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Sin duda, la humedad estaba reblandeciéndole el cerebro.

Myron giró a la derecha y miró hacia delante.

No vio nada.

Green Acres era una calle sin salida bastante corta, a cuyos lados se alzaban unas cinco casas. Casas suntuosas, o al menos eso supuso Myron. Altísimas cercas de arbustos (y dale con los arbustos) flanqueaban la calle. En los senderos de entrada había verjas cerradas, de las que funcionan por control remoto o bien pulsando una combinación en un teclado. Myron se detuvo y recorrió la calle con la mirada.

¿Dónde se había metido nuestro muchacho?

Notó que el pulso se le aceleraba. Ni rastro de él. La única escapatoria era el bosque que había al final de la calle. Debía de haberse metido ahí, pensó Myron, siempre y cuando hubiera tenido la intención de huir y no la de esconderse entre los arbustos. Al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que hubiese descubierto que lo seguían. Quizás había decidido ocultarse, esperar a que Myron pasara por su lado y saltar sobre él.

Aquellas ocurrencias no eran nada reconfortantes.

¿Y entonces qué?

Myron se lamió el labio superior cubierto de sudor. Tenía la boca terriblemente reseca. «Ánimo, Myron», se dijo a sí mismo. Medía un metro noventa y tres y pesaba ochenta y dos kilos. Además, era cinturón negro de taekwondo y un luchador bien entrenado. Estaba en condiciones de repeler cualquier ataque.

Salvo si el tipo iba armado.

Eso constituía una dificultad añadida. El entrenamiento y la experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo resultaban de gran ayuda, pero no lo hacían a uno inmune a las balas. Ni siquiera a Win. Naturalmente, Win no habría sido tan estúpido como para meterse en semejante lío.

Myron sólo iba armado cuando lo consideraba absolutamente necesario. Win, en cambio, llevaba en todo momento consigo dos pistolas y algún arma blanca.

Así pues, ¿qué hacer?

Miró alrededor, pero no había muchos lugares donde esconderse. Las cercas de arbustos eran impenetrables. Sólo quedaba el bosque al final de la calle, pero parecía espeso e inhóspito, y no había farolas por allí.

¿Debía internarse en él?

No. En el mejor de los casos, resultaría inútil. No tenía ni idea de lo grande que era el bosque, ni de qué dirección seguir, ni de nada. La probabilidad de dar con el intruso era remota. Seguramente había decidido esconderse un rato, a la espera de que Myron se largara.

Largarse. Parecía el mejor plan.

Myron retrocedió hasta el principio de Green Acres.

Giró a la izquierda, recorrió unos doscientos metros y se apostó detrás de otro arbusto. Los arbustos y él ya se trataban de tú a tú. A aquél lo bautizó con el nombre de Frank.

Esperó una hora. No apareció nadie.

Estupendo.

Por fin se puso en pie, se despidió de Frank y fue en busca de su coche. El malhechor tenía que haber huido a través del bosque, lo cual significaba que había previsto una vía de escape o, lo que era más probable, que conocía a fondo la zona. También podía significar que se trataba de Chad Coldren. O que los secuestradores sabían muy bien lo que se llevaban entre manos, en cuyo caso a esas alturas seguramente se habrían enterado de la participación de Myron, así como de que los Coldren habían desobedecido sus órdenes.

Myron esperaba de todo corazón que se tratara de una broma de mal gusto y no de un secuestro, pues de lo contrario las repercusiones eran imprevisibles. Se preguntó cómo reaccionarían los secuestradores ante lo que acababa de hacer. Y mientras proseguía su camino, recordó la última llamada telefónica y el sonido angustioso y sobrecogedor del chillido de Chad Coldren.

10

«Mientras tanto, en la majestuosa Wayne Manor…»

Aquella voz en off de la serie Batman siempre acudía a la mente de Myron cuando llegaba a la verja de hierro forjado que delimitaba la finca de los Lockwood. En realidad, el hogar de la familia de Win apenas guardaba parecido alguno con la casa de Bruce Wayne, aunque irradiaba un aura semejante. Un larguísimo camino serpenteaba desde la entrada hasta una imponente mansión de piedra situada en lo alto de la colina. Había grandes extensiones de césped, jardines exuberantes y colinas frondosas, así como una piscina, un estanque, una pista de tenis, una cuadra y unos cuantos obstáculos para practicar saltos de equitación. Considerada en conjunto, la finca Lockwood era majestuosa y señorial.

Myron y Win se alojaban en la casa de invitados, o como gustaba llamarla el padre de Win, «el cabañón». Vigas a la vista, suelos de madera, chimenea, cocina moderna con un gran mostrador central y salón de billar, por no mencionar cinco dormitorios, cuatro cuartos de baño y un aseo. Menuda choza.

Myron procuró poner un poco en orden los acontecimientos, pero sólo daba con una serie de paradojas del tipo «¿qué fue primero, el huevo o la gallina?». El móvil, por ejemplo, era una de ellas. Por un lado, tendría sentido secuestrar a Chad Coldren para impedir que Jack Coldren venciera. Ahora bien, Chad había desaparecido antes de que comenzara el torneo, lo que significaba que el secuestrador era o muy precavido o todo un profeta. Por otro lado, habían pedido cien mil dólares de rescate, lo que indicaba que se trataba de un secuestro por dinero. Cien mil dólares era una cantidad significativa, algo escasa para un secuestro, ciertamente, pero nada desdeñable por unos pocos días de trabajo.

De todos modos, si aquello era un simple secuestro para obtener dinero de mala manera, el momento elegido era bien curioso. ¿Por qué habían decidido hacerlo durante la época del año en que se jugaba el Open de Estados Unidos? Es más, ¿por qué secuestrar a Chad justo cuando hacía veintitrés años de la última vez que el Open se había celebrado en el Merion, y Jack Coldren tenía la oportunidad de redimirse del mayor fracaso deportivo de su vida?

Demasiada coincidencia.

Todo hacía pensar en una broma de mal gusto cuyo guión se desarrollaba más o menos así: Chad Coldren desaparece antes del torneo para fastidiar a su padre. En vista de que eso no da resultado, pues al contrario de lo previsto papá empieza a ganar, modifica la intención inicial y simula su propio secuestro. De ser así, cabía suponer que había sido Chad Coldren a quien había visto descolgarse de la ventana de su habitación. ¿Quién mejor que él? Chad Coldren conocía la zona. Seguramente sabía cómo atravesar el bosque, o quizás estuviera escondido en casa de algún amigo que vivía en la calle Green Acres.

Encajaba. Tenía sentido.

Por supuesto, siempre y cuando Chad tuviese verdadera antipatía hacia su padre. ¿Había alguna prueba de ello? Myron así lo creía. Para empezar, Chad contaba dieciséis años de edad. No era una edad fácil. Como prueba resultaba poco consistente, sin duda, pero era un dato que merecía tenerse en cuenta. En segundo lugar, y mucho más importante, Jack Coldren era el prototipo del padre ausente. Ningún deportista se ausenta tanto de su casa como un golfista. Ni los jugadores de baloncesto, ni los de fútbol, ni los de béisbol, ni los de hockey. Sólo los tenistas se les acercan. Tanto en el tenis como en el golf, los torneos se celebran a lo largo de todo el año. No existe una llamada «temporada», como tampoco se da eso de «jugar en casa». Con suerte, un golfista juega en el campo del club al que pertenece una vez al año.

Por último, y quizá se trate del dato más determinante, Chad había estado ausente durante dos días sin que nadie pestañeara siquiera. Más allá del discurso progresista de Linda Coldren sobre niños responsables y educación infantil moderna, la única explicación racional de su sangre fría era que aquello ya hubiera ocurrido otras veces, por lo que no resultaba inesperado.