– ¿Y qué hace en tan malas compañías?
– ¿Quieres que te lo diga en pocas palabras? El hijo de puta está loco de remate. Le divierte hacer daño a la gente. Un poco como Win.
– Win no se divierte haciendo daño a la gente.
– Si tú lo dices.
– Cuando Win hace daño a alguien es por un motivo: evitar que reincida, o castigarlo, o lo que sea.
– Por supuesto, por supuesto -dijo Jake-. Te veo particularmente susceptible, Myron.
– Ha sido un día muy largo.
– Sólo son las nueve de la mañana.
– El tiempo no lo miden sólo las manecillas del reloj.
– ¿Quién dijo eso?
– Nadie. Me lo acabo de inventar.
– Deberías plantearte escribir tarjetas de felicitación.
– Dime, ¿en qué anda metido Squires, Jake?
– ¿Quieres oír algo curioso? No estoy seguro. Nadie lo está. Drogas y prostitución; ya sabes, esa clase de mierda…, pero por todo lo alto. Nada muy bien organizado, sin embargo. Es más como un juego, ¿entiendes? Se mete en cualquier cosa que le parece emocionante y luego se desentiende.
– ¿Crees que sería capaz de secuestrar a alguien?
– Oh, mierda, vuelves a estar implicado en algo, ¿verdad?
– Sólo te he preguntado si a Squires podría ocurrírsele perpetrar secuestros.
– Ya. Conforme. Como si fuese una pregunta hipotética, al estilo de «si un oso caga en el bosque y no hay nadie cerca, ¿sigue apestando?».
– Exactamente. ¿Huelen a secuestro sus asuntos?
– Que me aspen si lo sé. Ese tipo está completamente loco. Se relaciona con un hatajo de esnobs: fiestas aburridas, comida asquerosa, reír chistes que no tienen la menor gracia, charlar con la misma gente aburrida de las mismas tonterías aburridas y sin sentido…
– Tengo la impresión de que los admiras enormemente.
– Es sólo una opinión, amigo mío. Lo tienen todo, dinero, grandes casas, clubes selectos… y están muertos de aburrimiento. Hace que me pregunte si quizá Squires también se siente así, ¿sabes?
– Ja -dijo Myron-. Y Win es el malo de la película, ¿no es eso?
Jake rió.
– Touché. Pero, volviendo a tu pregunta, no sé si Squires se metería en un secuestro. Aunque no me sorprendería.
Myron le dio las gracias y colgó el auricular. Levantó la vista. Allí había, como mínimo, una docena de cámaras de seguridad.
¿Qué hacer?
Por lo que podía deducir, lo más probable era que en ese momento Chad Coldren estuviera observándolo a través de una de aquellas cámaras de seguridad, partiéndose de risa. Todo aquel asunto podía no ser más que un ejercicio absolutamente fútil. Por supuesto, Linda Coldren le había prometido que contrataría sus servicios. Por más que no quisiera reconocerlo, la idea no le resultaba del todo desagradable. Consideró la posibilidad y esbozó una sonrisa. Tenía que conseguir arreglárselas de algún modo para fichar también a Tad Crispin…
«Eh, Myron, el muchacho puede estar corriendo un serio peligro.»
O, lo que era más probable, un mocoso malcriado o un adolescente abandonado (elija usted mismo) estaba haciendo novillos y divirtiéndose a costa de sus padres.
De modo que la pregunta seguía en el aire: ¿qué hacer?
Volvió a pensar en la cinta de vídeo donde aparecía Chad en el cajero automático. No había entrado en detalles con los Coldren, pero le fastidiaba. ¿Por qué allí? ¿Por qué en aquel cajero automático en concreto? Si el muchacho se había fugado y buscaba un escondite, habría necesitado sacar dinero. Hasta ahí muy bien, tenía sentido.
Ahora bien, ¿por qué hacerlo en la calle Porter? ¿Por qué no en un banco más cerca de su casa? Y aún más importante: ¿qué se le había perdido a Chad Coldren en aquella zona? Allí no había nada. No era un alto entre autopistas ni nada por el estilo. El único lugar de todo el vecindario donde podía necesitar dinero en efectivo era el Court Manor Inn. Myron volvió a recordar la actitud del motelier extraordinaire, y tuvo una corazonada.
Puso el coche en marcha. Podría tratarse de un indicio. Valía la pena comprobarlo.
Por supuesto, Stuart Lipwitz había dejado bien claro que no tenía la menor intención de hablar. Sin embargo, a Myron se le ocurrió que disponía de la herramienta adecuada para hacerle cambiar de opinión.
14
– ¡Sonría!
El hombre no sonrió. Puso la marcha atrás de inmediato y se largó. Myron se encogió de hombros y apartó la cámara. La llevaba colgada al cuello con una correa y rebotaba ligeramente en su pecho. Se aproximó otro coche. Myron volvió a levantar la cámara.
– ¡Sonría! -repitió.
Otro hombre que se negaba a sonreír. El sujeto se las ingenió para esquivarlo dando marcha atrás.
– ¡Tímido! -exclamó Myron-. Es un placer encontrarse con gente así en esta era de paparazzi.
No tuvo que esperar mucho. Myron llevaba cinco minutos escasos en la acera de enfrente del Court Manor Inn cuando divisó a Stuart Lipwitz corriendo hacia él. Iba de punta en blanco: frac gris, corbatín blanco y una insignia con una llave de conserje en la solapa del traje. Como un maître d'hôtel en un Burger King. Mientras lo observaba aproximarse, Myron recordó una canción de Pink Floyd: Hello, hello, hello, is there anybody out there? David Bowie se sumó: Ground control to Major Tom.
¡Ah, los setenta!
– Eh, usted -gritó.
– Hola, Stu.
En esta ocasión no hubo ninguna sonrisa.
– Esto es propiedad privada -dijo Stuart Lipwitz, casi sin aliento-. Debo pedirle que se marche.
– Lamento no estar de acuerdo, Stu, pues estoy en una acera pública. Tengo perfecto derecho a permanecer aquí.
Stuart Lipwitz hizo un gesto de frustración. Agitó los brazos y debido al movimiento de los faldones a Myron le pareció estar ante un murciélago.
– No puede quedarse aquí y fotografiar a mis clientes -gimoteó Lipwitz.
– ¿Clientes? -repitió Myron-. ¿Así es como designas a esos mierdas?
– Voy a llamar a la policía.
– ¡Qué miedo! Vamos hombre, no me vengas con ésas.
– Está interfiriendo en mis negocios.
– Y tú interfieres en los míos.
Stuart Lipwitz puso los brazos en jarras y procuró adoptar una actitud amenazante.
– Es la última vez que se lo pido con amabilidad. Lárguese de aquí.
– Eso no ha sido en absoluto amable.
– ¿Cómo?
– Has afirmado que era la última vez que ibas a pedírmelo con amabilidad, ¿y qué has dicho? Que me largue. No me lo has pedido por favor. No has dicho: «Tenga la bondad de marcharse.» ¿A eso lo llamas amabilidad?
– Ya veo -dijo Lipwitz. Gotas de sudor le perlaban el rostro. Hacía calor y, al fin y al cabo, llevaba puesto un frac-. Por favor, ¿tendría la gentileza de irse de aquí?
– No. Aunque ahora, por lo menos, has cumplido con tu palabra.
Stuart Lipwitz… respiró profundamente varias veces.
– Quiere información sobre el chico de la foto, ¿verdad? -preguntó.
– Veo que lo vas captando.
– Y si le digo si estuvo aquí, ¿se marchará?
– Por más que me duela abandonar este pintoresco lugar, saldré como una flecha.
– Eso, señor, se llama chantaje.
Myron lo miró.
– Te diría que chantaje es una palabra fea, pero resultaría demasiado trillado. De modo que en lugar de eso, sólo diré que sí.
– Pero… ¡eso va contra la ley! -exclamó Lipwitz, desesperado.
– ¿A diferencia de, pongamos por caso, la prostitución, el tráfico de drogas y las demás actividades sórdidas que se llevan a cabo en este hotelucho de mala muerte?