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– ¿Por qué quieres comprenderlo?

Norm se llevó una mano al pecho.

– ¿Que por qué quiero comprenderlo?

– Sí, ¿por qué te importa tanto?

– ¿Por qué? -repitió Norm, esta vez con incredulidad-. Voy a decirte por qué. Por ti, Myron. Te estimo, lo sabes bien. Somos hermanos. Miembros de la tribu. Sólo quiero lo mejor para ti. Juro por Dios que hablo en serio. Si alguna vez necesitaras recomendación, te la daría, lo sabes bien.

– Ajá -Myron distaba mucho de estar convencido-. Así pues, ¿dónde está el problema?

Norm levantó las manos.

– ¿Quién dice que exista un problema? ¿Acaso he dicho que hubiera algún problema? ¿He pronunciado la palabra «problema»? Sólo soy curioso, eso es todo. Forma parte de mi naturaleza. Voy por ahí haciendo un montón de preguntas. Meto la nariz donde no me llaman. Es parte de mi carácter.

– Ajá -repitió Myron. Dirigió la vista hacia Esme Fong, que estaba demasiado lejos para oír de qué hablaban. Ella se encogió de hombros. Trabajar para Norman Zuckerman conllevaba encoger los hombros con mucha frecuencia. Aunque aquello era parte de la técnica de Norm, constituía su versión particular del policía bueno y el policía malo. Él se presentaba como un sujeto excéntrico, cuando no totalmente irracional, mientras que su ayudante (siempre joven, brillante, atractiva) ofrecía un sosiego al que la gente se asía como a un salvavidas.

Norm le dio un codazo y señaló a Esme con un ademán de la cabeza.

– Es guapa, ¿eh? Sobre todo para tratarse de una tía de Yale. ¿Te has fijado en la gente que se matricula en esa universidad? No me sorprende que los llamen los Bulldogs.

– Tú siempre tan progresista, Norm.

– No me jodas, Myron. Soy viejo, y por lo tanto se me permite mostrarme insensible. En un hombre mayor, la insensibilidad resulta entrañable. Un cascarrabias entrañable, así es como lo llaman. Por cierto, creo que Esme sólo es mitad y mitad.

– ¿Mitad y mitad?

– China -aclaró Norm-. O japonesa. O lo que sea. Creo que también es medio blanca. ¿Tú qué opinas?

– Hasta la vista, Norm.

– Bueno, como quieras. Me da igual. Pero dime, Myron, ¿cómo has logrado conquistar a los Col-dren? ¿Te los ha presentado Win?

– Adiós, Norm.

Myron siguió su camino, deteniéndose un momento para observar el drive de un golfista. Intentó seguir el recorrido de la bola. Fue inútil. La perdió de vista casi de inmediato. Aquello, a decir verdad, no tenía por qué constituir una sorpresa (al fin y al cabo, se trataba de una minúscula esfera blanca cubriendo a un promedio de aproximadamente doscientos kilómetros por hora una distancia de varios cientos de metros), sólo que Myron parecía ser la única persona que, pese a prestar atención, no había aprendido a realizar aquella proeza oftálmica de proporciones halconianas. Golfistas. La mayoría no acertaba a leer los carteles que indicaban la salida de la autopista, y en cambio era capaz de seguir la trayectoria de una pelota de golf a través de varios sistemas solares.

No cabía la menor duda: el golf era un deporte muy extraño.

El campo estaba atestado de aficionados, aunque, a juicio de Myron, «aficionados» no era una palabra que los describiera con exactitud. «Feligreses» resultaba más acertada. Un arrobamiento constante flotaba en los campos de golf; los ojos abiertos como platos y una actitud acallada y respetuosa. Cada vez que un jugador golpeaba la pelota, el alivio del público alcanzaba proporciones casi orgásmicas. La gente clamaba su dicha y exhortaba a la bola con el ardor de los concursantes de El precio justo: «¡Corre!; ¡Para!; ¡Gira!; ¡Entra!; ¡Enseña los dientes!; ¡Rueda!; ¡Deprisa!; ¡Baja!; ¡Sube!», casi como un agresivo instructor de mambo. Se lamentaban ante un snap hook, un wicked slice o un babied putt; ante un césped blando, un césped duro o un green irregular; cada vez que la bola salía de la calle e iba a parar a la maleza, a los árboles o a las trampas de arena. Daban muestras de admiración ante un jugador entregado, un drive imponente o un hoyo en uno. Dirigían miradas airadas al que sugería en voz alta que un determinado tee-shot convertía a un jugador determinado en un «paleto», y acusaban a otro de golpear la bola «con el bolso» cuando no alcanzaba el hoyo.

Myron sacudió la cabeza. Todos los deportes tienen su jerga particular, pero la empleada para el golf era una especie de rap para ricos.

Sin embargo, en un día como aquél (el sol brillaba, el cielo era de un azul inmaculado y la brisa veraniega olía como el cabello de una amante) Myron se sintió más próximo a la cofradía del golf. Se imaginaba el campo libre de espectadores, la paz y la tranquilidad, el mismo aura que empujó a los monjes budistas hasta sus retiros en las cumbres de las montañas, la hierba verde que el mismísimo Dios desearía pisar descalzo. No es que Myron pensara en convertirse (era un descreído de proporciones heréticas), pero al menos entrevió, por un breve instante, por qué aquel juego atrapaba y engullía por completo a tanta gente.

Cuando llegó al hoyo catorce, Jack Coldren se estaba poniendo en posición para efectuar un putt de cuatro metros y medio. Diane Hoffman sacó el asta del hoyo. En casi todos los campos del mundo, el asta tenía un banderín en el extremo superior. Ahora bien, aquello, en el Merion, no bastaba. En lugar del banderín, el asta estaba rematada con una cesta de mimbre. Nadie sabía por qué. Win le había contado una historia según la cual los antiguos escoceses que inventaron el golf solían llevar el almuerzo en cestas colgadas de palos que luego empleaban para señalar los hoyos, pero Myron tenía la sospecha de que aquella historia tenía más de creencia popular que de realidad. Como quiera que fuese, los socios del Merion veneraban aquellas cestas de mimbre colgadas de un palo. Golfistas.

Myron intentó aproximarse a Jack Coldren para ver el «brillo en la mirada» que había mencionado Win. A pesar de sus protestas, Myron sabía perfectamente lo que Win había querido decir la noche anterior cuando se refirió a los intangibles que separaban el talento en bruto de la grandeza efectiva: deseo, corazón, perseverancia… Win había aludido a ellos como si representaran el mal. No era así; de hecho, era todo lo contrarío, y Win debería saberlo mejor que nadie. Parafraseando, aun a riesgo de abusar, una famosa cita política: el extremismo, si persigue la excelencia, deja de ser un vicio.

Jack Coldren presentaba una expresión relajada, despreocupada y distante. Sólo había una explicación para aquello: Jack se las había ingeniado para alcanzar, contra viento y marea, la zona sagrada, aquel espacio tranquilo en el que no tenían cabida ni público ni día de paga ni campo famoso ni hoyo siguiente ni presión agotadora ni contrincante hostil ni esposa número uno del mundo ni hijo secuestrado. La zona de Jack era un espacio restringido que sólo comprendía su club, una pequeña bola y un hoyo. Todo lo demás se desvanecía como una secuencia onírica se desvanece en una película.

Myron advirtió que estaba ante Jack Coldren en su estado más puro. El Jack Coldren golfista. Un hombre que deseaba ganar. Que lo necesitaba. Myron lo comprendió. Él también había estado allí (su zona consistía en una pelota grande anaranjada y un aro metálico) y una parte de sí mismo permanecería para siempre atrapada en aquel mundo. Resultaba agradable estar ahí. Era, en muchos aspectos, el mejor lugar donde uno podía estar. Win se equivocaba. Ganar no era un objetivo menospreciable. Era una meta noble. Jack había encajado los golpes que le había asestado la vida. Se había esforzado y había luchado. Se había visto vapuleado y vituperado. Sin embargo allí estaba, con la cabeza bien alta, camino de la redención. ¿A cuántas personas se les brindaba semejante oportunidad? ¿A cuántas personas se les presentaba realmente la ocasión de sentir aquella emoción, de morar aunque sólo fuera brevemente en tan sublime altiplano, de sacudir el corazón y los sueños con tamaña pasión inextinguible?