A pesar de haber esperado hasta dos horas antes de que el autobús se fuera, Maureen tuvo que hacer cola en la apestosa oficina de venta de billetes y reservó uno para su vuelta aquella misma noche. La estación de autobuses estaba mucho más abandonada que la de Glasgow. Allí se reunían montones de viajantes desesperados que venían de todos los rincones del país con sus maletas, esperando el autobús que los tenía que llevar lejos. Las paredes de la estación también eran de cristal, algo que era una moda en el diseño de estaciones de autobuses o un sistema nacional para reducir el número de muertes entre los pasajeros que esperaban en la estación.
Maureen se fue a una cabina para llamar a Vik. Casi no pudo escuchar el mensaje del contestador porque a su lado había un hombre escuchando a Mariah Carey con el walkman y estaba cantando lo más alto que podía. Maureen gritó que lo volvería a llamar. Iba a casa esa noche. Lo llamaría cuando las cosas se estabilizaran un poco. Seguro que lo llamaría. Guardaría su encendedor y se lo devolvería cuando todo estuviera en orden. Susurró que pensaba en él, que iba a hacer que las cosas funcionaran, pero el sonido de fondo era tan alto que dudó que él entendiera la última parte.
Faltaban diez minutos para que el autobús saliera cuando consiguió, por fin, hablar con Liam.
– Mauri, ese billete me costó más de doscientas libras, joder.
– Te lo devolveré, Liam, lo siento.
– No me sobra el dinero, ¿sabes?
– Ya lo sé, Liam, te lo devolveré.
– Soy un pobre estudiante.
Maureen estaba segura de que Liam había estado ensayando aquella discusión todo el viaje de vuelta.
– Te lo devolveré mañana -dijo ella-. Lo siento mucho.
Liam se quedó callado un momento.
– ¿A qué hora llegas? -preguntó.
– No lo sé -dijo Maureen, mirando por la estación-. Sobre las seis y media de la mañana.
– Bueno, iba a ir a recogerte pero ahora te jodes -dijo, como si ella hubiera decidido la hora a propósito-. Mauri, siento lo de casa de Martha. Oí tus golpes en el suelo.
– Sí, y yo oí tus golpes en la cama.
– Perdón -se apresuró a decir él.
– No es a mí a quien debes pedir perdón -dijo Maureen.
En el mismo instante en que se sentó supo que todo iba a salir bien. El autobús estaba medio lleno y ella se las arregló para quedarse con la mitad de la última fila de asientos para ella sola. Una mujer mayor se sentó al otro lado, pegada a la ventana, dejando las bebidas ordenadas en el asiento de al lado.
El autobús salió del centro de Londres, cruzó el valle del Swiss Cottage y entró en la autopista M1. Maureen se puso cómoda, apoyó la cabeza en la ventana, veía a gente pasar en coche, casas con sus respectivos jardines, vio cómo las casas que estaban en el valle desaparecían por el marco de la ventana y, de repente, se dio cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Había cambiado de idea y había peleado en el último momento, como la pobre Ann. Pobre Ann, tendida en el sofá con el labio hinchado y los cuatro feos niños.
Maureen estaba a punto de llorar pero los doloridos aros de cartílago de la garganta se resistían. Iba a casa a enfrentarse a todo el mundo, consciente de la sacudida que había sufrido su frágil coraje. Volvía a casa, a Glasgow, y por primera vez recordó que tenía una vida más allá de los problemas del presente. Adoraba los colores de la ciudad, allí tenía un lugar y una historia, entendía la extraña amabilidad de la gente y la racionalidad que se esconde detrás de aquel clima tan brutal. Había echado de menos la pureza del aire, los giros arcaicos del vocabulario y el áspero discurso gutural. Pronto podría bañarse en su bañera, sin la intrusión de Ruchill, y dormir profundamente en su propia cama. Leslie estaría a salvo y Liam ya se había salvado. Ya no le importaba Ann en absoluto, no le importaba si Moe no tenía ningún sentido.
La autopista dejó la ciudad a sus espaldas y entró en un paisaje gris y plano que llegaba hasta el horizonte, bordeado por pueblos difuminados y pequeñas carreteras secundarias. Maureen dobló las piernas contra el pecho y se envolvió en el sucio abrigo, que ya no era demasiado bueno para ella ni para el autobús, y miró por la ventana la triste costa suburbana de Inglaterra.
Joe McEwan llevaba once horas trabajando y no se encontraba demasiado bien. Bebía mucho café y fumaba veinticinco cigarros diarios, o al menos eso pensaba su médico. Ya no había casi nadie en la comisaría; sólo quedaban los adictos al trabajo y los divorciados. La investigación del caso Hutton no llegaba a una conclusión satisfactoria. Ninguna de las pruebas que habían conseguido era fiable. Testigos aterrados cambiaban sus declaraciones, de una estúpida mentira pasaban a otra todavía más estúpida, y habían invertido en ese caso el presupuesto de las próximas tres semanas. Los rumores y las declaraciones de los testigos habían indicado el lugar donde lo habían cogido, el nombre del bar donde lo habían matado, el nombre del conductor y, por implicación, el nombre del jefe que había ordenado el asesinato. Incluso sabían el nombre del tipo que había robado el taxi. Lo único que la policía no tenía era ni una sola prueba fiable, ni un testigo serio. Innes abrió la puerta con el pie y entró en la comisaría. Estaba muy sonriente, los grandes dientes medio escondidos detrás del bigote, su entusiasmo contrastaba con la apatía de los demás. Vio a McEwan y casi cruzó corriendo la sala hasta su despacho.
– Mire el correo electrónico -dijo, haciéndole una señal para que fuera hasta el ordenador mientras él encendía el sistema y encontraba lo que estaba buscando-. Mire esto.
Era un mensaje de la policía de Londres. El texto relataba que seguían la pista de una mujer escocesa llamada Marian Thatcher. Había llamado al 999 y había dado información detallada importante acerca del asesinato de Ann Harris. Desde la misma cabina, alguien había llamado instantes antes a la comisaría de Stewart Street pero puede que no hubiera ninguna relación entre las dos llamadas. Habían seguido al taxi y la mujer había intentado, sin éxito, conseguir un billete de avión para Glasgow. Inness abrió un documento adjunto y se abrió una foto en color desde la parte de arriba de la pantalla. Tres segundos más tarde, McEwan estaba sonriendo. Era una foto desenfocada de Maureen O'Donnell saliendo de una cabina y parando un taxi.
– ¿Qué, eh? -sonrió Inness-. Se lo dije.
– Genial -dijo McEwan, sonriendo, y se encendió un cigarro de enhorabuena.
Ya era tarde y Maureen se despertó con los primeros dolores en el cuello. Miró a su alrededor y vio la carretera gris y las luces rojas de los coches y la mujer mayor sentada al otro extremo del asiento mirando por la ventana. Eran las tres y pronto pararían para descansar. Podría fumarse un cigarro. Miró por la ventana la fría noche y pensó en todos aquellos que iban a Londres y nunca volvían. En los pobres hombres y mujeres que iban a buscar trabajo y un futuro más brillante y en los chalados como ella, que iban a arreglar el mundo y seperdían por el camino. Notó un golpe en el codo y, cuando se giró, se encontró con que la mujer mayor le ofrecía un vaso de zumo de naranja. Le dio las gracias, pero ya había vuelto a su sitio, y ya volvía a estar mirando por la ventana. Maureen se lo bebió y el zumo ácido se llevó el sabor a cigarros mustios y a sangre y a leche blanca.
El autobús se metió en una salida de la autopista sin reducir la velocidad y llegó al aparcamiento a ochenta por hora. Los pasajeros, asustados, se irguieron, miraron por la ventana, agarrados al asiento de delante. El autobús frenó y se paró. Maureen se levantó y se fue directa hacia la puerta. Cuando puso el pie en el suelo ya tenía un cigarro en la boca y lo estaba encendiendo. Llenó los pulmones vacíos.
Hacía frío y mucho viento, como mandaba en Escocia, le tembló la nariz y sintió un cosquilleo en la piel. Caminó despacio hacia la estación de servicio, quedándose descolgada del resto de pasajeros, tomándose tiempo para disfrutar del clima, fumando y dejando que el viento se llevara la ceniza. Las puertas automáticas se abrieron y Maureen se encontró con un letrero dándole la bienvenida a la estación de servicio de Knutsford. El nombre le recordaba a Ann, pero no sabía por qué.