– Win nunca fue un niño feliz. Siempre estaba -Linda buscó la palabra adecuada- aislado, eso es. No sé cómo expresarlo. No es que fuera alocado ni desabrido ni agresivo ni nada por el estilo, pero había algo en él que no era normal. Siempre, incluso de niño, tenía esa peculiar habilidad para mostrarse indiferente.
Myron asintió. Sabía muy bien a qué se refería.
– Tía Cissy también es así.
– ¿Se refiere a la madre de Win?
Linda asintió.
– Esa mujer es puro hielo cuando se lo propone. Hasta con Win. Se comporta como si no existiera.
– Imagino que alguna vez hablará de él -aventuró Myron-. Con su padre, por lo menos.
Linda negó con la cabeza.
– Cuando la tía Cissy le dijo a mi padre que se pusiera en contacto con Win, fue la primera vez en años que lo llamó por su nombre.
Myron guardó silencio. Otra vez la pregunta obvia flotaba en el aire sin ser formulada: ¿qué había ocurrido entre Win y su madre? Pero Myron no iba a pronunciarla. Aquella conversación ya había llegado demasiado lejos. Preguntar constituiría una traición imperdonable; si Win quería que se enterara, ya se lo contaría él mismo.
Pasó el tiempo sin que ninguno de los dos se percatara. Siguieron charlando, en especial acerca de Chad y de la clase de hijo que era. Jack se había mantenido firme y conservaba la muy considerable ventaja de ocho golpes. Si cometía algún error, sería peor que veintitrés años atrás.
La tienda comenzó a vaciarse, pero Myron y Linda se quedaron conversando un rato más. Una sensación de intimidad empezó a embargarlo; le costaba trabajo respirar cuando la miraba. Cerró los ojos un instante. Se dio cuenta de que, en realidad, no estaba sucediendo nada. Si había alguna clase de atracción, se trataba simplemente del clásico caso de «síndrome de compasión hacia la damisela afligida», y no había sentimiento menos políticamente correcto, por no decir primitivo, que ése.
El público se había marchado ya. Durante un buen rato no apareció nadie. En un momento determinado, Win asomó la cabeza por la puerta de la tienda. Al verlos juntos, enarcó una ceja y se escabulló.
Myron miró la hora en su reloj de pulsera.
– Debo irme. Tengo una cita.
– ¿Con quién?
– Tad Crispin.
– ¿Aquí, en el Merion?
– Sí.
– ¿Cree que le llevará mucho rato?
– No.
Ella empezó a juguetear con su alianza.
– ¿Le importa que lo espere? -preguntó-. Quizá podamos cenar juntos. -Se quitó las gafas. Tenía los ojos hinchados, pero su mirada era clara y firme.
– De acuerdo -respondió Myron.
Al cabo de unos minutos se encontró con Esperanza en la sede del club.
– ¿Qué pasa? -preguntó Myron al ver que le dedicaba una mueca.
– ¿Estás pensando en Jessica? -preguntó ella con suspicacia.
– No, ¿porqué?
– Porque pones esa cara repugnante de mocoso con mal de amores. Ya sabes. Esa que me da ganas de vomitar en tus zapatos.
– Vamos -dijo él-. Tad Crispin nos espera.
La reunión finalizó sin que se llegara a ningún acuerdo. No obstante, cada vez estaban más cerca de alcanzarlo.
– Menudo contrato ha firmado con Zoom -le dijo Esperanza-. Es un fiasco de marca mayor.
– Lo sé.
– A Crispin le gustas.
– Ya veremos qué pasa -repuso Myron.
Se excusó y regresó presurosamente a la tienda. Linda Coldren ocupaba el mismo asiento, dándole la espalda, y mantenía la misma actitud regia.
– ¿Linda?
– Está anocheciendo -dijo ella en voz baja-. A Chad no le gusta la oscuridad. Sé que ya ha cumplido los dieciséis, pero por si acaso todavía dejo encendida la luz del recibidor.
Myron permaneció inmóvil. Cuando Linda se volvió, él sintió que algo se le clavaba en el corazón al ver su sonrisa por primera vez.
– Cuando Chad era pequeño -continuó ella- siempre llevaba consigo a todas partes un palo de golf de plástico rojo y una bola Wiffle. Es curioso. Cuando ahora pienso en él, así es como lo veo. Con ese pequeño palo rojo. Hacía mucho tiempo que no me lo imaginaba de esa manera. Ya está hecho todo un hombre, pero desde que ha desaparecido sólo se me presenta la imagen de aquel niño alegre golpeando bolas de golf en el patio trasero.
Myron asintió y tendió una mano hacia ella.
– Vámonos -dijo con amabilidad.
Linda se puso de pie. Caminaron juntos en silencio. El cielo nocturno brillaba tanto que parecía estar mojado. Myron deseó darle la mano, pero no lo hizo. Cuando llegaron al coche, Linda desbloqueó las cerraduras con un mando a distancia. Luego abrió la puerta mientras Myron empezaba a rodear el vehículo hacia el lado del pasajero. Se detuvo en seco.
El sobre estaba encima del asiento del conductor.
Durante varios segundos ninguno de los dos se movió. El sobre era de papel manila, lo bastante grande para una fotografía de veinte por veinticinco. Era plano salvo en la parte central, algo abultada.
Linda Coldren levantó la vista hacia Myron, que se agachó y levantó el sobre por los bordes. Había algo escrito en el reverso, con letras mayúsculas:
LE ADVERTÍ QUE NO PIDIERA AYUDA
AHORA CHAD PAGA EL PRECIO DE SU ERROR
SI VUELVE A CONTRARIARNOS
SERÁ MUCHO PEOR
Myron sintió que el miedo le atenazaba el pecho. Se incorporó lentamente y tocó con un solo nudillo la parte abultada del sobre. Parecía arcilla. Con mucho cuidado, rasgó el cierre, puso el sobre boca abajo y dejó caer el contenido sobre el asiento del coche.
Un dedo amputado rebotó dos veces antes de posarse definitivamente.
18
Myron abrió los ojos de par en par, incapaz de articular palabra. Lo invadió un terror en estado puro. Empezó a temblar y se le entumeció todo el cuerpo. Bajó la vista hacia la nota que aún sostenía en la mano. Una voz interior le decía: «Es culpa tuya, Myron. Es culpa tuya.»
Se volvió hacia Linda Coldren. Permanecía boquiabierta, con los ojos muy abiertos.
Myron intentó acercarse, pero ella se tambaleó como un boxeador que ya no es capaz de recobrar fuerzas durante la cuenta atrás.
– Debemos avisar a alguien cuanto antes -consiguió balbucear Myron-. Tengo amigos en el FBI.
– No -repuso ella con voz firme.
– Linda, escúcheme…
– Lea la nota.
– Pero…
– Lea la nota -repitió ella. Bajó la cabeza con expresión torva-. Usted queda al margen de esto, Myron. Desde ahora mismo.
– No sabe con qué se enfrenta.
– ¿Ah no? -Linda levantó la cabeza con gesto agresivo y añadió-: Me enfrento a un psicópata sin escrúpulos, la clase de monstruo que mutila ante la menor provocación. -Se acercó al coche-. Le ha cortado un dedo a mi hijo sólo porque he hablado con usted. ¿Qué cree que hará si desobedezco de nuevo sus órdenes?
A Myron le daba vueltas la cabeza.
– Linda, pagar el rescate no garantiza…
– Eso ya lo sé.
– Pero… -Myron se sentía confuso, y entonces soltó algo sumamente estúpido-. Ni siquiera sabe si el dedo es suyo.
Ella bajó la mirada. Con una mano, contuvo un sollozo. Con la otra, acarició el dedo amorosamente, sin rastro de repulsa en el semblante.
– Se equivoca -dijo Linda en voz baja-. Sé que lo es.
– Puede que ya esté muerto.
– En ese caso, no importa lo que haga, ¿no le parece?
Myron prefirió no añadir nada más. Ya había dicho suficientes tonterías. Sólo necesitaba unos instantes para reponerse, para decidir cuál debía ser el paso siguiente.
«Es culpa tuya, Myron. Es culpa tuya.»
Intentó apartar aquellos pensamientos de su mente. Al fin y al cabo, había pasado por peores situaciones. Había visto cadáveres, se había enfrentado a personas indeseadas, había atrapado y entregado asesinos a la justicia. Sólo necesitaba…