En una palabra: coca. O nieve. O farlopa. Elija usted mismo.
Lo mejor que podía hacer Myron era despistarlos y atacar. Sería arriesgado. Había que sacarlos de sus casillas, hacer zozobrar su ya de por sí frágil equilibrio. Ahora bien, al mismo tiempo debía controlar la situación, saber cuándo aflojar un poco. Un delicado malabarismo que exigía a Myron Bolitar, el as de la cuerda floja, actuar muy por encima del público sin el beneficio de una red de seguridad.
Una vez más el Sarnoso preguntó:
– ¿Por qué cojones me has estado siguiendo, mamón?
– Quizá porque me gustas -le respondió Myron-. Aunque no tengas culo.
El Prisionero soltó una risilla.
– Oye, tío, vamos a joderlo. Vamos a joderlo bien jodido.
Myron les lanzó una de sus miradas de tío duro y dijo entre dientes:
– Yo de ti no lo intentaría.
– ¿Ah, no? -replicó el Sarnoso-. Dame una sola buena razón para que no te jodamos. Dame una buena razón para que no te rompa todas las putas costillas con esta barra.
– Antes me has preguntado si creía que eras gilipollas -dijo Myron.
– Sí. ¿Y qué?
– ¿Crees que soy yo el gilipollas? ¿Crees que alguien que quisiera joderte sería tan imbécil como para seguirte hasta aquí dentro, sabiendo lo que iba a pasar?
Aquello los calmó por un momento.
– Te he seguido para ponerte a prueba -añadió Myron.
– ¿Qué cojones dices?
– Trabajo para cierta gente. No voy a dar nombres. -En gran parte, pensó Myron, porque no tenía la más remota idea de lo que estaba diciendo-. Digamos, sencillamente, que se dedican a un negocio relacionado con algo que soléis frecuentar.
– ¿Frecuentar?
Más frotarse la nariz.
– Frecuentar -repitió Myron-. Repetir un acto a menudo o acudir con frecuencia a un lugar. Acostumbrar. Repetir. Menudear.
– ¿Qué?
Dios mío.
– Mi jefe -prosiguió Myron- necesita que alguien se encargue de cierta zona. Alguien nuevo. Alguien que quiera sacarse un diez por ciento de las ventas y todo el material gratis que quiera.
Los ojos les hicieron chiribitas.
– ¿Has oído eso, tío? -le dijo al Sarnoso uno de sus compinches.
– Sí. Lo he oído.
– Mierda, Eddie no nos pasa una puta comisión -añadió el Prisionero -. El tío es un jodido agarrado. -Señaló a Myron con la barra-. Mira lo viejo que es este tío. Fijo que curra para una peña con pasta.
– Fijo -convino el Fugitivo.
El Sarnoso parecía desconfiar, entrecerraba los ojos con expresión aviesa.
– ¿Cómo nos has encontrado?
Myron se encogió de hombros.
– He hecho correr la voz.
– ¿Así que sólo me seguías para poder ponerme a prueba?
– Exacto.
– Apareciste por el centro comercial y decidiste seguirme, ¿eh?
– Algo así.
El Sarnoso sonrió. Miró al Fugitivo y al Prisionero. Asió con más fuerza la barra de hierro. «Mala señal», pensó Myron.
– Entonces, ¿cómo coño es que anoche preguntaste por mí, eh? ¿Cómo es que te interesaba tanto la llamada que hice? -insistió el Sarnoso, acercándose más. Echaba chispas por los ojos.
Myron levantó una mano.
– La respuesta es sencilla -dijo.
Los otros tres titubearon. Myron aprovechó el momento. El pie salió disparado como un pistón, asestando un golpe certero en la rodilla del Fugitivo, que estaba desprevenido. Myron echó a correr.
– ¡A por él!
Lo persiguieron, pero a Myron le dio tiempo a cerrar de un portazo la puerta para incendios y a sujetarla con el hombro. Quería saber si era «lo bastante macho como habría dicho su amigo del Court Manor, ponerse a prueba con ellos, pero sabía que podría resultar peligroso, ya que ellos iban armados y él no.
Cuando Myron llegó a la entrada del callejón, sólo les sacaba una ventaja de unos diez metros. Se preguntó si le daría tiempo a abrir la portezuela del coche y subirse a él. No le quedaba otra elección. Tenía que intentarlo.
Asió la manija y abrió la puerta de par en par. Ya estaba entrando cuando una barra de hierro le golpeó el hombro. Sintió un dolor lancinante. Se arrojó al interior del coche e intentó cerrar la puerta, pero una mano la agarró. Myron tiró con más fuerza.
La ventanilla del lado del conductor estalló.
El cristal se rompió en mil pedazos salpicándole la cara. Myron dio una patada a través de la ventanilla y notó que golpeaba la cara de alguien con el talón. La puerta cedió. Ya tenía la llave puesta en el contacto. Mientras la hacía girar, reventó la otra ventanilla. El Sarnoso se asomó, ciego de ira.
– ¡Hijo de puta, vas a morir!
Vio que la barra volvía a dirigirse hacia su rostro. Myron extendió la mano y paró el golpe. Alguien le asestó un puñetazo por la espalda en el cogote. Al instante, sintió que todo el cuello se le entumecía. Puso la marcha atrás y apretó a fondo el acelerador para salir de allí a toda velocidad. El Sarnoso intentó meterse en el coche por la ventanilla rota. Myron le asestó un codazo en la nariz que le obligó a soltarse. Se dio un buen golpe contra el asfalto, pero se puso en pie de un salto. El problema de enfrentarse con adictos a la coca es que a menudo son inmunes al dolor.
Los tres hombres corrieron tras la camioneta, pero Myron les había sacado una buena ventaja. La batalla había terminado.
Por el momento.
16
Myron llamó por teléfono y dio el número de matrícula de la camioneta, pero no sirvió de nada. Hacía cuatro años que ese número había sido retirado de la circulación.
El Sarnoso debía de haber arrancado la matrícula a cualquier otro coche en algún vertedero o algo por el estilo. Nada fuera de lo común. El delincuente menos experimentado sabe que para no dejar rastro es imprescindible sustituir las matrículas del vehículo que se emplea para cometer el delito.
Rodeó la manzana y registró el interior del edificio en busca de pistas. Jeringuillas, latas de cerveza aplastadas y bolsas vacías de Doritos yacían esparcidas por el suelo de hormigón. También había un cubo de basura vacío. Myron sacudió la cabeza. El solo hecho de ser traficante de drogas ya era despreciable, pero ¿tenían que vivir a la fuerza entre la mierda?
Inspeccionó el lugar un rato más. El edificio estaba abandonado y medio quemado. No se veía a nadie, ni nada que pudiese servir de pista.
Perfecto. Entonces, ¿qué significaba todo aquello? ¿Que los tres coqueras eran los secuestradores? A Myron le costaba trabajo imaginárselo. Los coqueros desvalijan casas, asaltan a la gente en los callejones, atacan con barras de hierro, pero no suelen planear secuestros tan complicados.
Ahora bien, por otra parte, ¿hasta qué punto era tan complicado aquel secuestro? Las dos primeras veces que el secuestrador había llamado, ni siquiera sabía cuánto dinero quería por el rescate. ¿No resultaba un poco extraño? ¿Era posible que todo aquello fuese obra de un hatajo de coqueros sarnosos salidos de madre?
Myron subió al coche y se dirigió a casa de Win. Éste tenía un montón de coches. Cambiaría el suyo por otro que no tuviera las ventanillas destrozadas. El dolor parecía remitir. Uno o dos moretones, pero nada roto. Por suerte, ningún golpe le había alcanzado de lleno.
Barajó diversas posibilidades y se las ingenió para idear un guión de los hechos bastante decente. Por una razón u otra al parecer Chad Coldren había decidido alquilar una habitación en el Court Manor Inn. Quizá para pasar un buen rato con una chica. Quizá para comprar algo de droga. Quizá porque le agradaba la extraordinaria amabilidad del servicio. Lo que fuere. Según la cámara de seguridad del banco, Chad había sacado dinero en efectivo de un cajero automático de la zona. Luego se había registrado en el hotel para pasar la noche. O una hora. O lo que fuere.
Una vez en el Court Manor Inn, algo salió mal. Por más que Stu Lipwitz lo negara, el Court Manor era un antro de lo más sórdido regentado por gente sumamente sospechosa. No resultaba difícil meterse en líos en semejante lugar. Quizá Chad Coldren había pretendido comprar drogas al Sarnoso. Quizás había presenciado un crimen. Quizás había hablado más de la cuenta y algún desaprensivo se había percatado de que pertenecía a una familia acaudalada. En cualquier caso los caminos de Chad Coldren y de la cuadrilla del Nazi Sarnoso se habían cruzado. El resultado había sido un secuestro.