Выбрать главу

– Sí.

Cruzaron la calle y bajaron la escalera de cemento gris hasta la estación. Estaba casi vacía. Había autobuses metropolitanos de dos pisos aparcados en una hilera. Un autobús sencillo, parado delante del edificio de ventas de billetes, daba señales de vida. Un conductor con un uniforme de nailon azul marino salió de detrás del capó y volvió a desaparecer. A Williams se le pusieron los pelos de punta.

– Ya ha llegado -dijo, y se fue corriendo hacia el autobús, con la chaqueta del traje agitándose por el viento. Paró a un hombre menudo con el pelo al estilo afro-. ¿Es este el autobús de Londres?

– Sí.

– Mire, soy policía -dijo, y sacó la foto borrosa de Mau-reen O'Donnell del bolsillo-. ¿Viajaba esta mujer en el autobús?

El hombre miró la foto y llamó a su compañero para que viniera y la mirara también.

– Creo que sí -dijo el compañero.

– Sí, seguro -dijo el primer conductor, con una voz nasal-. Reconozco el pelo. Viajaba en este autobús, seguro.

– ¿Dónde está?

– ¿Cómo quiere que lo sepa?

– ¿Vio si había venido alguien a recogerla?

El hombre se encogió de hombros.

– No miro cómo se van, tenemos que sacar el equipaje.

– ¿Vio si alguien la cogía del brazo o algo así?

Los dos hombres estaban de pie, completamente apáticos, e Inness cogió a Williams por el brazo.

– Puede que se haya ido a su casa.

– ¿Sabe dónde vive?

– Sí, en la colina. A dos minutos. En lo alto de esa colina.

Fue un paseo largo. La nevada se intensificaba a medida que salía el sol, envolviendo la ciudad en una deslumbrante luz gris. Tenía nieve en las mangas y encima de los hombros, en la bufanda y en las cejas, silenciando el ruido de los coches mientras Maureen subía por Maryhill Road. Se iba enfadando más y más mientras caminaba, sudando mientras se acercaba al cruce de Ruchill. Las calles se empezaban a llenar. La tormenta de nieve paró repentinamente debajo del viejo puente del tren. Maureen siguió caminando, saliendo del refugio de calma para volver a adentrarse en la sábana blanca y a subir por la colina.

Ruchill era una zona desierta. Sólo había una hilera de edificios en la empinada calle. Detrás de ellos sólo había un descampado de diez acres, con calles que se cruzaban. Calle a calle, se habían ido derribando todos los edificios. Al otro lado de la calle había una verja con una entrada al parque, una alta colina cubierta de hierba con árboles esqueléticos y la torre del hospital. Maureen pasó de largo, obligándose a no mirarla mientras pasaba por delante del tugurio de gángsteres, y siguió adelante. El primer edificio después del hospital apareció en la esquina de la calle, una casa roja de una planta con una enorme fachada de gablete al estilo holandés.

Maureen se detuvo junto al pavimento, acalorada y temblorosa. Agitó la bufanda que llevaba en la cabeza para sacudir la nieve y levantó la mirada. La calle giraba en una curva muy cerrada y desaparecía detrás de unos arbustos. Había trozos de cristales rotos en el suelo que se le clavaban en las suelas de los zapatos, pero ella siguió caminando, dejó atrás los arbustos y siguió el camino que llevaba a la torre. Allí se reunían cada noche los gamberros. Había edificios de una planta aislados en los alrededores, con las cúpulas de madera en el suelo, quemadas y destrozadas. Había persianas venecianas colgadas abandonadas en ventanas rotas y las cortinas de ganchillo se agitaban sin ritmo en el viento. Llegó a la cima de la colina y miró el amanecer sobre la ciudad. Desde allí veía su casa.

Maureen entrecerró los ojos, parpadeaba y los copos de nieve le caían en las pestañas cuando miraba hacia arriba la silueta recortada de la torre contra un cielo blanco y brillante. Se agachó, cogió una piedra, corrió hacia el edificio y la tiró, resbalándose en la nieve. La piedra gris penetró en el aire, girando y apartando los copos de nieve que caían a su paso. Maureen estaba jadeando cuando vio dónde había ido a parar. La ventana del piso más alto se rompió y los cristales cayeron como una cortina. Cogió otra piedra de la hierba virgen de aquel prado, volvió a correr y la lanzó con todas sus fuerzas. Se le cayó la bufanda de la cabeza, le resbaló por la espalda y le dejó la cabeza al descubierto ante las inclemencias del tiempo. La piedra rompió los cristales de otra ventana. Maureen sonrió. Dejó la bolsa en el suelo mojado y buscó con la mano la compra de Kilty. Los dedos fríos y congelados se relajaron cuando palparon la caja de astillas para encender un fuego.

El calor la acompañó hasta los pies de la escalera. Estaba sonriente y feliz, masticando onzas de chocolate Milka y sintiéndose a salvo y en casa. No debía decirle nunca a nadie lo que había hecho. Se relajó. Ahora sólo tenía que llamar a Leslie y dejar que la policía le hiciera una visita. Después se daría un baño, y dormiría y se pasaría un día entero en casa, en pijama y mirando la televisión con una taza de té en las manos. Sonriente y emocionada subió las escaleras, de dos en dos, hasta que llegó a los escalones de la puerta de su casa y se detuvo. La puerta de su casa colgaba de las bisagras, estaba abierta medio centímetro. Las luces del recibidor estaban encendidas.

En silencio, dejó la bolsa en el suelo y metió la mano en el bolsillo para asegurarse que llevaba la navaja encima. Abrió la puerta con las yemas de los dedos. No podía ver el salón pero oía ruidos. Había alguien, oía una voz diciendo algo, una pregunta corta seguida de una respuesta seca. Oyó pasos aproximándose en el suelo de madera y se pararon en el salón. Siguieron caminando, apretando la puerta desde dentro para cerrarla. Maureen dio una patada en la puerta con la suela del zapato, golpeándola contra la pared y se encontró delante de un sorprendido y somnoliento Inness. Maureen dejó caer la bolsa al suelo.

– ¿Qué coño está haciendo en mi casa?

Inness estaba de pie en el recibidor, sonriéndole con la mañana azul de fondo.

– ¿La señorita Thatcher, supongo? Tengo unos amigos que se mueren de ganas de conocerla.

En el salón había un hombre y una mujer vestidos con elegantes trajes oscuros. Las cartas de Angus estaban esparcidas encima de la mesa. Las habían sacado de los sobres y las habían leído todas y cada una de ellas.

– Cabrones -dijo, abalanzándose hacia el recibidor, para recoger las cartas, pero Inness la sujetó por un brazo y le dio la vuelta para dejarla frente a él.

– ¡Tranquilícese!

Vio, por encima del hombro y a través de la ventana de la cocina, cómo la torre del hospital de Ruchill ardía como una vela romana. Las ventanas de la torre se volvían negras y expulsaban nubes de cenizas de hombres muertos. Debajo, en la tranquila ciudad, sonaban las sirenas de los bomberos que se dirigían hacia un fuego demasiado bien prendido para ser apagado. Al otro lado del pasillo se abrió una puerta y apareció Jim Maliano con su bata color púrpura cerrada.

– ¿Qué pasa? -preguntó, con el pelo temblándole a cada palabra.

Inness sujetó más fuerte el brazo de Maureen y apoyó la otra mano en el hombro de Jim, empujándolo hacia atrás.

– Somos policías -dijo-. Hemos venido a hablar con la señorita O'Donnell. Vuelva dentro, señor, por favor.

– No pueden revolver mis cosas -dijo Maureen fríamente-. Esas cartas son mías.

– Bueno -gritó Jim-, si son policías, deberían hacer algo mejor que entrar en la casa particular de alguien a las ocho y media de la mañana y hacer todo este ruido.

Inness lo empujó con la palma de la mano.

– Vuelva dentro, señor, por favor -dijo, empujándolo demasiado fuerte y haciendo que Jim tropezara con un escalón.

Maliano apartó la mano de Inness y se giró hacia Maureen.

– Maureen, ¿estás bien?

A Maureen no le caía demasiado bien y él le había demostrado abiertamente que no le gustaba ella ni su estilo de vida, pero siempre que había algún problema Jim venía corriendo por el pasillo a interesarse por ella.