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Jack Coldren lanzó el putt. Myron se sorprendió de sí mismo cuando se dio cuenta de que estaba prestando atención a la trayectoria precisa de la bola hacia el hoyo, sumándose al arrebato colectivo que con tanto ardor arrastraba a hordas de espectadores a los acontecimientos deportivos. Contuvo el aliento y notó que una lágrima se le escurría por la mejilla cuando la bola cayó dentro. Un birdie. Diane Hoffman cerró el puño y lo blandió en el aire. La ventaja volvía a ser de nueve golpes.

Jack levantó la vista hacia el público. Agradeció los aplausos llevándose la mano al sombrero, aunque no veía nada. Seguía en la zona. Luchaba por permanecer allí. Por un instante, sus ojos se cruzaron con los de Myron, que sencillamente asintió, sin pretender enviarle ninguna señal que lo devolviera a la realidad. «Quédate en tu zona», pensó Myron. En la zona, un hijo no sabotea adrede el sueño más preciado de su padre.

Myron se encaminó hacia el village. Los campeonatos de golf establecían una jerarquía sin precedentes entre el público asistente. Es cierto que en la mayoría de los terrenos de juego solía haber distintas categorías; determinados espectadores tenían mejores localidades que otros, por supuesto, y los escogidos podían acceder a palcos de tribuna e incluso a los asientos situados junto al campo. No obstante, en esos casos bastaba con que uno entregara la entrada al acomodador y ocupara su sitio. En el golf, en cambio, uno exhibía su pase durante todo el día. El público con entrada general (léase: los siervos) solía llevar una vulgar etiqueta adhesiva pegada a la camisa. Los demás llevaban una tarjeta de plástico colgada al cuello mediante una cadena metálica. Los patrocinadores (léase: los señores feudales) lucían tarjetas rojas, plateadas o doradas, en función de la cantidad de dinero que hubiesen gastado sus respectivas empresas. También había pases diferentes para los familiares y amigos de los jugadores, para los socios del club, para los directivos e incluso para los agentes deportivos de cierta categoría. Y las distintas tarjetas daban acceso a distintos lugares. Por ejemplo, para entrar en el village había que llevar una tarjeta de color; pero se necesitaba una dorada para acceder a una de las tiendas más exclusivas, las que estaban estratégicamente instaladas en lo alto de las colinas, como los cuarteles de una vieja película de guerra.

El village no era más que una hilera de carpas, cada una de ellas patrocinada por una gran empresa u otra. El objetivo teórico de gastar como mínimo cien mil dólares en alquilar una tienda durante cuatro días era impresionar a los clientes y aparecer en los medios de comunicación. La verdad, sin embargo, era que las tiendas servían para que los peces gordos de la empresa asistiesen al torneo gratis. Era cierto que se invitaba a un montón de clientes importantes, pero Myron también se había percatado de que los principales directivos de la empresa siempre se las ingeniaban para aparecer por allí. Y el alquiler de cien mil dólares era sólo el comienzo, ya que la tarifa no incluía la comida, las bebidas ni el servicio, por no mencionar los vuelos en primera clase, las suites en hoteles de lujo, las limusinas, etcétera, para los peces gordos y sus invitados.

Myron dio su nombre a la encantadora recepcionista de la tienda de Lock-Horne. Win aún no había llegado; Esperanza estaba en un rincón, sentada a la mesa.

– Tienes un aspecto asqueroso -le dijo ella a modo de saludo.

– Quizá, pero tengo suerte de encontrarme fatal.

– ¿Qué te ha pasado?

– Me han atacado tres coqueros nazis armados con barras de hierro.

Esperanza enarcó una ceja.

– ¿Sólo tres?

Aquella mujer siempre estaba de broma. Myron le describió la pelea y el modo en que había escapado por los pelos. Cuando hubo terminado, Esperanza sacudió la cabeza y dijo:

– Eres un desastre.

– Me pondré bien, tranquilízate.

– He encontrado a la esposa de Lloyd Rennart. Es artista o algo así, vive en la costa de Nueva Jersey.

– ¿Hay algún indicio sobre el cuerpo de Lloyd Rennart?

– He comprobado las páginas web del NVI y de Treemaker -dijo Esperanza-. No se ha expedido ningún certificado de defunción.

Myron la miró.

– Bromeas.

– No. Aunque puede que aún no se haya publicado en la red. Las demás oficinas están cerradas hasta el lunes. Además, que no se haya expedido quizá no signifique nada.

– ¿Por qué no? -preguntó él.

– Una persona debe llevar desaparecida cierto tiempo antes de que se la declare oficialmente fallecida -explicó Esperanza-. No sé cuánto, cinco años o algo así. Pero lo que a menudo sucede es que los parientes más cercanos presentan una instancia con vistas a reclamar el seguro y los bienes del supuesto finado. Ahora bien, Lloyd Rennart se suicidó.

– De modo que no hay seguro que valga -dijo Myron.

– Exacto. Y suponiendo que Rennart y su esposa hubiesen tramado juntos todo el tinglado, tampoco habría ninguna necesidad de forzar las cosas.

Myron asintió con la cabeza. Tenía sentido, pero no dejaba de ser otra fastidiosa cutícula inflamada que pedía a gritos una manicura.

– ¿Quieres beber algo? -preguntó.

Esperanza negó con la cabeza.

– Vuelvo enseguida -dijo Myron, y fue a servirse un Yoo-Hoo. Win se había asegurado de que la tienda de Lock-Horne estuviera bien abastecida. En un rincón, un monitor de televisión mostraba la clasificación del torneo. Jack acababa de terminar el hoyo quince. Tanto él como Crispin habían conseguido el par. A menos que se desmoronara de repente, Jack iba a lograr una enorme ventaja en el recorrido final del día siguiente.

Cuando Myron se hubo sentado de nuevo a la mesa, Esperanza dijo:

– Me gustaría comentarte algo.

– Dispara.

– Es sobre mi graduación.

– De acuerdo.

– Llevas tiempo eludiendo el tema.

– Pero ¿qué dices?, si soy yo el pesado que quiere asistir a tu graduación, ¿recuerdas?

– No me refiero a eso. -Esperanza comenzó a juguetear con el envoltorio de una pajita-. Estoy hablando de lo que ocurrirá después de que me gradúe. Pronto seré una abogada con todas las de la ley. Mis funciones en la empresa deberían cambiar.

Myron asintió.

– Estoy de acuerdo.

– Para empezar, me gustaría tener mi propio despacho.

– No disponemos de espacio.

– La sala de reuniones es demasiado grande -contraatacó ella-. Se puede utilizar parte de ese espacio y otro poco de la sala de espera. No será un despacho muy grande, pero me bastará.

Myron asintió lentamente.

– Podemos estudiarlo.

– Para mí es importante, Myron.

– Conforme. Parece viable.

– En segundo lugar, no quiero un aumento.

– ¿No?

– Eso es.

– Curiosa técnica de negociación, Esperanza, pero me has convencido. Aunque me hubiera encantado concederte un aumento, te prometo que no recibirás ni un centavo más. Me doy por vencido.

– Ya lo estás haciendo otra vez.

– ¿Haciendo el qué?

– Tomarme el pelo cuando hablo en serio. A ti no te gustan los cambios, Myron. Me consta. Por eso has vivido con tus padres hasta hace pocos meses. Por eso sigues con Jessica aunque deberías haberte olvidado de ella hace años.

– Hazme un favor -le dijo él con cansancio-. Ahórrame tu psicoanálisis de aficionada; ¿lo harás?

– Sólo expongo los hechos. No te gustan los cambios.

– ¿Y a quién le gustan? Además, quiero a Jessica. Lo sabes muy bien.