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– No puedo.

Win descruzó los brazos.

– ¿Harías una cosa por mí? -preguntó-. Sólo quiero saber si estoy perdiendo el tiempo o no.

Win permaneció inmóvil.

– ¿Recuerdas que te he contado que Chad utilizó su tarjeta bancaria?

– Sí.

– Consígueme la cinta de la cámara de seguridad del cajero automático -dijo-. Así tal vez descubra que todo esto no es más que una broma de mal gusto que nos está gastando Chad.

Win se encaminó hacia el porche.

– Te veré en la casa esta noche.

8

Myron aparcó en el centro comercial y consultó la hora en su reloj de pulsera. Las ocho menos cuarto. Había sido un día muy largo y aún era relativamente temprano. Entró por la puerta que daba acceso a la cadena Macy's y de inmediato encontró uno de esos grandes planos de situación que suele haber en los centros comerciales. Los teléfonos públicos venían indicados en azul. Había once en totaclass="underline" dos en la entrada sur de la planta baja, otros dos en la entrada norte de la planta superior y siete en la zona de restaurantes.

Los centros comerciales son el gran rasero geográfico de América. Entre las relucientes tiendas en franquicia y bajo los techos excesivamente iluminados, Kansas es igual que California y Nueva Jersey igual que Nevada. No existe otro lugar que sea más genuinamente americano. A veces pueden constatarse pequeñas diferencias entre las tiendas del interior, pero no demasiadas. Athlete's Foot o Foot Locker, Rite Aid o CVS, Williams-Sonoma o Pottery Barn, The Gap, Banana Republic u Old Navy (las tres, casualmente, propiedad de la misma sociedad), Waldenbooks o B Dalton, unas pocas zapaterías anónimas, un Radio Shack, un Victoria's Secret, una galería de arte con obras de Gorman, McKnight y Behrens, algunas tiendas de regalos y un par de tiendas de discos; todo ello apiñado alrededor de un enorme vestíbulo repleto de cromados lustrosos con fuentes de oropel, mármoles exagerados, esculturas horribles, un puesto de información sin informadores y helechos artificiales.

Frente a una tienda de instrumentos eléctricos de teclado, un dependiente con traje azul marino y sombrero de paja tocaba Muskrat love al órgano. Myron tuvo la tentación de preguntarle dónde estaba Tenille, pero se contuvo. Demasiado evidente. Tiendas de órganos en centros comerciales… ¿A quién se le ocurriría ir a un centro comercial a comprar un órgano?

Pasó a toda prisa por delante de Limited o de Unlimited o de Severely Challenged o de algo por el estilo. Luego frente a Jeans Plus o Jeans Minus o Shirts Only o Pants Only o Tank Top City, daba igual, pues todas tenían un aspecto muy semejante. En todas trabajaban montones de adolescentes enjutos y con cara de aburridos que ordenaban los estantes con el entusiasmo de un eunuco en una orgía.

Había montones de chavales en edad de instituto que se habían dejado caer por ahí para matar el rato. Su aspecto irradiaba un bienestar superlativo. Aun a riesgo de parecer un racista a la inversa, tenía la sensación de que todos los chicos blancos eran iguales. Pantalones cortos holgados, camisetas blancas, zapatillas de baloncesto negras de cien dólares sin abrochar, gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Flacos. Desgarbados. Larguiruchos. Pálidos como un retrato de Goya, incluso en verano. Sus ojos, de mirada huidiza, reflejaban cierto temor y desazón.

Pasó ante una peluquería llamada Snip Away que parecía más una clínica especializada en vasectomías. Los esteticistas eran o bien chicas que en otro tiempo frecuentaban el centro comercial, o bien tipos que decían llamarse Mario y cuyos padres eran granjeros del Medio Oeste. Había dos clientes sentados junto al escaparate, la una haciéndose la permanente, el otro decolorándose el pelo. ¿A quién podía gustarle aquello? ¿Quién deseaba sentarse en un escaparate para que el mundo entero viera cómo le arreglaban el pelo?

Subió por una escalera mecánica que arrancaba más allá de un jardín de plantas de plástico, en dirección a la joya de la corona del centro comerciaclass="underline" la zona de restaurantes. Estaba bastante vacía, pues el turno de cenas había terminado hacía rato. Las zonas de restaurantes constituían el último bastión del gran crisol americano. Un italiano, un chino, un japonés, un mexicano, un libanés (o griego), una tienda de delicatessen, un puesto de pollos asados, un establecimiento de comida rápida del tipo McDonald's (que era el que más público congregaba), una heladería y luego algún que otro establecimiento exótico cuyos dueños soñaban con establecer su propia franquicia y convertirse en el próximo Ray Kroc. Ethiopian Ecstasy. Sven's Swedish Meatballs. Curry Up and Eat.

Myron comprobó los números de los siete teléfonos públicos. Estaban todos borrados o tachados, lo cual no era en absoluto sorprendente si se tenía en cuenta los malos tratos de que eran objeto. Sin embargo, no se trataba de un problema irresoluble. Sacó su teléfono móvil y marcó el número que había registrado el identificador de llamadas. Uno de los teléfonos empezó a sonar de inmediato.

El del extremo de la derecha. Myron lo descolgó para asegurarse.

– ¿Diga?

Oyó claramente su voz en su móvil. Entonces se dijo a sí mismo:

– Hola, Myron. Me alegra oírte, colega.

Resolvió dejar de hablar consigo mismo. La noche era aún demasiado joven para hacer el tonto de aquella forma.

Colgó el auricular y echó un vistazo alrededor. Un grupo de chicas ocupaba una mesa cercana. Estaban sentadas muy juntas, buscando protección como los coyotes durante la temporada de apareamiento.

De los puestos de comida, Sven's Swedish Meatballs era el que tenía la mejor vista del teléfono. Myron se acercó al local. Había dos hombres despachando. Ambos tenían el pelo oscuro, la piel morena y un bigote parecido al de Saddam Hussein. En la insignia de uno de ellos podía leerse «Mustafa». En la del otro, «Ahmed».

– ¿Quién de ustedes es Sven? -preguntó.

Lo miraron muy serios.

Myron les hizo algunas preguntas acerca del teléfono. Mustafa y Ahmed no fueron de gran ayuda. Mustafa le espetó que trabajaba para ganarse la vida y que no se dedicaba a vigilar teléfonos. Ahmed gesticuló y lo maldijo en una lengua extranjera.

– No soy un gran lingüista -dijo Myron-, pero eso no me ha sonado a sueco.

Le lanzaron miradas mortíferas.

– Hasta luego. Se lo pienso decir a todos mis amigos.

Myron se volvió hacia la mesa a la que estaban sentadas las mujeres. De inmediato apartaron la mirada. Se encaminó hacia ellas. Vigilaban sus movimientos con el rabillo del ojo. Oyó que susurraban:

– ¡Oh, Dios mío! ¡Viene hacia aquí!

Se detuvo junto a la mesa. Eran cuatro. O tal vez cinco, o puede que seis. Resultaba difícil adivinar el número exacto. Estaban entremezcladas formando una sola mata confusa de pelo, pintalabios oscuro, uñas largas al estilo Fu-Manchú, pendientes, narices con aretes, humo de cigarrillos, tops muy ceñidos, vientres desnudos y globos de chicle.

La que estaba sentada en el centro fue la primera en levantar la vista. Llevaba el pelo como Elsa Lancaster en La novia de Frankenstein y en torno al cuello un collar tachonado de perro. Las demás siguieron su ejemplo.

– Vaya, hola -dijo Elsa.

Myron probó con una sonrisa tipo Harrison Ford en A propósito de Henry.

– ¿Os importa que os haga unas preguntitas?

Las chicas se miraron entre sí. Dejaron escapar alguna que otra risilla nerviosa. Myron advirtió que se estaba ruborizando, aunque no tenía demasiado claro el porqué. Las chicas intercambiaron codazos. Ninguna respondía. Myron continuó.

– ¿Cuánto tiempo lleváis sentadas aquí?

– ¿Qué es, una especie de encuesta?

– No -respondió Myron.

– Mejor. Esas encuestas son un rollo.

– ¿Tienes idea de cuánto rato lleváis aquí? -insistió Myron.

– Qué va. Amber, ¿te acuerdas tú?

– Bueno, hemos ido a The Gap a las cuatro.

– Exacto. The Gap. Están de rebajas.

– Por cierto, Trish, me encanta la blusa que te has comprado.

– ¿No es como total, Mindy?

– Alucinante.

– Ahora son casi las ocho -dijo Myron-. ¿Habéis estado aquí durante la última hora?

– Este lugar es como nuestra segunda casa.

– Nadie más se sienta aquí.

– Menos una vez que unos tarados nos lo quisieron quitar.

– Muy mal rollo, sí.

Se callaron y miraron a Myron, quien se figuró que la respuesta a su pregunta anterior era que sí, de modo que siguió desbrozando el terreno.

– ¿Habéis visto si alguien utilizaba ese teléfono de ahí?

– ¿Eres poli?

– Como si lo fuera.

– A que no.

– A que sí.

– Eres demasiado guapo para ser poli.

– Ya, como si Johnny Depp no fuese guapo.

– Eso es en la tele, idiota. Y esto es la vida real. Los polis no son guapos en la vida real.

– Ya, o sea, como que Brad no te parece guapo, ¿no? Es tu novio, ¿te acuerdas?

– Como si no lo fuera. Además, no es poli. Alquila uniformes en Florsheim, o algo así.

– Pero está buenísimo.

– Total.

– Ultra cachas.

– Va detrás de Shari.

– ¿De Shari?

– Odio a esa tía.

– Yo también.

– Y yo.

– No soy policía -dijo Myron.

– ¿Qué os he dicho?

– Ya.

– Pero se trata de algo muy importante -prosiguió Myron-. Es un caso de vida o muerte. Necesito saber si alguna de vosotras recuerda haber visto a alguien utilizar ese teléfono, el del extremo de la derecha, hace unos tres cuartos de hora.

La que se llamaba Amber empujó la silla hacia atrás.

– ¡Apartaos, voy a arrojar la primera papilla!

– Como el Nazi Sarnoso.

– Era un tarado.

– Tarado total.

– Total.

– ¡Le guiñó un ojo a Amber!

– ¡Mentira!

– ¡Para mearse!

– Apuesto a que la cerda de Shari se la habría mamado.

– Como mínimo.

Risillas nerviosas.

– ¿Habéis visto a alguien? -dijo Myron.

– Al carapalo.

– Grunge total.

– Era como, oye, ¿te has lavado el pelo alguna vez?

– Como, oye, ¿te compras la colonia en la gasolinera del pueblo?

Más risillas maliciosas.

– ¿Me lo podéis describir? -preguntó Myron.

– Tejanos de mercadillo.

– Botas de currante. Definitivamente, no eran Timberland.

– Era como una especie de cabeza rapada de pega… ¿lo captas?

– ¿Un cabeza rapada de pega? -repitió Myron.

– Como con la cabeza afeitada. Barba de tres días. Y esa cosa tatuada en el brazo.

– ¿Esa cosa? -inquirió Myron.

– Ya sabes, esa especie de cruz rara, como antigua. -Trazó una especie de dibujo en el aire con el dedo.

– ¿Te refieres a una esvástica? -aventuró Myron.

– Lo que sea. ¿Tengo pinta de profesora de historia?

– ¿Como qué edad tenía?

Había dicho «como». Si permanecía allí por más tiempo, terminaría por perforarse alguna parte del cuerpo.

– Viejo.

– Como de asilo.

– Veinte, como mínimo.

– ¿Altura? -preguntó Myron-. ¿Peso?

– Metro ochenta.

– Sí, como metro ochenta.

– Esquelético.

– Mucho.

– Como sin culo.

– Nada.

– ¿Iba alguien con él? -preguntó Myron.

– Ni hablar.

– ¿Quién iría con un colgado como ése?

– Estuvo solo pegado al teléfono como media hora.

– Le gustaba Mindy.

– ¡Mentira!

– Un momento -dijo Myron-. ¿Estuvo ahí media hora?

– No tanto.

– Una eternidad.

– Un cuarto de hora. Amber es una exagerada.

– Que te jodan, Trish.

– ¿Algo más? -preguntó Myron.

– El busca.

– Eso, el busca. Como si alguien fuera a llamar a ese pringado.

– Lo puso contra el teléfono.

Probablemente, pensó Myron, no se trataba de un busca, sino de una micrograbadora. Aquello explicaría el chillido. O un modulador de voz. Venían en cajas pequeñas.

Dio las gracias a las chicas y repartió tarjetas con el número de su teléfono móvil. Una de las chicas incluso la leyó. Hizo una mueca.

– ¿De verdad te llamas Myron Bolitar?

– Sí.

Todas se callaron y lo miraron.

– Ya sé, ya sé -dijo Myron-. Como increíble.

Iba de regreso hacia el coche cuando lo asaltó un pensamiento. El secuestrador del teléfono había mencionado a la «zorra china». De un modo u otro se había enterado de la llegada de Esme Fong a la casa. La cuestión era: ¿cómo?

Cabían dos posibilidades. La primera, que hubiese un micrófono oculto en la casa.

Era improbable. Si en la residencia Coldren hubiese micrófonos ocultos o algún otro dispositivo de vigilancia electrónica, el secuestrador también se habría enterado de la participación de Myron en el asunto.

La segunda, que uno de ellos montara guardia en la casa.

Aquello parecía lo más lógico. Myron reflexionó unos instantes. Si aproximadamente una hora antes había alguien vigilando la casa, era justo suponer que todavía seguiría allí, escondido entre los arbustos, encaramado a un árbol o donde fuese. Si Myron conseguía localizarlo y seguirlo subrepticiamente, quizá lo condujese hasta Chad Coldren.

¿Valía la pena correr el riesgo?

Como que totalmente.