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– ¿Por qué haría algo semejante? -preguntó Myron-. ¿Por qué querría arruinar su posibilidad de vencer?

Myron podía oírle respirar.

– Llevo veintitrés años buscando la respuesta a esa pregunta -contestó al fin Jack con voz ronca.

6

Myron llamó a Esperanza para darle el nombre de Lloyd Rennart. Quizá no le costara demasiado localizarlo. Una vez más, la tecnología moderna simplificaría las cosas. Cualquiera que dispusiese de un módem podía teclear la dirección www.switchboard.com, una página web que era como quien dice el directorio telefónico del país entero. Si aquella página no daba resultado, había otras. En principio no tenía por qué llevar mucho tiempo, siempre y cuando Lloyd Rennart perteneciera todavía al mundo de los vivos. En caso contrario…, bueno, también había páginas web para eso.

– ¿Se lo has dicho a Win? -preguntó Esperanza.

– Sí.

– ¿Cómo ha reaccionado?

– No piensa colaborar.

– No me sorprende.

– A mí tampoco.

– Tú no trabajas bien a solas, Myron -dijo Esperanza.

– No te preocupes -la tranquilizó él-. ¿Ansiosa por la graduación?

Esperanza había asistido durante seis años a las clases nocturnas de la facultad de derecho de la Universidad de Nueva York. Se graduaba el lunes siguiente.

– Seguramente no iré.

– ¿Porqué?

– No me gustan las ceremonias -pretextó.

El único pariente próximo de Esperanza, su madre, había fallecido pocos meses antes. Myron sospechaba que la decisión de Esperanza tenía más que ver con esa muerte que con la aversión a las ceremonias.

– Vaya, pues yo pienso ir -dijo Myron-. Me sentaré en primera fila. No quiero perder detalle.

Se produjo un silencio.

– Ahora viene la parte en que ahogo el llanto porque le importo a alguien, ¿no es eso? -dijo al cabo Esperanza.

Myron negó con la cabeza.

– Olvida lo que te he dicho.

– No, en serio. ¿Qué se supone que debería hacer? ¿Derrumbarme entre sollozos o limitarme a sorber un poco? O todavía mejor, podría ponerme sólo un poco lacrimosa, como Michael Landon en La casa de la pradera.

– Eres insoportable.

– Sólo cuando te pones condescendiente.

– No me pongo condescendiente. Me importas. Denúnciame si quieres.

– Da igual -dijo ella.

– ¿Algún recado?

– Un millón, aproximadamente, pero nada que no pueda solucionar yo misma de aquí al lunes -respondió Esperanza-. Ah, una cosa.

– ¿Qué?

– La zorra me ha invitado a almorzar.

«La zorra» era Jessica, de quien Myron estaba locamente enamorado. Lo que ocurría era que a Esperanza no le caía bien Jessica. Muchos eran los que daban por sentado que se trataba de una cuestión de celos, de una especie de atracción latente entre Esperanza y Myron. Pero no era así. Para empezar, a Esperanza le gustaba gozar de, digamos, cierta flexibilidad en su vida amorosa. Durante un tiempo había estado saliendo con un muchacho llamado Max, luego con una mujer llamada Lucy y en ese momento estaba saliendo con otra llamada Hester.

– ¿Cuántas veces te he pedido que no la llames así? -preguntó Myron.

– He perdido la cuenta.

– ¿Y vas a ir?

– Es probable -respondió ella-. Al fin y al cabo, es una comida gratis. Aunque tenga que mirarla a la cara.

Colgaron. Myron sonrió. Estaba un poco sorprendido. Si bien Jessica no correspondía a la animosidad de Esperanza, una cita para almorzar con la intención de poner punto final a la guerra fría que existía entre ambas no era algo que Myron hubiese esperado. Quizás, ahora que vivían juntos, Jess consideraba que había llegado el momento de ofrecer un ramo de olivo. Qué diablos. Myron marcó el número de Jessica.

Respondió el contestador. Oyó su voz. Cuando sonó la señal, dijo:

– ¿Jess? Contesta.

Lo hizo.

– Dios mío, ojalá estuvieras aquí ahora mismo. -Jessica sabía cómo comenzar una conversación.

– Vaya. -Myron podía verla tumbada en el sofá, con el cable del teléfono enroscado entre los dedos-. ¿Y eso?

– Estoy a punto de tomarme un respiro de diez minutos.

– ¿Diez minutos enteros?

– Sí.

– ¿Y deseas un poco de estimulación erótica?

Ella rió.

– ¿Estás cachondo? -preguntó.

– Lo estaré si continúas hablando de ello…

– Quizá deberíamos cambiar de tema -concedió ella.

Pocos meses atrás Myron se había mudado al apartamento de Jessica en el Soho. Para la mayoría de la gente aquello habría supuesto un cambio bastante drástico (mudarse desde un barrio residencial de Nueva Jersey a una de las zonas con más prestigio de Nueva York, iniciar la convivencia con una mujer a la que se ama, etcétera), pero para Myron semejante cambio tenía que ver con un paso definitivo de la pubertad a la adultez. Había vivido toda la vida con sus padres en la típica localidad suburbana de Livingston, Nueva Jersey. Toda la vida. Desde que nació hasta los seis años en el dormitorio de arriba, a la derecha. De los seis a los trece en el dormitorio de la izquierda, también arriba. De los trece a los treinta y pico en el sótano.

Después de tanto tiempo, los lazos familiares eran como abrazaderas de acero.

– Me he enterado de que has invitado a Esperanza a almorzar -dijo.

– Así es.

– ¿A qué se debe?

– A nada.

– ¿A nada?

– Me cae bien. Me apetece salir con ella a almorzar. No seas entrometido.

– Supongo que sabes que te detesta.

– Puedo soportarlo -repuso Jessica-. Dime, ¿qué tal el torneo de golf?

– De lo más raro -respondió él.

– ¿Y eso?

– Es una historia demasiado larga para que te la cuente ahora, bombón. ¿Puedo llamarte más tarde?

– Claro. -Contestó ella, y el cabo de una pausa agregó-: ¿Me has llamado bombón?

Después de colgar, Myron frunció el entrecejo. Algo no iba bien. Él y Jessica nunca habían estado tan unidos, su relación nunca había sido tan sólida. Vivir juntos había sido una decisión acertada y, en última instancia, les había servido para exorcizar muchos de sus demonios del pasado. Se amaban, tenían en cuenta los sentimientos y necesidades del otro y casi nunca discutían.

Entonces, ¿por qué Myron se sentía como si estuviesen en el borde de un abismo insondable?

Apartó de su mente aquellos pensamientos, que no eran sino fruto de una imaginación sobreexcitada. Que un barco navegara por aguas tranquilas, conjeturó, no significaba forzosamente que se dirigiese derecho hacia un iceberg.

Caramba, ¡qué profundo!

Cuando regresó a la mesa, Tad Crispin estaba bebiendo té helado. Win hizo las presentaciones. Crispin iba vestido de amarillo; es decir, con toda la gama de amarillos. Todo en él era amarillo, hasta sus zapatos de golf. Myron tuvo que reprimir una mueca.

Como si estuviera leyéndole la mente, Norm Zuckerman dijo:

– Ésta no es nuestra línea.

– Me alegra oírlo -dijo Myron.

Tad Crispin se puso en pie.

– Encantado de conocerlo, señor.

Myron le dedicó una sonrisa abierta.

– Es un verdadero honor, Tad.

Su voz destilaba la sinceridad de, pongamos por caso, el dependiente de una tienda de electrodomésticos. Ambos se estrecharon la mano. Myron no dejó de sonreír. Crispin empezó a mostrarse precavido.

Zuckerman señaló con el pulgar a Myron y se inclinó hacia Win.

– ¿Siempre es tan meloso?

Win asintió con la cabeza.

– Tendrías que verlo tratar con mujeres.

Todos se sentaron.

– No puedo quedarme mucho rato -anunció Crispin.

– Lo comprendemos, Tad -dijo Zuckerman-. Estás cansado, tienes que concentrarte para mañana. Ve y duerme un poco.