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– Sí, creo que sí.

– Pero en realidad no comparte mi punto de vista.

– Claro que sí.

Linda Coldren le dedicó una mirada cargada de escepticismo.

– Si hubiese sido una madre corriente, ¿habría sospechado tan pronto que Chad estaba detrás de esto? ¿Acaso el hecho de que me considere una madre despreocupada no ha influido en sus ideas?

– Madre despreocupada, no -la corrigió Myron-. Padres despreocupados.

– Es lo mismo.

– No. Usted ganaba más dinero que su esposo. Si alguien tenía que quedarse en casa, debería haber sido Jack.

Linda sonrió.

– ¿No estamos pasándonos de políticamente correctos?

– No necesariamente. Quizá sólo estemos siendo prácticos.

– No es tan sencillo, Myron. Jack adora a su hijo. Durante los años en que ni siquiera se clasificaba para los torneos del circuito permanecía en casa con él. Pero enfrentémonos a los hechos: nos guste o no, la madre es quien soporta esa carga.

– Que así sea no lo hace más justo.

– Tampoco tiene por qué anular mi propia iniciativa. Como he dicho, tuve ocasión de elegir. Si pudiera volver a empezar, volvería a jugar en el circuito profesional.

– Y volvería a sentirse culpable.

Linda asintió.

– La elección y la culpa van de la mano -dijo-. Son inseparables.

Myron bebió un sorbo de su Yoo-Hoo.

– Dice que Jack pasaba temporadas en casa…

– Sí -repuso ella-. Cuando no superaba los cortes. ¿Los cortes?

– Las eliminatorias -aclaró Linda-. Cada año, los ciento veinticinco jugadores que más dinero ganan obtienen automáticamente su tarjeta para el Circuito de la PGA. Siempre hay un par más que la consiguen a través de sus patrocinadores. El resto está obligado a superar los cortes; es decir, las eliminatorias. Si no lo hacen, no juegan.

– ¿Se decide todo en un solo torneo?

– Exacto -repuso ella.

«Menuda tensión», pensó Myron.

– Así pues, cuando Jack no pasaba los cortes, ¿se quedaba en casa durante todo el año?

Linda asintió con la cabeza.

– ¿Qué tal se llevaban Chad y Jack? -preguntó Myron.

– Chad veneraba a su padre -contestó Linda.

– ¿Y ahora?

Ella desvió la mirada. Myron creyó advertir una expresión de dolor en su rostro.

– Ahora Chad es mayor y se pregunta por qué su padre pierde una y otra vez. Ya no sé lo que piensa. Pero Jack es un buen hombre. Se esfuerza muchísimo. Tiene que entender lo que le ocurrió, Myron. Perder el Open de aquel modo… quizá le parezca melodramático en exceso, pero mató algo en su interior. Ni siquiera tener un hijo le devolvió la confianza en sí mismo.

– No tendría que haberle afectado tanto -opinó Myron, que creyó oír el eco de la voz de Win en sus palabras-. Sólo era un torneo más.

– Usted jugó en muchos partidos importantes -dijo ella-. ¿Alguna vez echó a perder una victoria como lo hizo Jack?

– No.

– Yo tampoco.

Dos hombres canosos que lucían sendos pañuelos verdes al cuello se abrieron paso hasta el bufé. Se inclinaron sobre cada una de las especialidades y fruncieron el entrecejo como si las fuentes estuvieran llenas de hormigas. Aun así, llenaron abundantemente sus platos.

– Hay algo más -anunció Linda.

Myron esperó.

Ella se ajustó las gafas y apoyó las manos sobre la mesa.

– Jack y yo hace años que no estamos… juntos.

Al ver que no continuaba, Myron dijo:

– Pero siguen casados.

– Sí.

Quería preguntarle por qué, pero habría sido una obviedad.

– Soy un recordatorio constante de sus fracasos -prosiguió ella-. A un hombre no le resulta fácil asumirlo. Se supone que somos compañeros de viaje, pero yo poseo lo que Jack más ansia. -Se dio un golpecito en la cabeza-. Qué curioso…

– ¿El qué?

– Jamás he tolerado la mediocridad en el campo de golf. Sin embargo, he permitido que presidiera mi vida privada. ¿No le parece extraño?

Myron se encogió de hombros. Linda parecía irradiar infelicidad, como si se tratara de una fiebre extrema. Había levantado la vista y sonreía. Aquella sonrisa lo estaba embriagando, incluso podría llegar a partirle el corazón. Se sorprendió deseando inclinarse y abrazar a Linda Coldren. Lo dominaba un impulso casi incontrolable de estrecharla contra su cuerpo y sentir la caricia de sus cabellos en la cara. Trató de recordar la última vez que había experimentado semejante sensación por una mujer que no fuese Jessica; no se le ocurrió ninguna respuesta.

– Hábleme de usted -le pidió Linda de súbito.

El cambio de tema lo sorprendió desprevenido.

– Es muy aburrido -respondió Myron, sacudiendo la cabeza.

– Lo dudo mucho -dijo ella en tono jocoso-. Vamos, hombre. Me distraerá.

Myron volvió a menear la cabeza.

– Sé que por poco se convierte en jugador profesional de baloncesto -añadió Linda-. Sé que se lesionó una rodilla. Sé que estudió derecho en Harvard. Y sé que intentó volver a las pistas hace unos meses. ¿Quiere llenar los espacios en blanco?

– Lo ha resumido bastante bien.

– No lo creo, Myron. Tía Cissy no nos aconsejó que le pidiéramos ayuda porque juegue bien al baloncesto.

– Trabajé un tiempo para el Gobierno.

– ¿Con Win?

– Sí.

– ¿Haciendo qué?

Myron negó otra vez con la cabeza.

– ¿Alto secreto? -aventuró ella.

– Algo por el estilo.

– Y es novio de Jessica Culver.

– Sí.

– Me gustan sus libros.

Él asintió.

– ¿Está enamorado? -preguntó Linda.

– Mucho.

– ¿Qué quiere?

– ¿Que qué quiero?

– De la vida. ¿Cuál es su sueño?

Myron sonrió.

– Lo dice en broma, ¿verdad?

– Sólo voy al grano -repuso Linda mirándolo fijamente-. Sea sincero conmigo, Myron; ¿qué es lo que más desea en el mundo?

Myron notó que se sonrojaba.

– Quiero casarme con Jessica -le contestó-. Quiero mudarme a las afueras y formar una familia.

Linda se echó hacia atrás en la silla, como dándose por satisfecha.

– ¿De veras?

– Sí.

– ¿Como sus padres?

– Sí.

Ella sonrió.

– Eso está muy bien.

– Es sencillo -dijo él.

– No todos estamos hechos para llevar una vida sencilla -señaló Linda-, aunque eso sea lo que en el fondo deseemos.

Myron asintió.

– Muy profundo, Linda. No sé qué ha querido decir, pero ha sonado muy profundo.

– Yo tampoco lo sé. -Linda rió. Su risa era grave y gutural, y a Myron le gustó-. Dígame dónde conoció a Win.

– En el primer curso de la facultad -contestó Myron.

– No lo he visto desde que tenía ocho años. -Linda Coldren tomó un trago de su agua con gas-. Por entonces yo tenía quince, y ya hacía un año que salía con Jack, lo crea o no. Por cierto, ¿sabía que Win adoraba a Jack?

– No -respondió Myron.

– Pues es verdad. Lo seguía a todas partes. Y Jack podía llegar a ser insoportable en aquella época. Intimidaba con amenazas a los demás chicos. Era endiabladamente malicioso. A veces, incluso cruel.

– ¿Y usted se enamoró de él pese a ello?

– Tenía quince años -dijo Linda, como si eso lo explicara todo. Y quizás así fuese.

– ¿Cómo era Win de niño? -preguntó Myron.

Ella volvió a sonreír; el gesto acentuó las arrugas de las comisuras de los labios y los ojos.

– Le gustaría poder comprender su personalidad, ¿no?

– Mera curiosidad -dijo Myron, pero sintió cómo la verdad que encerraban sus palabras le aguijoneaba. Deseó poder retirar la pregunta. Ya era demasiado tarde.