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– Marian Thatcher -dijo-. Vivo en Argyle Street, encima de Brixton Hill.

– ¿Qué número?

– Seis, tres, uno -dijo ella, sonando segura de sí misma.

– Bien, Marian, ¿por qué no viene a comisaría y nos cuenta lo que sucedió?

– Mire, tengo niños pequeños, no puedo dejarlos aquí. ¿No puedo decírselo por teléfono y vienen después a interrogarme?

El policía hizo una pausa.

– Mmm, de acuerdo, hagámoslo así. ¿Qué sucedió?

– Se me está acabando el dinero. ¿Me llamará usted?

– ¿No puede venir…?

Se cortó la comunicación y ella se quedó escuchando el tono de línea. Maureen miró la hora. Eran las seis menos veinte y le dolía mucho la garganta. Denunciar a alguien no debería ser tan difícil. Marcó el 999.

– ¿Bomberos, ambulancia o policía?

– Policía -dijo, intentando que sonara urgente.

La operadora le dijo a la policía que la persona llamaba desde una cabina y les dio el número.

– ¿Diga, cuál es la naturaleza de su emergencia?

– Hay una mujer llamada Ann Harris, está retenida en el apartamento seis tres dos de Argyle Street en Brixton Hill. Creo que van a matarla.

– ¿Quién va a matarla?

– Tam Parlain, Elizabeth, Heidi y Susan. Está en el sofá, van a tirarla al río.

– ¿Cómo se llama?

– Por favor, ayúdenla.

– Necesito su nombre.

– Marian Thatcher.

– ¿Y su dirección?

– Seis tres uno de Argyle Street, encima de Brixton Hill. Tam Parlain va a llamar a dos de sus amigos, a un tipo gordo y a otro que se llama Andy para que la pongan en un colchón y la tiren al río.

– Oiga, su nombre no coincide con la dirección que me ha dado.

Maureen colgó y salió de la cabina. Liam estaría de los nervios. Salió a la acera y paró un taxi negro. Se había olvidado de las cámaras de vigilancia que había encima de la calle, vigilándola, manteniéndola limpia.

42. Knutsford

Maureen observó la pequeña hilera de tráfico delante del taxi y vio que el taxímetro iba subiendo. Los ojos del taxista se cruzaron con los de ella en el retrovisor. Había intentado iniciar una conversación y sólo consiguió sacarle que iba a Glasgow porque vivía allí, antes de que a Maureen le empezara a doler mucho la garganta, y la conversación se acabó ahí.

– Hay mucho tráfico -dijo él, en voz alta por encima del ruido del motor, con los ojos sonrientes-. Cada vez se circula peor en Londres.

– ¿Estaremos allí a las siete y media?

– No lo sé. Lo intentaré. Pero, para ser honesto, a esta hora nunca se sabe.

Se iba a casa e iba a pelear antes del último grito. Dio unos golpecitos a la bolsa de ciclista, que estaba junto a ella en el asiento. Sabía lo que iba a hacer. Ruchill ya no le daba miedo.

El taxi entró en la terminal uno a las siete y veinte. Maureen le dio sesenta libras al taxista y subió corriendo la escalera mecánica, empujando a grupos de turistas con todo su equipaje. Le dolía el cuello cada vez que subía un escalón. No vio ninguna señal pero entró por un pasillo y se encontró delante de la puerta de embarque de la British Airways. Había una cola larga siguiendo el zig-zag marcado por una goma roja. La recorrió toda, mirando detrás de la gente, buscando a Liam. No estaba allí. Llegó a la puerta y tuvo que hacer cola para hablar con la señorita del mostrador.

– Escuche -dijo, casi sin aliento-. Mi hermano tiene mi billete para Glasgow y creo que ya ha entrado. ¿Puedo pasar y ver si está ahí?

Sin embargo, la mujer de maquillaje inmaculado no iba a dejarla entrar sin un billete.

– Lo siento -dijo, sonriendo-. Es por razones de seguridad.

– ¿Puede llamarlo por el micrófono?

– ¿En qué avión viajaba?

– En el de las siete y media.

– Bueno -dijo, sonriendo otra vez-. El de las siete y media acaba de embarcar. Está a punto de despegar, así que me temo mucho que ha llegado tarde.

– Llámelo -dijo Maureen con lágrimas en los ojos-. Llámelo. No se habrá ido sin mí.

– Me temo que, para llamarlo, tendrá que ir al mostrador de información -dijo, señalándole otro mostrador con su propia cola.

Maureen hizo cola. Había un hombre con un traje muy caro que compraba un billete a Edimburgo con una tarjeta de crédito, y tenía un problema con el límite de dinero. Le dio a la chica del mostrador otra tarjeta y ella la probó, pasándola por la máquina con una uñas muy largas de color rosa.

– Sí -dijo, mostrando una amplia sonrisa color Melocotón Fiesta-. Esta está bien, señor.

Hicieron una pausa para sonreírse mutuamente. Maureen encendió un cigarro.

– Perdone -dijo la mujer, levantándose y cogiéndola por el brazo-. Lo siento mucho pero no puede fumar aquí.

– ¿Por qué?

– Porque es una zona de no fumadores. Hay zonas especiales para fumadores -dijo, señalando las señales colgadas del techo.

Maureen tiró el cigarro y lo pisó, deseando llenarse los pulmones de humo una vez más. El hombre de negocios la estaba mirando fijamente.

– Entonces, ¿va a dejarla ahí?

– ¿Dejar el qué?

– La colilla. ¿La va dejar ahí en el suelo?

– Sí -dijo Maureen, intentando sonar lo más dura posible-. ¿Por?

El hombre de negocios miró a la mujer del mostrador y puso los ojos en blanco.

– Fumadores -dijo él, y ella miró la tarjeta de crédito.

La mujer tuvo la mano encima de la impresora un buen rato mientras salía el billete del hombre de negocios.

– Aquí tiene, señor -dijo ella, sonriendo-. Muchas gracias.

– No. -El hombre se dirigió a los pechos de ella-. Muchas gracias a usted.

Cogió el maletín y lanzó una mirada despectiva a Maureen antes de irse.

– ¿Puedo ayudarla? -dijo la mujer, sonriendo a Maureen, llevando a la práctica lo que le enseñaron en la escuela de azafatas.

– Quiero un billete para el próximo vuelo a Glasgow.

– Me temo que están embarcando en estos momentos.

– Bueno, entonces para el próximo.

– Lo siento, ese es el último vuelo -dijo, sonriendo, y Maureen sabía que estaba disfrutando de lo lindo.

– ¿Y a Edimburgo?

– No. Acabo de vender el último billete para el último vuelo.

Maureen sintió una rabieta de impotencia en el cuello y se abalanzó con la cara sucia encima del mostrador.

– Que te jodan -dijo, anotándose otro triunfo para la diplomacia de Glasgow.

Bajó la escalera, se moría de ganas de llenarse los pulmones de nicotina. Se metió en el ascensor equivocado y fue a parar a la estación Paddington Express. Compró un billete porque tenía miedo de que, si volvía a subir la escalera, se perdería en el aeropuerto. El billete costaba diez libras. Era la única pobre del andén. El túnel estaba revestido de placas de aluminio pulido y las sillas eran de auténtica madera de pino moldeadas. Intentó darle lástima a una millonaria excéntrica y se llevó la mano al dolorido cuello con marcas rojas. Un tren de alta velocidad entró en la estación y Maureen subió y se sentó al lado de la puerta. Cuando el tren se puso en marcha, todos los pasajeros en un radio de tres metros la estaban mirando fijamente. Cuando llegaron a Paddington y se levantó para bajarse, vio la televisión parpadeando encima de su cabeza. Salió corriendo por la estación, siguiendo las indicaciones de la parada de taxis. Abrió la puerta del coche y tiró la bolsa en el asiento.

– A la estación de autobuses Victoria -dijo.