– ¿Te acuerdas de lo que decías de que el alcoholismo puede ser genético? -susurró Liam, inclinándose en la mesa. Maureen asintió. Él señaló el vaso de naranjada-. También hay un gen para el comportamiento criminal.
Maureen se rió, se ahogaba y se terminó la naranjada para aliviar el cuello. Escondió el vaso detrás de un menú de plástico que había encima de la mesa.
– ¿Sabes lo que me parece fascinante? -dijo Liam, mojando una patata frita en la yema del huevo.
– ¿Qué te parece fascinante? -dijo Maureen.
– El hecho de que conozcas a dos personas a las que han asesinado en los últimos seis meses -dijo, apuntándola con el tenedor.
– ¿Curioso, no? -dijo ella.
– Quiero decir, es increíble -dijo Liam-. En realidad, es más que increíble. Es estadísticamente inverosímil.
Maureen lo miró, recordando que Elizabeth dijo que Toner quería hablar con Ann, los cortes detrás de las rodillas de Ann, y Moe, que recordaba perfectamente el nombre de Leslie y dónde trabajaba y que denunció la desaparición de su hermana borracha un día después de que se fuera.
– Zorra -dijo.
– ¿Quién?
– La zorra mentirosa.
Liam miró encima de su hombro.
– ¿De quién hablas?
– Venga, acábatelo -dijo ella, de repente, cogiendo el plato de Liam.
– ¿Por qué? -dijo él, quitándole el plato.
– Porque quiero que me lleves al aeropuerto.
46. Las dos bien jodidas
El avión despegó del aeropuerto de Glasgow, haciendo que Maureen se hundiera en su asiento. Un niño que había en la fila de delante se puso nervioso y se desabrochó el cinturón, se puso de pie encima del asiento y gritó de felicidad. La madre, histérica, lo agarró de la pierna y lo sentó, moviendo la cabeza para pedir disculpas a la azafata que iba hacia ellos por el pasillo dispuesta a acabar con la alegría aérea del niño.
Al cabo de pocos minutos estaban pestañeando por la luz resplandeciente del sol y mirando por las ventanillas el paisaje blanco que tenían debajo. El vuelo duró una hora y diez minutos pero se les hizo mucho más corto. Las azafatas empezaron a repartir bebidas y frutos secos, a continuación distribuyeron una frugal comida y terminaron con los cafés y tés. Para cuando los pasajeros habían dejado de quejarse de que su vecino tenía algo en la bandeja que ellos no tenían, el avión ya había empezado a descender. El piloto realizó un aterrizaje rápido y el avión se detuvo. Los pasajeros se levantaron, invadiendo los pasillos y estirando las doloridas rodillas después de tenerlas pegadas al asiento de delante durante más de una hora, y esperaron para poder salir. En el exterior, estaba cayendo una lluvia muy fina.
Cuando pisó la moqueta de Heathrow, a Maureen se le ocurrió que la mujer del mostrador podía estar ahí, en algún sitio, esperándola para mandarla a la mierda. Caminó con la cabeza baja y se dirigió a toda prisa al tren del aeropuerto. Aquel día, la amplia plataforma plateada estaba más tranquila y el tren estaba en la vía. Se subió y se sentó, cerró los ojos para aliviar el dolor de cuello. Vio la torre de Ruchill ardiendo por encima del hombro de Inness y fue todo el camino hasta Londres con una sonrisa en la boca, sintiéndose como Kilty en el bufete de abogados.
El tren entró en la estación de Paddington y los sonidos y el olor de la ciudad la hicieron volver a la realidad. Mientras iba a la estación de metro se le metió en la cabeza la descabellada idea de que la ciudad le había tendido una trampa para hacerla volver y que esta vez no lograría escapar. Sin embargo, nadie le había tendido ninguna trampa. Sabía que estaba en lo cierto. Estaba segura.
Cogió un taxi en la estación de Victoria. Nadie debía verla por Brixton, ahora no, y durante el trayecto tuvo tiempo de pensar qué iba a decir. Se echó el pelo hacia atrás y se lo recogió en una cola baja para evitar que la reconocieran fácilmente.
En Dumbarton Court se oían los ecos de los niños jugando antes de la hora del té. Había un grupo de adolescentes sentados en la puerta del edificio, dando patadas a las piedras del suelo y haciéndose los interesantes. Había un par de chicos jugando a fútbol contra una pared. Maureen pasó por delante de ellos y se fue directa al piso de Moe, subiendo la escalera de dos en dos, con el corazón agotado latiendo a mil por hora cuando llegó frente a la puerta. Esperó hasta que hubo recuperado el aliento y golpeó suavemente la puerta, intentando sonar como una visita informal. Se giró, cabizbaja para que Moe sólo pudiera verle la nuca por la mirilla. La puerta crujió mientras se abría un poco y Moe le dijo:
– ¿Hola?
Maureen se giró deprisa y metió el pie en el espacio entre la puerta y el marco.
– Moe, déjame entrar, tengo que hablar contigo, Toner lo sabe.
Adivinaba por la expresión de los ojos de Moe que lo que quería era cerrarle la puerta en la cara, apretarle el pie tan fuerte que no pudiera aguantar el dolor, pero los remordimientos no le dejaban hacerlo.
– ¿De qué estás hablando? -dijo Moe.
– Está en peligro.
Moe echó un vistazo al rellano. Dejó entrar a Maureen, cerró la puerta y volvió a mirar por la mirilla, asegurándose que Maureen había ido sola. Se giró y frunció la boca, tocándose los labios con la mano.
– ¿Qué pasa? Creí que estabas de parte de Jimmy.
– Maldita zorra mentirosa -dijo ella-. Lo iban a meter en la cárcel y los niños se hubieran quedado con los asistentes sociales para siempre. ¿No te importa en absoluto lo que les suceda a ellos?
Moe tenía los ojos húmedos y cristalinos.
– Lágrimas, otra vez, no, por favor. ¡Tuviste una oportunidad! -Maureen gritaba, tan alto como le permitía la garganta, y observó que Moe parpadeaba, mirando hacia el techo. Puede que algún amable vecino oyera los gritos y bajara a ayudar a la pobre señora Akitza-. Tuviste una oportunidad, joder -repitió, más tranquila.
Moe retrocedió y miró a Maureen de arriba abajo.
– ¿Y a ti qué coño te importa todo esto? -dijo.
– ¿Dónde está?
Moe se cruzó de brazos.
– No sé de qué me hablas.
– ¿En el West Country?
Moe se estremeció.
– Por el amor de Dios -dijo Maureen-, es el lugar más obvio para esconderse, lejos de Londres y de Glasgow. Hay mucho tráfico de drogas allí abajo. El West Country está empezando en este negocio.
– ¿Y adonde más podía ir?
– A otro sitio, no sé, cualquier otro lugar.
El recibidor estaba muy oscuro, la luz que entraba por la ventana del salón apenas iluminaba la penumbra.
– Si dices algo, matarán a los niños -dijo Moe, mirando a Maureen, defendiéndose.
– ¿De quién fue la idea?
Moe movió un pie, observándolo mientras tocaba una arruga en la alfombra. Se lo estaba pensando. Calculaba qué perdería si hablaba. Maureen la miró, con la lengua contra la mejilla, recorriendo los límites del corte.
– ¿Fue tuya, verdad? -dijo-. Y Tam estuvo de acuerdo en seguir adelante con la farsa. ¿Le pagaste o te lo estás tirando?
Moe, de repente, se volvió una mujer tímida.
– Soy una mujer casada -dijo.
– Sí, con el hombre invisible -dijo Maureen-. El señor Akitza se fue hace mucho tiempo, ¿no?
Moe cambió el peso de pierna, incómoda.
– Tú le diste el número de mi busca a Tam, ¿no es cierto? Y le dijiste que yo tenía la Polaroid. ¿También iba a matarme a mí?
– Es mi hermana pequeña -murmuró-. No podía abandonarla. Es mi herma na.
– ¿Quién era?
– ¿La chica que murió?
– Sí. La yonqui.
Moe se encogió de hombros.
– Alguien.
– Y le cortasteis las piernas y le quemasteis los pies y las manos para esconder las marcas de los pinchazos porque todos sabían que Ann sólo era una borracha.