrones se reflejaba la lástima por Maureen. Ella miró hacia el puente-. ¿Quiere que la acompañe? -preguntó él.
– No -dijo Maureen, sonriendo como si nada, como si hubiera perdido al perro-. Estoy… La encontraré sola, gracias.
Ya había cruzado el puente cuando cayó en la cuenta de algo. No podía ir a la policía y darles su nombre. Si entraba en la comisaría y les decía que había descubierto a una banda de asesinos, no la dejarían volver a casa con Liam, la retendrían allí horas y horas. Si no se iba de Londres ahora no volvería nunca a casa, y el dinero de Douglas no duraría para siempre. Sabía qué lugar ocupaba aquí, junto a Elizabeth y los hombres de las aceras, asustada como ellos, deambulando por las calles, otra chica en busca de diversión que se rasca las costras detrás de las rodillas. Subió por Electric Avenue y siguió las vías del tren hasta Coldharbour Lane, en dirección a las cabinas de teléfonos que había delante del Ángel. Entró en un quiosco para comprarse una tarjeta de diez libras.
– Maureen -dijo Martha con tono de reproche-. Liam estaba muy preocupado. Se ha ido al aeropuerto. No llevaba tu número de busca encima y contaba con encontrarte allí.
– ¿A qué hora es el avión?
– A las siete y media. Será mejor que vayas para allí si quieres llegar a tiempo.
– Adiós, Martha -dijo Maureen, porque no podía darle las gracias como Dios manda, y colgó.
Hugh McAskill no estaba en su despacho. El hombre que cogió el teléfono lo buscó por la oficina. Al otro lado de la línea, Maureen oía las risas de unos hombres y gente que pasaba caminando, y veía cómo su saldo se reducía en dos libras y medias. El hombre volvió al despacho de Hugh; Maureen lo oía resoplar y hablar con alguien junto al teléfono. Tardó veinte peniques en volver a coger el teléfono.
– Siento el retraso -dijo-. Hoy ya no va a volver. ¿Puedo ayudarla?
– Bueno -dijo Maureen, hablando deprisa, acabo de tomar una copa con alguien que me ha confesado que presenció un asesinato y no sé qué hacer.
– ¿Dónde está?
– En Londres.
– ¿El asesinato sucedió en Londres?
– Sí.
– Entonces -el hombre parecía totalmente desinteresado-, ha llamado a la división equivocada. ¿Ha llamado al Departamento de Crímenes, o a la policía de Londres?
– De acuerdo, ahora lo haré -dijo Maureen, sorprendida por su caballerosa falta de interés-. Gracias, de todos modos.
– De nada, adiós -dijo él, y colgó.
Llamó a información para pedir el número y luego llamó a New Scotland Yard. Le dijo a la telefonista que tenía información sobre el asesinato de Ann Harris y la pusieron en una línea de espera. Una voz de pito le dijo que estaba a la espera de que algún aparato quedase desocupado y que su llamada sería atendida en la mayor brevedad posible. No contestaba nadie. La voz volvió a decir lo mismo unas cuantas veces, tantas como una libra y media de su saldo, y cada vez daba paso a la señal del teléfono. Cuando, al final, cogieron el teléfono, un hombre muy amable le pidió su nombre y su dirección. Maureen no quería involucrarse, sólo quería darles la información e irse al aeropuerto a encontrarse con Liam.