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Eslogan: «MB SportsReps: los demás son mariquitas rojos.»

Mientras el anciano intentaba abrirse paso entre el gentío para que Myron pudiera avanzar, varios hombres con chaquetas de esport de color verde, otro atuendo que suele lucirse en los campos de golf, quizá para confundirse con la hierba, lo saludaron en voz baja con frases como «Qué tal, Bucky», o «Qué bien se te ve, Buckster» o «Buen día para el golf, Buckaroo». Todos ellos tenían acento de ricos repipis, con esa inflexión gangosa que prefiere «mami» a «mamá» y para la que tanto verano como invierno son sinónimos de vacaciones. Myron estuvo a punto de criticar que llamaran Bucky a un hombre hecho y derecho, pero cuando uno se llama Myron…, ya se sabe, más vale no arrojar piedras contra el propio tejado.

Como en cualquier otro acontecimiento deportivo del mundo libre, la zona de juego parecía más una cartelera gigante que un campo de competición. El marcador principal lo patrocinaba IBM. Canon repartía periscopios. Empleados de American Airlines despachaban en los puestos de comida (unas líneas aéreas manipulando alimentos, ¿a qué lumbrera se le habría ocurrido?). El village estaba atestado de empresas que aflojaban más de cien mil dólares por cabeza para plantar una tienda de campaña por unos días, con la finalidad principal de proporcionar a sus ejecutivos una excusa para acudir al torneo. Travelers Group, Mass Mutual, Aetna (a los golfistas deben de gustarles los seguros), Canon, Heublein. Heublein. ¿Qué diablos era Heublein? Parecía una buena empresa. Myron probablemente hubiese comprado un Heublein de haber sabido lo que era.

Lo curioso del caso era que, de hecho, el Open de Estados Unidos estaba menos comercializado que la mayor parte de los torneos. Al menos todavía no habían vendido el nombre, como otros torneos, que adoptaban el de sus patrocinadores con resultados un tanto ridículos. ¿Quién podría aspirar a ganar el JC Penney Open, o el Michelob Open, o siquiera el Wendy's Three-Tour Challenge?

El anciano lo condujo hasta un aparcamiento reservado. Mercedes, Cadillac, limusinas. Myron reconoció el Jaguar de Win. La Asociación de Golf de Estados Unidos había colocado hacía poco un cartel en el que podía leerse: APARCAMIENTO SÓLO PARA SOCIOS.

– Usted es socio del Merion -afirmó Myron, siempre tan intuitivo.

El anciano transformó su gesto característico de torcer el cuello en una especie de asentimiento.

– Mi familia se remonta a los orígenes del club -explicó, exagerando su acento esnob-. Igual que la de su amigo Win.

Myron se detuvo y miró al anciano.

– ¿Conoce a Win?

El anciano esbozó algo parecido a una sonrisa y se encogió de hombros. Nada de compromisos.

– Aún no me ha dicho cómo se llama -señaló Myron.

– Stone Buckwell. Pero todo el mundo me llama Bucky -respondió el anciano, tendiéndole la mano-. Por lo demás -añadió mientras Myron se la estrechaba-, soy el padre de Linda Coldren.

Bucky abrió la portezuela de un Cadillac azul celeste al que subieron. Metió la llave en el contacto. En la radio pasaban música ambiental; peor aún, la versión ambiental de Raindrops Keep Falling on My Head. Myron se apresuró a bajar la ventanilla en busca de aire fresco, y de algo de ruido que neutralizara aquella música.

Sólo los socios estaban autorizados a aparcar en los jardines del Merion, de modo que salir del recinto no supuso ningún problema. Torcieron a la derecha al final del sendero de entrada y luego otra vez a la derecha. Bucky, por suerte, apagó la radio. Myron volvió a meter la cabeza dentro del coche.

– ¿Qué sabe sobre mi hija y su marido? -preguntó Bucky.

– Poca cosa -respondió Myron.

– Usted no es aficionado al golf, ¿verdad, señor Bolitar?

– La verdad es que no.

– El golf es un deporte realmente magnífico -le sentenció el anciano. Luego añadió-: Aunque la palabra «deporte» no le hace justicia.

– Ajá -asintió Myron.

– Es el juego de los príncipes. -El rostro rubicundo de Buckwell resplandeció levemente; los ojos, muy abiertos, reflejaban el arrobamiento propio de las almas más devotas. Hablaba en voz baja, no sin cierta reverencia-. No hay nada comparable. Tú solo contra el campo. Sin excusas. Sin compañero de equipo. Sin llamadas inoportunas. Es la más pura de las actividades.

– Ajá -repitió Myron.- Mire, no quisiera parecerle grosero, señor Buckwell, pero ¿de qué va todo esto?

– Llámeme Bucky, por favor.

– De acuerdo… Bucky.

Buck asintió con aprobación y dijo:

– Tengo entendido que usted y Windsor Lockwood son algo más que meros socios.

– ¿A qué se refiere?

– Creo que hace tiempo que se conocen. Compartieron habitación mientras estudiaban en la universidad. ¿Me equivoco?

– ¿Por qué me pregunta sobre Win?

– El caso es que fui al club para intentar dar con él -explicó Bucky-. Pero me parece que será mejor así.

– ¿Así cómo?

– Hablando antes con usted. Tal vez luego… Bueno, ya veremos. Prefiero no crearme demasiadas expectativas.

Myron asintió.

– No tengo ni idea de lo que me está hablando.

Bucky se desvió por un camino adyacente al campo, el camino de la casa club. Los golfistas siempre tan creativos.

El campo quedaba a la derecha. A la izquierda se alzaban imponentes mansiones. Un minuto después, Bucky tomó un camino circular. La casa era bastante grande y estaba construida de un material conocido como roca de río. La roca de río era muy abundante en aquella región, y Win siempre se refería a ella como «la piedra esencial.» La mansión estaba rodeada por una valla blanca, varios setos de tulipanes y dos arces, uno a cada lado del sendero. En el lado derecho se abría un amplio porche. El coche se detuvo y, por un instante, ambos permanecieron inmóviles.

– ¿De qué va este asunto, señor Buckwell? -le preguntó al fin Myron.

– Nos encontramos ante una situación muy delicada -dijo el anciano.

– ¿Qué clase de situación? -inquirió Myron.

– Prefiero que sea mi hija quien se lo explique. -Bucky sacó la llave del contacto y se dispuso a abrir la puerta.

– ¿Por qué acude a mí? -quiso saber Myron.

– Nos han dicho que quizá podría ayudarnos.

– ¿Quién se lo ha dicho?

Buckwell empezó a torcer el cuello con renovado vigor. Cuando por fin recuperó el control de su cabeza, miró a Myron a los ojos y declaró:

– La madre de Win.

Myron se estremeció. Abrió la boca, la cerró, esperó. Buckwell se apeó y se dirigió hacia la puerta de la casa. Myron lo siguió diez segundos después.

– Win no le servirá de nada -le advirtió.

Buckwell asintió.

– Por eso he acudido antes a usted.

Recorrieron un camino de ladrillos hasta alcanzar la puerta, que estaba entornada. Buckwell la empujó y llamó:

– ¡Linda!

Linda Coldren estaba de pie ante el televisor del estudio. Vestía pantalones cortos de color blanco y blusa amarilla sin mangas que dejaban al descubierto unos miembros ágiles, propios de una atleta. Era alta, tenía el pelo negro, muy corto, y lucía un bronceado que realzaba sus músculos lisos y largos. De acuerdo con las finas arrugas en las comisuras de sus labios y sus ojos, debía de tener unos treinta y cinco años, tal vez más. Myron intuyó de inmediato por qué se la disputaban los patrocinadores. Aquella mujer irradiaba un esplendor salvaje. Su belleza transmitía más fortaleza que delicadeza.

Estaba viendo el torneo por televisión. Encima del aparato había fotografías familiares enmarcadas. Dos grandes sofás cubiertos de cojines formaban una uve en un rincón. Discreto mobiliario para un golfista. Nada de putting green, nada de alfombra AstroTurf, nada de esas obras de arte de tema golfístico se Hallaban uno o dos escalones por debajo de la categoría estética de, pongamos por caso, los cuadros de tahuúres jugando a póquer. Ninguna gorra con la imagen de un tee y una bola colgada de la cabeza de un alce.