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– Lo perdió.

– ¿El qué, el deseo?

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Hace veintitrés años.

– ¿Durante el Open?

– Sí -repuso Win-. La mayoría de los deportistas se van consumiendo poco a poco hasta perderlo. Se cansan de jugar o ganan lo suficiente como para apagar cualquier hoguera que arda en sus entrañas. Pero ése no fue el caso de Jack. Su fuego lo extinguió una sola ráfaga helada y certera. Casi podías verlo. Hace veintitrés años. El hoyo dieciséis. La bola fue a parar a la trampa de arena. Sus ojos nunca han vuelto a ser los mismos.

– Hasta ahora -agregó Myron.

– Hasta ahora -convino Win-. Le ha costado veintitrés años, pero ha vuelto a avivar la llama.

Ambos bebieron. Win dio un sorbo; Myron, un trago largo. El batido de chocolate le refrescó deliciosamente la garganta.

– ¿Cuánto hace que conoces a Jack? -preguntó Myron.

– Cuando nos conocimos yo tenía seis años y él quince.

– ¿Ya se le veía el deseo por aquel entonces?

Win sonrió.

– Se habría dejado arrancar un riñón con una cuchara antes que ser derrotado en el campo de golf. -Volvió la mirada hacia Myron-. ¿Que si a Jack Coldren se le veía el deseo? Él era el deseo por definición.

– Da la impresión de que llegaste a sentir una gran admiración por él.

– Ajá.

– ¿Y ya no es así?

– No.

– ¿Qué te hizo cambiar de parecer? -Crecí.

– Caray. -Myron se tomó otro trago de Yoo-Hoo-. Mal asunto.

Win rió entre dientes.

– No lo entenderías.

– Ponme a prueba.

Win dejó la copa de coñac sobre la mesa, se inclinó despacio hacia adelante y preguntó:

– ¿Qué tiene de grandioso ganar?

– ¿Cómo dices?

– La gente adora a los vencedores. Los respeta. Los admira; no, los reverencia. Emplea términos como «héroe», «coraje» y «perseverancia» para describirlos. Quiere acercarse a ellos y tocarlos. Quiere ser como ellos. -Win abrió los brazos-. Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que queremos emular de un ganador? ¿La capacidad para rehusar percatarse de todo aquello que no sea la persecución de un engrandecimiento vano y absurdo? ¿La obsesión ególatra por lucir un trozo de metal colgando del cuello? ¿El estar dispuesto a sacrificar cualquier cosa, incluso personas, con vistas a vencer a otro ser humano para hacerse con una miserable estatuilla? -Alzó la mirada hacia Myron. Su rostro había perdido la serenidad acostumbrada-. ¿Por qué aplaudimos semejante muestra de egoísmo, de egolatría?

– El espíritu competitivo no tiene por qué ser tan negativo, Win. Estás hablando de casos extremos.

– Es que a quien admiramos más es a los radicales. Por su naturaleza, lo que tú llamas «espíritu competitivo» conduce al extremismo y lo destruye todo a su paso.

– No seas simplista, Win.

– Es que es así de simple, amigo mío.

Ambos se arrellanaron en sus respectivos asientos. Myron contempló las vigas del techo. Al cabo de un rato, dijo:

– No tienes razón.

– ¿Ah no?

Myron no sabía cómo explicarlo.

– Cuando yo jugaba al baloncesto -empezó-, quiero decir, cuando puede decirse que me metí de lleno y alcancé el nivel del que hablas, a duras penas pensaba en el marcador. De hecho, apenas pensaba en mis rivales o en vencer a nadie. Estaba solo, en la zona. Te va a parecer estúpido, pero jugar rindiendo al máximo era algo semejante al Zen.

Win asintió con la cabeza.

– ¿Y cuándo te sentías así?

– ¿Cómo dices?

– ¿Cuándo te sentías más Zen, como dices tú?

– No te sigo.

– ¿En los entrenamientos? No. ¿Durante un partido sin importancia o cuando tu equipo llevaba una ventaja de treinta puntos? No. Lo que te producía ese sudoroso estado de Nirvana, amigo mío, era la competición. El deseo, la imperiosa necesidad de derrotar a un oponente de primera categoría.

Myron abrió la boca para replicar, pero se contuvo. El agotamiento estaba empezando a vencerlo.

– No estoy seguro de tener una respuesta a eso -dijo-. Lo cierto es que en el fondo me gusta ganar. No sé por qué. También me gustan los helados. Y tampoco sé por qué.

Win frunció el entrecejo.

– Un símil muy acertado -le dijo categóricamente.

– Oye, es tarde.

Myron oyó que un coche se detenía frente a la casa. Una muchacha rubia entró en la estancia procedente de otra habitación y sonrió. Win le devolvió la sonrisa. Ella se inclinó y le besó. Win nunca se mostraba grosero con sus ligues. No era de los que las echaban precipitadamente. No tenía inconveniente en que se quedaran a pasar la noche, si eso las hacía más felices. Había quien confundía aquello con amabilidad o con cierta sensiblería. Craso error. Win de jaba que se quedaran porque significaban muy poco para él. Nunca le llegaban al corazón. Nunca lo conmovían. Entonces, ¿por qué les permitía permanecer a su lado?

– Ha llegado mi taxi -anunció la rubia.

Win sonrió sin ninguna expresión.

– Lo he pasado bien -agregó ella.

Win permaneció en silencio.

– Puedes localizarme a través de Amanda, si quieres. -La chica miró a Myron, luego otra vez a Win-. Bueno, ya sabes.

– Sí -dijo Win-. Ya sé.

La muchacha, algo azorada, les dedicó una nueva sonrisa y se marchó.

Myron la observó, procurando que su rostro no trasluciera su sobresalto. ¡Una prostituta! ¡Por Dios, era una prostituta! Le constaba que Win había recurrido a ellas en el pasado (a mediados de los ochenta solía encargar comida china del Hunan Grill y prostitutas asiáticas del burdel Noble House para lo que llamaba sus «noches chinas»), pero ¿seguir haciéndolo, a estas alturas y a su edad?

Entonces Myron se acordó del Chevy Nova y se le heló la sangre.

Se volvió hacia su amigo. Se miraron fijamente.

– No te pongas en plan moralista -dijo Win.

– Yo no he abierto la boca.

– En efecto. -Win se puso en pie.

– ¿Adónde vas?

– Afuera.

Myron notó que el corazón le latía con fuerza.

– ¿Te importa que te acompañe?

– Sí.

– ¿Qué coche te llevas?

– Buenas noches, Myron -se limitó a contestar Win.

La mente de Myron trató de encontrar alguna solución inmediata, pero le constaba que sería inútil. Win iba a salir. No habría forma de detenerlo.

Win se detuvo al llegar a la puerta y se volvió hacia Myron.

– ¿Me permites que te haga una pregunta?

Myron asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra.

– ¿Fue Linda Coldren quien se puso en contacto contigo?

– No -respondió Myron.

– Entonces, ¿quién?

– Tu tío Bucky.

Win enarcó una ceja.

– ¿Y quién le recomendó nuestros servicios a Bucky?

Myron aguantó la mirada de Win con firmeza, pero no podía dejar de temblar. Win asintió y se volvió hacia la puerta.

– Win.

– Vete a dormir, Myron.

11

Myron no se fue a dormir. Ni siquiera se molestó en intentarlo.

Se sentó en el sillón de Win e intentó leer, pero no lograba concentrarse. Estaba agotado. Se retrepó y esperó. Pasaron las horas. Imágenes inconexas de las posibles maniobras subrepticias de Win se deformaban a su antojo en una densa espuma de oscuro carmesí. Myron cerró los ojos y trató de conjurarlas.

A las tres y media de la madrugada oyó que un coche se detenía. Luego el ruido de la llave en la cerradura y el de la puerta al abrirse. Win entró y miró a Myron con el semblante desprovisto de toda emoción.

– Buenas noches -dijo.

Se marchó. Myron oyó que cerraba la puerta del dormitorio y dejó escapar un suspiro contenido. Se obligó a ponerse en pie y se dirigió hacia su dormitorio. Se arrebujó entre las sábanas, pero el sueño se negaba a hacer acto de presencia. Un miedo oscuro e indeterminado le encogía el estómago. Cuando finalmente logró quedarse dormido, la puerta del dormitorio se abrió de golpe.