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– No -respondió Myron.

– Mejor. Esas encuestas son un rollo.

– ¿Tienes idea de cuánto rato lleváis aquí? -insistió Myron.

– Qué va. Amber, ¿te acuerdas tú?

– Bueno, hemos ido a The Gap a las cuatro.

– Exacto. The Gap. Están de rebajas.

– Por cierto, Trish, me encanta la blusa que te has comprado.

– ¿No es como total, Mindy?

– Alucinante.

– Ahora son casi las ocho -dijo Myron-. ¿Habéis estado aquí durante la última hora?

– Este lugar es como nuestra segunda casa.

– Nadie más se sienta aquí.

– Menos una vez que unos tarados nos lo quisieron quitar.

– Muy mal rollo, sí.

Se callaron y miraron a Myron, quien se figuró que la respuesta a su pregunta anterior era que sí, de modo que siguió desbrozando el terreno.

– ¿Habéis visto si alguien utilizaba ese teléfono de ahí?

– ¿Eres poli?

– Como si lo fuera.

– A que no.

– A que sí.

– Eres demasiado guapo para ser poli.

– Ya, como si Johnny Depp no fuese guapo.

– Eso es en la tele, idiota. Y esto es la vida real. Los polis no son guapos en la vida real.

– Ya, o sea, como que Brad no te parece guapo, ¿no? Es tu novio, ¿te acuerdas?

– Como si no lo fuera. Además, no es poli. Alquila uniformes en Florsheim, o algo así.

– Pero está buenísimo.

– Total.

– Ultra cachas.

– Va detrás de Shari.

– ¿De Shari?

– Odio a esa tía.

– Yo también.

– Y yo.

– No soy policía -dijo Myron.

– ¿Qué os he dicho?

– Ya.

– Pero se trata de algo muy importante -prosiguió Myron-. Es un caso de vida o muerte. Necesito saber si alguna de vosotras recuerda haber visto a alguien utilizar ese teléfono, el del extremo de la derecha, hace unos tres cuartos de hora.

La que se llamaba Amber empujó la silla hacia atrás.

– ¡Apartaos, voy a arrojar la primera papilla!

– Como el Nazi Sarnoso.

– Era un tarado.

– Tarado total.

– Total.

– ¡Le guiñó un ojo a Amber!

– ¡Mentira!

– ¡Para mearse!

– Apuesto a que la cerda de Shari se la habría mamado.

– Como mínimo.

Risillas nerviosas.

– ¿Habéis visto a alguien? -dijo Myron.

– Al carapalo.

– Grunge total.

– Era como, oye, ¿te has lavado el pelo alguna vez?

– Como, oye, ¿te compras la colonia en la gasolinera del pueblo?

Más risillas maliciosas.

– ¿Me lo podéis describir? -preguntó Myron.

– Tejanos de mercadillo.

– Botas de currante. Definitivamente, no eran Timberland.

– Era como una especie de cabeza rapada de pega… ¿lo captas?

– ¿Un cabeza rapada de pega? -repitió Myron.

– Como con la cabeza afeitada. Barba de tres días. Y esa cosa tatuada en el brazo.

– ¿Esa cosa? -inquirió Myron.

– Ya sabes, esa especie de cruz rara, como antigua. -Trazó una especie de dibujo en el aire con el dedo.

– ¿Te refieres a una esvástica? -aventuró Myron.

– Lo que sea. ¿Tengo pinta de profesora de historia?

– ¿Como qué edad tenía?

Había dicho «como». Si permanecía allí por más tiempo, terminaría por perforarse alguna parte del cuerpo.

– Viejo.

– Como de asilo.

– Veinte, como mínimo.

– ¿Altura? -preguntó Myron-. ¿Peso?

– Metro ochenta.

– Sí, como metro ochenta.

– Esquelético.

– Mucho.

– Como sin culo.

– Nada.

– ¿Iba alguien con él? -preguntó Myron.

– Ni hablar.

– ¿Quién iría con un colgado como ése?

– Estuvo solo pegado al teléfono como media hora.

– Le gustaba Mindy.

– ¡Mentira!

– Un momento -dijo Myron-. ¿Estuvo ahí media hora?

– No tanto.

– Una eternidad.

– Un cuarto de hora. Amber es una exagerada.

– Que te jodan, Trish.

– ¿Algo más? -preguntó Myron.

– El busca.

– Eso, el busca. Como si alguien fuera a llamar a ese pringado.

– Lo puso contra el teléfono.

Probablemente, pensó Myron, no se trataba de un busca, sino de una micrograbadora. Aquello explicaría el chillido. O un modulador de voz. Venían en cajas pequeñas.

Dio las gracias a las chicas y repartió tarjetas con el número de su teléfono móvil. Una de las chicas incluso la leyó. Hizo una mueca.

– ¿De verdad te llamas Myron Bolitar?

– Sí.

Todas se callaron y lo miraron.

– Ya sé, ya sé -dijo Myron-. Como increíble.

Iba de regreso hacia el coche cuando lo asaltó un pensamiento. El secuestrador del teléfono había mencionado a la «zorra china». De un modo u otro se había enterado de la llegada de Esme Fong a la casa. La cuestión era: ¿cómo?

Cabían dos posibilidades. La primera, que hubiese un micrófono oculto en la casa.

Era improbable. Si en la residencia Coldren hubiese micrófonos ocultos o algún otro dispositivo de vigilancia electrónica, el secuestrador también se habría enterado de la participación de Myron en el asunto.

La segunda, que uno de ellos montara guardia en la casa.

Aquello parecía lo más lógico. Myron reflexionó unos instantes. Si aproximadamente una hora antes había alguien vigilando la casa, era justo suponer que todavía seguiría allí, escondido entre los arbustos, encaramado a un árbol o donde fuese. Si Myron conseguía localizarlo y seguirlo subrepticiamente, quizá lo condujese hasta Chad Coldren.

¿Valía la pena correr el riesgo?

Como que totalmente.

9

Las diez en punto.

Myron volvió a dar el nombre de Win y entró en el recinto del Merion. Buscó el Jaguar de Win, pero no estaba a la vista. Aparcó y comprobó que no había guardas. Todos estaban apostados en la entrada principal. Aquello facilitaba las cosas.

Cruzó de un salto la cuerda blanca que delimitaba el campo de golf y comenzó a atravesarlo. Ya era de noche, pero las luces de las casas que había a los lados del camino permitían avanzar sin problemas. Pese a su fama, el campo del Merion era diminuto. Desde el aparcamiento hasta Golf Course Road, a través de dos calles, había menos de cien metros.

La humedad flotaba en el aire y Myron no tardó en notar la camisa pegajosa. El canto de los grillos era tan monótono como un disco de Mariah Carey, aunque menos irritante. La hierba le hacía cosquillas en los tobillos.

A pesar de su natural aversión al golf, Myron se sentía como si aquel lugar fuese una especie de tierra sagrada y él estuviera cometiendo un sacrilegio al pisarla. Los fantasmas poblaban la noche, tal como ocurría en cualquier lugar que hubiese dado pie a una leyenda. Myron recordó la vez en que había estado a solas en el estadio de los Celtics de Boston. Fue una semana después de que éstos le ficharan tras la primera ronda de la selección para la NBA. Clip Arnstein, el mítico presidente de los Celtics, lo había presentado a la prensa aquel mismo día. Lo pasó en grande. Entre risas y bromas, los periodistas le dijeron de Myron que sería el próximo Larry Bird. Aquella noche, a solas en la famosa pista del Boston Carden, tuvo la vivida impresión de que las banderas que conmemoraban los campeonatos obtenidos por el club comenzaban a ondear en el aire inmóvil, dándole la bienvenida y susurrándole historias del pasado y promesas del porvenir.

Myron no llegó a jugar un solo partido en aquella pista.

Aminoró el paso al llegar a Golf House Road y saltó la cuerda blanca. Entonces se agachó detrás de un árbol. Aquello no iba a ser fácil. Ahora bien, tampoco le resultaría sencillo a su presa. En los vecindarios como aquél cualquier cosa sospechosa se detectaba enseguida. Por ejemplo, un automóvil estacionado donde no correspondía. Por eso Myron había dejado su coche en el aparcamiento del Merion. ¿Habría hecho lo mismo el secuestrador? ¿Tendría el coche en la calle? ¿Lo habría acompañado alguien hasta allí?