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Fue al baño y se lavó la cara y las manos, pensando en Moe, en Tam y en Elizabeth. Aún no sabía qué papel tenía Moe en toda la película. Se miró el cuello en el espejo. Las marcas rojas se estaban volviendo de color azul oscuro. El pulgar de Frank Toner había quedado perfectamente marcado en el lado derecho de su pequeño cuello. Se acordó. Aquí fue donde Ann bajó del autobús y no volvió a subir. Posiblemente conoció a alguien y se fue a dar una vuelta, pero si llevaba drogas no habría actuado de un modo tan despreocupado. Casi como un acto reflejo, Maureen metió la mano en el bolsillo, sacó la fotocopia arrugada de Ann y se fue a la tienda. Había dos personas en el mostrador pero las dos habían empezado después de Navidad. Eran nuevas. Mientras pensaba lo imprudente que era dejar a dos personas nuevas a cargo de la tienda, Maureen se fue al restaurante. Se detuvo y vio que había cámaras de vigilancia por todas partes. Podían haber dejado tranquilamente a los dos principiantes a cargo de la deuda de Brasil y no habría pasado nada. En el vestíbulo vio la señal de una pizzería. Giró la esquina y se encontró con una cafetería con sillas y mesas rojas de plástico. Una camarera de unos cincuenta años estaba limpiando las mesas con más cuidado del que se merecían.

– Perdone -dijo Maureen, con una voz más ronca que antes-. ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?

– Sí, cinco meses.

– Estoy intentando averiguar qué le pasó a una amiga mía que viajaba en el autobús nocturno hacia Glasgow. Hace un mes, se bajó para estirar las piernas y no volvió al autobús.

– Es verdad -dijo, doblando el paño-. Ya me acuerdo.

Maureen sacó la fotocopia y se la enseñó.

– Sí, me acuerdo -asintió la mujer-. ¿No fue terrible? Nos quedamos todos muy impresionados.

Maureen estaba sorprendida de que las noticias de la muerte de Ann hubieran llegado hasta Knutsford.

– ¿Cómo ha oído hablar de eso?

– Porque la vi, cariño. La vi salir del lavabo y cómo la metían en una ambulancia. Fue muy triste. Nos quedamos todos helados.

– ¿En una ambulancia?

– Sí, la atracaron, en los lavabos de señoras. Le dieron una paliza. Le robaron la bolsa.

– ¿La bolsa?

– Sí, la bolsa de mano. No la encontramos hasta al cabo de media hora. Los que lo hicieron ya debían de estar muy lejos.

La bolsa de Ann. Iba a todas partes con ella, por miedo a que se la robaran, llamando la atención allí donde iba. Si Tam Parlain le dijo a Maxine cuándo iba a llegar el paquete, puede que Hutton la estuviera esperando en la estación de servicio, vigilándola, esperando para hacer lo que hacía mejor: aniquilar al más débil. Debían de saber que bajaría del autobús y que viajaría con una bolsa valorada en miles de libras. Parlain y Maxine actuaban por cuenta propia, uniéndose a Hutton en contra de su propia familia y Toner. Toner debía de saber que Maxine vivía con Hutton y debió descubrir lo que habían hecho antes de que Hutton apareciera muerto en un rincón misterioso. Elizabeth le había dicho que Toner quería hablar con Ann, y Senga le había dicho a Leslie que Ann reconoció la foto de Toner en el periódico. Parlain había matado a Ann para que no hablara. Pobre Ann. Toner no la podía proteger aquí, puede que en Glasgow y en Londres, sí, pero no en aquella jungla. Puede que todavía tuvieran las cintas de las cámaras de seguridad y, si ya no las tenían, la ambulancia tuvo que registrarlo en algún sitio.

Volvió al autobús, se paseó por la hierba, se fumó el último cigarro, preguntándose qué le pasó a Ann. ¿Cómo de desesperada debió de sentirse? ¿Cuánto dinero necesitaría para correr un riesgo como aquel? Pero eso era con lo que contaba Frank Toner, con alguien lo suficientemente desesperado como para arriesgarse de aquel modo.

Williams ya se había levantado de la cama y se estaba poniendo los pantalones antes de que Hellian hubiera terminado la frase.

– … debajo del sofá que coinciden superficialmente con la sangre y el pelo de la víctima. Obviamente, no lo sabremos seguro hasta que lo analicen en el laboratorio.

Williams apoyó el teléfono en el hombro y se arrodilló, buscando los zapatos debajo de la cama. Las alfombras del hostal eran una reliquia espantosa de los años setenta: resbalaban como una caja de ceras de colores derretida y olía a perro.

– ¿Ha dicho Parlain?

– Sí, Tam, TAM, Parlain, PARLAIN. Trabaja para la familia Adams.

– Otra vez esos imbéciles. ¿Te han dicho para quién trabajaba?

– Para un tal Frank Toner, f.r.a.n…

– ¿Y ella ha comprado un billete para el autobús nocturno?

– Sí, pero no podemos confirmar que se haya subido en él. El inspector Joe McEwan la conoce y se ha ofrecido para que uno de sus oficiales vaya a echar un vistazo.

– Será mejor que vaya en ese autobús. ¿Se da cuenta de que si esto se sabe antes de que la interroguemos pueden matarla?

– No se sabrá, señor.

Maureen no podía dormir. Los cigarros y la historia de Ann la habían desvelado y tenía muchas ganas de llegar a casa, al frío, a las casas rojas y amarillas de los vecinos, al cielo grande y a los niños maleducados. Sabía quién era en Glasgow y sabía que iba a pelear hasta el último segundo y que se salvaría. Eran las cuatro y media cuando llegaron a las colinas. Laderas empinadas llenas de barro y rocas irregulares que estaban cu-biertas de nieve y, de repente, la temperatura del autobús descendió. Ella miró las cimas desnudas y vio a las familias que salían de sus casas con el rebaño de ovejas, miles de Coach and Horses por todo el mundo, auxiliando a aquellas almas que no podían volver a casa, que ni siquiera sabían dónde estaba su casa. Maureen apoyó la cabeza en la ventana y lloró por la belleza del paisaje, resoplando y cubriéndose la cara con las manos, intentando no hacer ruido. La mujer mayor estaba a su lado.

– ¿Por qué lloras? -preguntó.

Maureen respiró hondo.

– Escocia. -Señaló por la ventana-. Es tan bonita. He estado mucho tiempo fuera de casa.

– Eso está bien -dijo la mujer-. Este es el Lake District.

El autobús se adentró en un día que se resistía a amanecer, cruzó las tierras bajas y entró en el valle Clyde. Un cielo totalmente despejado de color azul eléctrico quedaba interrumpido por una gruesa nube negra y, en la sombra gris oscuro que provocaba en la tierra, estaba Glasgow, su Glasgow, y empezó a llorar otra vez.

43. Ruchill

No hacía demasiado viento en la estación. La respiración de Maureen se perdía delante de ella, arremolinándose mientras se escurría entre los demás pasajeros para recoger su bolsa del montón, la cogió y salió por las puertas automáticas. El pavimento estaba brillante y los edificios se ponían a prueba contra el frío. Una neblina blanca cubría la empinada calle y Maureen se abrió camino entre la espesa cortina cegadora, dejando huellas negras en la escarcha del suelo. Un taxi negro pasó por su lado, en dirección al centro de la ciudad y las estaciones. Ella encendió un cigarro. Le dolía la garganta y estaba hecha un desastre, pero estaba en casa. Una repentina ráfaga de nieve borró los colores de la ciudad mientras ella pasaba por debajo de Garnethill y se dirigía hacia el norte. Estuvo tentada de ir primero a su casa, para dejar la bolsa, pero estaba segura de que no volvería a salir a la calle. Maureen se envolvió la cabeza con la bufanda y siguió caminando.

Williams aparcó enfrente de la estación.

– Aquí, aquí está bien -dijo Inness-. Perfecto.

– ¿Está seguro? -dijo Williams, poniendo el freno de mano y haciendo resoplar a Bunyan-. Es una zona amarilla.