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– Estoy bien, Jim, en serio. Vuelve a la cama y te prometo que no haremos más ruido.

Maliano le dirigió una mirada insolente a Inness.

– ¿Me llamarás si tienes algún problema?

– Sí, Jim, gracias.

Se giró y la miró.

– Ruchill está ardiendo -dijo, sonriendo, como si estuviera manteniendo una charla informal con su vecina.

Maureen e Inness miraron por la ventana de la cocina la columna de humo en el horizonte; Inness soltó una serie de palabrotas.

– Imbéciles -dijo Maliano, y miró acusatorio a Inness-. Deberíais estar impidiendo ese tipo de comportamientos y dejar de acosarla de este modo. Anoto todas vuestras visitas -dijo, señalando la mirilla de su puerta-, así que -dijo, señalando a Inness-, vaya con cuidado.

Después de aquello, Jim se empequeñeció, se sonrojó y se fue a su casa. Maureen sabía que se quedaría allí detrás, observándolos. Cerró la puerta de su casa y entró en el salón, recogió las cartas de Angus y las apretó contra el pecho.

– Son mías -dijo.

– Le preguntamos por ellas -dijo Inness severamente-, y ahora nos las llevaremos, así que puede dejarlas encima de la mesa. Ya no son suyas.

– ¿Con qué derecho entran así en mi casa?

El hombre gordo con el traje oscuro se adelantó y caminó hacia ella.

– Señorita O'Donnell -dijo-. ¿Dónde ha ido después de bajarse del autobús? Creímos que estaba muerta aquí dentro.

– No tengo por qué decirles nada -dijo ella.

– ¿Qué le ha pasado en el cuello? -preguntó la mujer rubia menuda, con la mirada fija en el cuello de Maureen.

Inness se acercó a Maureen y ella sabía, por el rojo alrededor de los ojos, que estaba furioso con ella.

– Estas cartas irán a manos del fiscal.

Inness estaba intentando amenazarla pero en los últimos días había estado encerrada en el piso de Parlain, Toner la había estrangulado y había vuelto a casa sana y salva y había elegido el camino que quería seguir. Inness no la asustaba con su bigote y su mirada amenazadora.

– Fuera -dijo ella, intentando gritar pero con una voz entrecortada y débil.

El hombre gordo tenía la mirada fija en el moretón del cuello.

– ¿Qué le ha pasado en el cuello? -preguntó.

– Fuera -dijo Maureen.

Él la cogió del brazo suavemente.

– Señorita O'Donnell. Soy el inspector Arthur Williams de la policía de Londres -tenía una cara amable y nerviosa-. Creo que tiene información acerca del asesinato de Ann Harris.

Maureen estaba doblando las cartas, metiéndolas otra vez en los sobres, mareada de las ganas que tenía de estar sola, en su casa, a salvo. Rompió un sobre cuando intentaba meter la carta dentro y aquello fue la gota que colmó el vaso.

– A la mierda -gritó y la garganta se le desgarró del dolor. Cogió las cartas y las tiró al suelo, esparciéndolas por todo el salón-. A la mierda.

Inness tenía la mirada clavada en ella.

– ¿Qué le ha pasado en el cuello? -dijo.

El hombre gordo dio un paso hacia delante.

– Señorita O'Donnell, necesitamos hablar con usted.

44. Rosenhan

Williams insistió en que Maureen se tomara un té para entrar en calor. Bunyan le preparó una taza y se la trajo de la cocina. El agua estaba hirviendo y Maureen hizo lo que pudo para probarlo primero con la lengua, pero la bebida caliente le calmó un poco el dolor de garganta, así que se lo bebió a pequeños sorbos.

Bunyan encendió un cigarro y dejó el paquete encima de la mesita de café. Maureen no pudo resistirse a ese gesto de camaradería. Cogió el paquete y sacó un cigarro. Habría llorado muchas horas seguidas porque al fin estaba en casa. Arthur Williams estaba sentado tranquilamente, sonriendo cada vez que ella lo miraba.

– ¿Han acusado a Leslie y a Jimmy?

– Todavía no -dijo Williams, pausadamente-. Ya veremos, todo dependerá de cómo se solucione todo esto.

– ¿Han ido a casa de Tam Parlain? -preguntó Maureen.

– Sí -dijo él-. Están interrogando a Parlain y a Elizabeth Wooly.

– ¿Han encontrado a Elizabeth?

– Estaba en casa de Parlain cuando nosotros llegamos. Los hemos detenido por otro cargo, así que tenemos todo el tiempo del mundo.

– ¿Qué otro cargo?

– Posesión de drogas.

Williams observó cómo Maureen bajaba la cabeza, dando una calada al cigarro. Su cuello era un mosaico en rojo y negro, a él no le extrañaría que tuviera algún hueso roto. Era menuda y estaba hecha un asco y, a juzgar por las cartas, su vida no era un camino de rosas. Él se inclinó y dio unos golpecitos encima de la mesa, en su ángulo de visión.

– ¿Por qué no nos cuenta lo que pasó?

Maureen se sentó, fumó un cigarro detrás de otro mientras les explicaba la historia de la bolsa de Ann, las deudas a los usureros y el ataque en Knutsford, la carta con el membrete del bufete de abogados inexistente y el sofá mojado de Tam Parlain. No les habló de Moe ni del libro de asignación familiar, porque no consideró que tuvieran ninguna relevancia en la historia, ni les habló de Mark Doyle porque aún no sabía qué pintaba en todo aquello. Estaba llegando al final, a Maxine y a Hutton y a la estación de servicio. Había llamado a Hugh y a New Scotland Yard y al 999 cuando Williams la interrumpió.

– ¿Cuál es la historia de la Polaroid?

– Era una foto de Toner con uno de los hijos de Ann. Se la envió para hacerla salir de la casa de acogida.

– ¿Y usted no la tiene?

Maureen agitó la cabeza y metió la mano en el bolsillo.

– Pero tengo esto -dijo, y sacó la fotocopia de la Polaroid que había hecho en la fotocopiadora de Brixton.

Bunyan se inclinó mientras Williams la desdoblaba y los dos miraron a Toner cogiendo la mano del crío.

– Un tío majo, ¿verdad? -dijo Bunyan, en voz baja-. ¿Pasó mucho miedo?

Maureen bajó la cabeza y dio una calada al cigarro.

– Esta gente -dijo Bunyan, asintiendo-, dan mucho miedo.

Maureen se dio cuenta de que estaba hablando con ella como si fuera una niña, como si pudiera arreglarlo con una naranjada y un pastel de chocolate, pero ahora Maureen necesitaba aquella seguridad y respondió a la pregunta. Asintió.

– Pasé mucho miedo -dijo.

– No me extraña -dijo Bunyan, acercándose a ella-. Yo paso miedo sólo con hablar con ellos.

Maureen la miró.

– ¿Han venido aquí sólo para verme? -dijo, en voz alta y temblorosa.

– Sí.

– ¿Cómo han sabido que estaría aquí?

– No lo sabíamos.

– ¿Cómo pudieron saber que fui yo quien hizo esas llamadas?

Bunyan se dio unos golpecitos en la nariz.

– Intuición policial -dijo, y sonrió para consolarla.

Maureen le devolvió la sonrisa.

– Gracias -dijo.

Williams se reclinó en la silla.

– Aún es posible que Jimmy Harris lo hiciera, lo sabe.

– Lo sé.

– Estaba en Londres.

– Lo sé -miró a Bunyan-, pero han hablado con Jimmy, saben lo pasivo que es. Estoy segura que fue Tam. ¿Por qué otra razón limpiaría con detergente un sofá de piel?

Williams asintió mirando al suelo.

– Pero eso no demuestra nada. No podemos estar seguros sólo con la prueba de que ha limpiado su sofá de piel, ¿no cree?

Williams volvió a dibujar una sonrisa triste y Maureen se dio cuenta de que ir de hombre amable, gordo e inofensivo era su punto fuerte. Debían enviarlo a interrogar a todos los pirados del país.

– Tendremos que llevarla a la comisaría de Carlisle para un interrogatorio formal -dijo él.

– ¿Por qué a Carlisle?

Williams suspiró, parecía muy cansado.

– Es una larga historia -dijo.

Unos suaves golpes en la puerta anunciaban el desagradable retorno de Inness. Hugh McAskill estaba detrás de él, con su pelo dorado y plateado reluciente en la mañana gris mientras miraba hacia el salón y encontraba los ojos de Maureen. Por un momento pareció muy triste y luego miró al suelo. Volvió a levantar la mirada con una expresión ausente.