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– Sí -admitió Myron-. Lo sería.

– Pues manos a la obra. -Linda le tendió la mano-. ¿Trato hecho?

Myron mantuvo las manos a los costados del cuerpo.

– Permítame preguntarle una cosa.

– ¿El qué?

– ¿Por qué está tan segura de que no se trata de una broma de mal gustó?

– ¿Me considera ingenua? -preguntó Linda.

– Lo cierto es que no -repuso él-. Sólo quiero saber qué le hace estar tan convencida.

Linda se volvió.

– Papá.

Bucky salió de su aturdimiento.

– ¿Sí?

– ¿Te importaría dejarnos a solas por un momento?

– Oh -dijo Bucky. Estiró el cuello-. Sí, claro, de todos modos quería ir al Merion.

– Adelántate, papá. Me reuniré contigo allí.

Cuando estuvieron a solas, Linda Coldren empezó a caminar por la estancia. Myron volvió a asombrarse ante su aspecto, una paradójica combinación de belleza, fuerza y una recientemente descubierta delicadeza. Los brazos musculosos contrastaban con el cuello largo y esbelto. Su mirada hasta cierto punto dulce contrastaba con sus duras facciones. Myron había oído hablar de bellezas descritas como «sin fisuras»; la de aquella mujer era todo lo contrario.

– No es que tenga una excelente intuición femenina ni que crea que una madre conoce a su hijo mejor que nadie, pero sé que mi hijo está en peligro. No desaparecería así, sin más. No importa lo que pueda parecer, pero no es lo que ha ocurrido en realidad.

Myron permaneció callado.

– No me gusta pedir ayuda. No es mi estilo depender de terceros, pero ante una situación como ésta… Estoy asustada. No había sentido un miedo semejante en toda mi vida. Me consume. Me ahoga. Mi hijo está en peligro y no puedo hacer nada para ayudarlo. Usted quiere pruebas de que no se trata de una broma de mal gusto, y yo no se las puedo proporcionar. Sencillamente, lo sé. Le pido, por favor, que me ayude.

Myron no estaba muy seguro de cómo reaccionar. Sus argumentos surgían directamente del corazón, sin pruebas ni evidencias, pero eso no quitaba que su sufrimiento fuese real.

– Veré qué averiguo en casa de Matthew -dijo por fin-. Luego ya veremos qué pasa.

13

A la luz del día, la calle Green Acres era aún más imponente. Estaba flanqueada por setos muy espesos de unos tres metros de altura. Myron aparcó el coche ante la verja de hierro forjado y se aproximó al interfono. Pulsó el botón y esperó. Había varias cámaras de vigilancia. Algunas permanecían fijas. Otras zumbaban al girar lentamente de un lado a otro. Myron constató que la casa disponía de sensores de movimiento, alambre de espinos, dobermans…

Se trataba, sin duda, de una fortaleza bien protegida.

Una voz tan impenetrable como los arbustos surgió del altavoz.

– ¿En qué puedo servirle?

– Buenos días -dijo Myron, mostrando una sonrisa amistosa a la cámara más cercana pero procurando que no se le confundiera con un vendedor. Hablar a una cámara. Era como estar en un programa de televisión -. Busco a Matthew Squires.

– ¿Cómo se llama, señor? -preguntó la voz tras una pausa.

– Myron Bolitar.

– ¿El señorito Squires lo espera?

– No. -¿El señorito Squires?

– Entonces, ¿no tiene Una cita concertada?

¿Una cita concertada con un crío de dieciséis años? ¿Quién se creía que era aquel muchacho?

– No, me temo que no.

– ¿Puedo preguntarle el propósito de su visita, señor?

– Deseo hablar con Matthew Squires.

– Lamento comunicarle que en este momento no va a ser posible -repuso la voz.

– ¿Puede decirle que se trata de algo relacionado con Chad Coldren?

Otra pausa. Las cámaras empezaron a efectuar piruetas. Myron miró alrededor. Todas las lentes apuntaban hacia abajo desde las alturas, mirándolo fijamente como alienígenas hostiles o televisores de restaurante barato.

– ¿En qué sentido tiene que ver eso con el señorito Coldren? -preguntó la voz.

Myron miró de reojo una de las cámaras.

– ¿Puedo saber con quién tengo el placer de estar tratando?

No hubo respuesta.

Myron se mantuvo en silencio por un instante; luego añadió:

– Debería decir: soy el gran y poderoso Oz.

– Lo lamento, señor. No se recibe a nadie sin cita previa. Que tenga un buen día.

– Espere un momento. ¿Oiga? ¿Oiga?

Myron volvió a pulsar el botón. No hubo respuesta. Mantuvo el dedo en él durante varios segundos. Seguía sin haber respuesta. Levantó la vista hacia la cámara y mostró su mejor sonrisa, la de padrazo sencillo y atento. Probó suerte saludando con la mano. Nada. Dio un paso atrás y agitó el brazo con un saludo a lo Jack Kemp, como quien lanza un balón de fútbol americano. Nada.

Permaneció allí un minuto más. Todo aquello le parecía muy extraño. ¿Todo aquel dispositivo de seguridad para un muchacho de dieciséis años? Algo no acababa de ser kosher. Pulsó el botón una vez más. Al ver que nadie respondía, miró hacia la cámara, apoyó los pulgares en cada oreja, comenzó a mover los dedos hacia atrás y hacia delante y sacó la lengua.

Ante la duda, actúa con madurez.

Una vez en el coche, descolgó el teléfono y marcó el número de su amigo el sheriff Jake Courter.

– Oficina del sheriff.

– Hola, Jake. Soy Myron.

– Joder. Algo me decía que no debía venir en sábado.

– Vaya, me ofendes. En serio, Jake, ¿todavía te conocen como el campeón de las fuerzas del orden?

El sheriff dejó escapar un suspiro y preguntó:

– ¿Qué cojones quieres, Myron? Sólo he venido para adelantar trabajo burocrático.

– Quienes velan por la paz y la justicia no pueden tomarse ni un respiro, ¿eh Jake?

– Exacto -dijo Jake-. Esta semana he salido a atender doce llamadas. ¿Adivinas cuántas fueron falsas alarmas?

– Trece.

– Casi aciertas.

Durante más de veinte años, Jake Courter, un hombre negro bastante corpulento, había sido policía en varias de las peores ciudades del país. Detestaba aquel trabajo y aspiraba a llevar una vida más tranquila. De modo que dimitió del cuerpo y se mudó a la pintoresca (léase inocente) ciudad de Reston, Nueva Jersey. En busca de un empleo cómodo, presentó su candidatura a sheriff. Reston era una villa universitaria (léase liberal) y, por consiguiente, Jake hizo hincapié en su «negritud» (tal como él decía) y ganó con facilidad. «Sencillamente recurrí al sentimiento de culpa que caracteriza al hombre blanco», le explicó a Myron.

– ¿Añoras las emociones de la gran ciudad? -preguntó Myron.

– Tanto como añoraría un herpes -le replicó Jake-. Venga, Myron, ya está bien de cumplidos y lisonjas. Soy como un títere en tus manos, ahora. ¿Qué quieres?

– Estoy en Filadelfia, por el Open.

– Eso es golf, ¿verdad?

– Sí, golf, y me gustaría saber si has oído hablar de un tal Squires.

Se produjo un silencio.

– Oh, joder -masculló Jake.

– ¿Cómo?

– ¿En qué lío te has metido ahora?

– En ninguno. Sólo que me sorprende que tenga un dispositivo de seguridad tan extraordinario para proteger su casa…

– ¿Y qué coño has ido a hacer en su casa?

– Nada.

– Claro -dijo Jake-. Supongo que sólo pasabas por allí.

– Algo parecido.

– Y una mierda. -Jake suspiró-. Qué demonios, ya no es de mi competencia. Reginald Squires, alias Big Blue.

Myron hizo una mueca.

– ¿Big Blue?

– Oye, todos los gángsteres necesitan un apodo. A Squires se le conoce como Big Blue. Blue por lo de sangre azul.

– Vaya con estos gángsteres -dijo Myron-. Lástima que no demuestren su creatividad en negocios legales.

– Negocios legales -repitió Jake-. No me vengas con tonterías. Squires se hizo con la pasta de su familia y recibió una educación privilegiada y toda esa mierda.