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El Nazi Sarnoso volvió a hincar el diente con rencor. La pandilla de asiduas estaba allí. Lo señalaban como si Myron aún no se hubiese enterado de a qué tipo se referían. Myron se llevó un dedo a los labios para indicarles que pararan. Le obedecieron, y para compensar su error fingieron que charlaban a gritos como quien no quiere la cosa, lanzando hacia ellos miradas tan pretendidamente furtivas que resultaban de lo más obvio. Myron apartó la vista.

El Nazi Sarnoso terminó su hamburguesa y se puso de pie. Tal como le habían anunciado, el tipo era muy flaco. Las chicas estaban en lo cierto: no tenía culo, a menos que el tejano fuese enormemente holgado para él. Cada pocos pasos, el Sarnoso hacía una pausa para subirse los pantalones. Myron sospechó que había un poco de cada.

Lo siguió y salieron al sol abrasador. Hacía un calor de mil demonios. Myron echó de menos casi con nostalgia el omnipresente aire acondicionado del centro comercial. El Sarnoso se pavoneaba tranquilamente por el aparcamiento. Sin duda se dirigía hacia su coche. Myron se encaminó hacia el suyo, dispuesto a seguirlo. Subió a su Ford Taurus y puso en marcha el motor.

Avanzó lentamente por el aparcamiento hasta divisar al Sarnoso camino de la última hilera de coches. Sólo había dos vehículos estacionados allí. Uno era. un Cadillac Seville plateado. El otro, una camioneta con ruedas descomunales, una calcomanía de la bandera confederada y las palabras MALO HASTA LA MÉDULA pintadas en un lado.

Echando mano de la pericia que le habían dado tantos años como investigador, Myron dedujo que la camioneta sería probablemente el vehículo del Sarnoso. Naturalmente: abrió la puerta y subió de un salto. Asombroso. A veces, las facultades deductivas de Myron rayaban en lo psíquico.

Seguir de cerca a la camioneta no constituía ninguna proeza. El vehículo destacaba como el atuendo de un golfista en medio de un monasterio; además, el sospechoso no conducía a gran velocidad. Circularon durante cerca de media hora. Myron no tenía ni idea de hacia dónde se dirigían, aunque en la lejanía reconoció el Veterans Stadium. Había ido allí varias veces con Win a ver jugar a los Eagles. Win siempre tenía asientos en la línea de las cincuenta yardas, grada inferior. Como se trataba de un estadio antiguo, los «lujosos» palcos de tribuna del Veterans quedaban demasiado altos; a Win no le interesaban. Prefería sentarse con las masas. Era un gran tipo.

Unas tres manzanas antes del estadio, el Sarnoso dobló una esquina. Aparcó bruscamente y salió del coche a toda velocidad. Myron volvió a considerar la posibilidad de avisar a Win para que le cubriera las espaldas, pero no tenía sentido, pues Win se encontraba en el Merion y su teléfono seguramente estaría desconectado. Se preguntó otra vez qué habría ocurrido la noche anterior y recordó las acusaciones que le había hecho Esperanza aquella misma mañana. Quizá tuviese razón. Quizás él fuese, al menos en parte, responsable del comportamiento de Win. Pero ésa no era la cuestión. En realidad, lo que le preocupaba a Esperanza estaba bastante más claro:

A Myron, en el fondo, le traía sin cuidado.

Lees la prensa, ves los telediarios, ves lo que Myron ha visto y tu fe fundamental en el ser humano empieza a parecerte un exceso de candidez. Aquello era lo que le carcomía las entrañas: no que lo que hacía Win le produjera aversión, sino que, en realidad, le importara gran cosa.

Win tenía un modo muy particular de ver el mundo en blanco y negro; durante los últimos años, Myron había ido advirtiendo que sus propias zonas grises se estaban volviendo más oscuras, y no le gustaba. No le gustaba el cambio que se estaba produciendo en él a raíz de la experiencia de ver al hombre ejerciendo violencia sobre los de su misma especie. Intentaba aferrarse a sus viejos principios, pero la cuerda que lo sostenía se estaba volviendo cada vez más resbaladiza. ¿Por qué resistía, entonces? ¿Se debía a una creencia honesta en esos valores, o acaso era que prefería ser reconocido como un hombre de principios?

Ya no sabía qué pensar.

Tendría que haber ido armado. Había sido un estúpido al no hacerlo. Aunque de todos modos no seguía más que a un andrajoso. Por supuesto que cualquiera podía matarlo de un balazo, pero ¿qué elección tenía? ¿Debía llamar a la policía? Sería un poco exagerado teniendo en cuenta la información de que disponía. ¿Volver más tarde con un arma de fuego? Para entonces el Sarnoso ya se habría largado, junto con Chad Coldren.

No, tenía que seguir adelante, proceder con la máxima cautela.

Myron no estaba seguro de qué era lo que debía hacer. Detuvo el coche al final de la manzana y se apeó. En la calle se apiñaban unos edificios de ladrillo no muy altos qué presentaban todos un aspecto similar. Aquélla debía de haber sido una zona residencial muy agradable, pero ahora tenía el aspecto de un hombre que ha perdido el empleo y las ganas de asearse. Se respiraba el mismo aire de soledad y deterioro que emana de un jardín abandonado.

El Sarnoso se metió en un callejón. Myron fue tras él. Montones de bolsas de basura. Montones de tubos de escape oxidados. Cuatro piernas sobresalían del armazón de una nevera. Myron oyó ronquidos. Al fondo del callejón, el Sarnoso torció a la derecha. Myron lo siguió con cautela. El tipo había entrado en un edificio que parecía abandonado por una puerta de emergencia. No tenía pomo ni nada por el estilo, pero sólo estaba entornada. Myron la empujó con las puntas de los dedos y la abrió despacio.

En cuanto hubo atravesado el umbral oyó un grito estremecedor. El Sarnoso estaba justo delante de él. Algo venía girando hacia el rostro de Myron. La rapidez de reflejos fue su salvación. Myron se agachó justo a tiempo y la barra de hierro sólo le golpeó un omóplato. Una breve punzada de dolor le recorrió todo el brazo. Myron cayó al suelo. Rodó por la superficie de hormigón y volvió a ponerse en pie.

Eran tres. Todos armados con palancas y barras de hierro. Todos con la cabeza rapada y esvásticas tatuadas. Parecían secuelas de la misma espantosa película. El Nazi Sarnoso era el cabecilla. El Prisionero en el Planeta del Nazi Sarnoso (a la izquierda de éste) esbozaba una sonrisa idiota. El que estaba a su derecha (el Fugitivo del Planeta del Nazi Sarnoso) se mostraba algo más asustado. El flanco más débil, pensó Myron.

– ¿Cambiando una rueda? -preguntó Myron.

– Vamos a hacerte polvo -dijo el Nazi Sarnoso, golpeando contra la palma de una mano la barra de hierro que sostenía con la otra.

– Tranquilízate -trató de calmarlo Myron.

– ¿Por qué cojones me estás siguiendo, mamón?

– ¿Yo?

– Sí, tú. ¿Por qué cojones me sigues?

– ¿Quién dice que te estoy siguiendo?

– ¿Te crees que soy un jodido imbécil o qué? -preguntó el Nazi Sarnoso, que pareció desconcertado por un segundo.

– No, creo que eres el señor Mensa.

– ¿El señor qué?

– Se está quedando contigo, tío -intervino el Prisionero.

– Sí -convino el Fugitivo-. Te está tomando el pelo.

El Sarnoso pareció de pronto fuera de sí.

– ¿Eso es lo que quieres, mamón? ¿Quieres quedarte conmigo? ¿Te crees que soy gilipollas?

– ¿Podemos cambiar de tema, por favor? -dijo Myron.

– Vamos a joderlo un poco. Vamos a partirle el culo -dijo el Prisionero.

A Myron le consolaba que al menos no fuesen luchadores experimentados, pero también sabía que tres hombres armados derrotaban al más pintado si les hacía frente a solas. Además, advirtió que tenían pinta de estar colocados. No paraban de aspirar y frotarse la nariz.