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– De acuerdo, la quieres -concedió Esperanza para zanjar el asunto-. Tienes razón, fio debería haber mencionado el tema.

– Bien. ¿Hemos terminado?

– No. -Esperanza dejó de jugar con el envoltorio de la pajita. Cruzó las piernas, puso las manos en el regazo y añadió-: No me resulta fácil hablar de esto.

– ¿Prefieres que lo dejemos para otra ocasión?

Ella puso los ojos en blanco.

– No, no quiero dejarlo para otra ocasión. Quiero que me escuches. Que me escuches de verdad.

Myron permaneció callado.

– La razón por la que no quiero un aumento -prosiguió Esperanza- es que no quiero trabajar para otros. Mi padre trabajó toda su vida como empleado para todo tipo de mamones. Mi madre se pasó la suya limpiando casas ajenas. -Hizo una pausa, tragó saliva y respiró hondo-. No quiero que me pase lo mismo. No quiero pasarme la vida trabajando para nadie.

– ¿Ni para mí?

– Para nadie, ¿entiendes? -Esperanza sacudió la cabeza-. Joder, cuando quieres eres un poco duro de entendederas.

– Pues no veo a dónde quieres ir a parar con todo esto.

– Quiero ser socia -declaró ella.

– ¿De MB SportsReps? -preguntó Myron tras hacer una mueca.

– No, de AT &T. Pues claro que de MB.

– Pero es que se llama MB -dijo Myron-. Eme de Myron. Be de Bolitar. Tú te llamas Esperanza Diaz. No puedo ponerle MBED. ¿Qué clase de nombre sería ése?

Ella lo miró antes de responder.

– Ya lo estás haciendo otra vez. Estoy intentando mantener una conversación seria.

– ¿Ahora? Eliges precisamente el momento en que acaban de golpearme con una barra de hierro en la cabeza…

– En el hombro.

– Da igual. Mira, ya sabes cuánto significas para mí…

– Esto no tiene nada que ver con nuestra amistad -lo interrumpió Esperanza-. En este momento no me importa lo que yo pueda significar para ti. Me importa lo que significo para MB SportsReps.

– Significas mucho para MB. Mucho más de lo que te imaginas.

– ¿Pero?

– Pero nada. Sólo que me has cogido desprevenido. Acaba de agredirme una banda de neonazis. Eso produce extrañas alteraciones en la psique de las personas como yo. Además, estoy procurando resolver un posible caso de secuestro. Sé perfectamente que las cosas han dé cambiar. Tenía planeado traspasarte más responsabilidades, permitir que te hicieras cargo de más negociaciones, contratar a alguien más. Pero establecer una sociedad… Eso es harina de otro costal.

– ¿Así pues? -insistió ella, inasequible al desaliento.

– Me gustaría meditarlo, sencillamente. ¿Cómo tienes previsto convertirte en socia? ¿Qué porcentaje quieres? ¿Piensas comprar acciones o invertirás horas de trabajo? Hay un montón de aspectos sobre los que discutir, y no creo que éste sea el momento más indicado para hacerlo.

– Muy bien. -Esperanza se puso en pie-. Voy a dar una vuelta por el sector reservado a los jugadores, a ver si charlo un rato con alguna esposa.

– Buena idea.

– Hasta luego -dijo ella, y se volvió para marcharse.

– Esperanza.

Lo miró.

– No te has enfadado, ¿verdad? -le preguntó él.

– No me he enfadado.

– Encontraremos una solución.

Esperanza asintió.

– Muy bien.

– No olvides que hemos quedado con Tad Cris-pin una hora después de que finalice el recorrido. En el sector de los jugadores.

– ¿Quieres que asista a la reunión?

– Sí.

– De acuerdo -repuso ella, y se marchó.

Myron se arrellanó en el asiento y la observó alejarse. Fantástico. Justo lo que necesitaba. Que la mejor amiga con que contaba se convirtiera en su socia no podía dar buen resultado. El dinero echaba a perder las relaciones personales; era ley de vida, así de simple. Su padre y su tío (que eran los hermanos más unidos que cupiera imaginar) lo habían intentado, con resultados desastrosos. Su padre terminó por comprar la parte del tío Morris, y estuvieron cuatro años sin dirigirse la palabra. Myron y Win se habían esforzado por mantener sus negocios separados al tiempo que compartían los mismos intereses y objetivos. De ese modo no había interferencias profesionales ni dinero que repartir. Con Esperanza todo había ido de perlas, pero se debía a que su relación siempre había respetado el orden jerárquico: él era el jefe y ella la empleada. Sus respectivas funciones estaban bien definidas. Sin embargo, la comprendía. Esperanza merecía aquella oportunidad. Se la había ganado a pulso. No sólo era una empleada importante de MB, sino que formaba parte de la empresa.

Entonces, ¿qué hacer?

Agitó el contenido de la lata de Yoo-Hoo a la espera de que se le ocurriera una idea. Por fortuna, sus pensamientos aguardaron emboscados hasta que alguien le dio un golpecito en el hombro.

17

– Hola.

Myron se volvió. Era Linda Coldren. Llevaba un pañuelo a la cabeza y gafas de sol. Parecía Greta Garbo hacia 1984. Abrió el bolso.

– He desviado el teléfono de casa a éste -susurró, señalando el teléfono móvil que guardaba en el bolso-. ¿Le importa que me siente?

– Por favor -le invitó Myron.

Linda tomó asiento frente a él. Las gafas de sol eran grandes, pero no impidieron que Myron entreviera una sospechosa sombra rojiza alrededor de sus ojos. La nariz también presentaba el aspecto de haber sido frotada por un exceso de pañuelos de papel.

– ¿Alguna novedad? -preguntó.

Myron le relató su encuentro con los nazis. Ella hizo unas cuantas preguntas complementarias. La paradoja la atormentaba una vez más: deseaba que su hijo estuviera a salvo, pero al mismo tiempo no quería que todo aquello fuese simplemente una broma de mal gusto.

– Sigo pensando que deberíamos ponernos en contacto con los federales -dijo Myron-. Puedo hacerlo con discreción.

Ella negó con la cabeza.

– Es demasiado arriesgado.

– También lo es seguir así.

Linda Coldren volvió a negar con la cabeza y se recostó en la silla. Permanecieron callados un rato. Linda miraba fijamente por encima del hombro de Myron.

– Cuando Chad nació, me retiré casi dos años -dijo al fin-. ¿Lo sabía?

– No -respondió Myron.

– El golf femenino… -masculló Linda-. Estaba en mi mejor momento, era la mejor jugadora del mundo, y, sin embargo, no recuerda haber leído nada al respecto.

– No me interesa mucho el golf -se excusó Myron.

– Sí, ya -replicó ella con un resoplido-. Si Jack Nicklaus se hubiese retirado durante dos años, seguro que se habría enterado.

Myron asintió. La verdad era que estaba en lo cierto.

– ¿Le resultó duro regresar? -preguntó.

– ¿Lo dice por lo que representaba volver a jugar o por tener que separarme de mi hijo?

– Por las dos cosas.

Linda respiró hondo y meditó la respuesta.

– Echaba de menos jugar -contestó al cabo-. No tiene idea de cuánto. Recuperé el primer puesto de la clasificación en un par de meses. En cuanto a Chad…, bueno, todavía era un bebé. Contraté a una niñera que viajaba con nosotros.

– ¿Cuánto duró esa situación?

– Hasta que Chad cumplió tres años. Entonces me di cuenta de que no podía seguir llevándolo de aquí para allá. No era conveniente para él. Un niño necesita cierta estabilidad. De modo que tuve que elegir.

Se hizo el silencio.

– No me malinterprete -prosiguió-. No siento lástima de mí misma y me alegra que a las mujeres se nos brinden oportunidades. Pero lo que no te dicen es que cuando tienes opciones se te viene encima el sentimiento de culpabilidad.

– ¿A qué tipo de culpabilidad se refiere?

– Culpabilidad de madre, la peor de todas. El remordimiento es constante. Te obsesiona en sueños. Te señala con un dedo acusador. Cada golpe preciso con el palo de golf me recordaba que había abandonado a mi hijo. En cuanto podía cogía un avión para volver a casa. Me perdí algunos torneos que tenía verdaderas ganas de jugar. Me esforcé enormemente para compatibilizar mi carrera profesional con mi maternidad, y cada día que pasaba me sentía como una sinvergüenza egoísta. -Miró a Myron-. ¿Me comprende?