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– Qué va, Amber. El mío sí que está horroroso.

Myron se aclaró la garganta.

– Estamos a punto de resolver el caso. Sólo hay algo que aún no tenemos: el cómplice.

Myron esperó a que una de ellas dijera, «¿Cómplice?», pero ninguna lo hizo.

– Alguien de este centro comercial ayudó a ese desgraciado a dar conmigo -añadió.

– ¿Aquí?

– ¿En nuestro centro comercial?

– Imposible.

– Ni hablar.

Pronunciaban las palabras «centro comercial» con la misma devoción con la que otras personas pronuncian la palabra «sinagoga».

– ¿Alguien ayudó a ese tarado?

– ¿En nuestro centro comercial?

– ¡Jo!

– No me lo puedo creer.

– Pues créetelo -dijo Myron-. De hecho, es posible que el cómplice esté aquí ahora mismo, vigilándonos.

Volvieron la cabeza en todas direcciones. Hasta Missy o Messy se las ingenió para aparentar sorpresa, aunque su interpretación resultó poco inspirada.

Myron había mostrado el palo. Ahora iba a probar con la zanahoria.

– Veréis, chicas, quiero que mantengáis los ojos y los oídos bien abiertos. Pescaremos al cómplice. No hay la menor duda. Los tíos como él siempre hablan. Pero si el cómplice no era más que un desgraciado… -Observó sus rostros inexpresivos y prosiguió-: Si ella, pongamos por caso, no sabía con quién estaba tratando y decidiera informarme enseguida, antes de que los polis la pillen, pues bueno, seguramente podría ayudarla a quedar al margen. De lo contrario, quizá le acusasen de intento de asesinato.

Nada. Myron lo había previsto. Missy o Messy jamás lo admitiría delante de sus amigas. La cárcel daba mucho miedo, pero ella era una adolescente y representaba poco más que una cerilla mojada ante el fuego de las miradas de «los suyos».

– Hasta la vista. -Myron se dirigió al otro extremo de la zona de restaurantes. Se apoyó contra una columna, apostado en el camino que iba de la mesa de las chicas a los aseos. Esperó, convencido de que Missy o Messy se excusaría e iría a su encuentro. Y así fue. Tras unos cinco minutos, se puso de pie y echó a andar hacia él. Myron esbozó una sonrisa. Pensó que quizás hubiera estado bien ser profesor de instituto. Modelar mentes jóvenes, intentar cambiar vidas para mejorarlas.

Missy o Messy torció en dirección a la salida, alejándose de Myron.

¡Maldición!

Myron corrió tras ella, con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Mindy! -De pronto recordó su nombre.

Ella se volvió, pero no dijo nada.

Él puso voz melosa y trató de mostrarse comprensivo.

– Cualquier cosa que me cuentes será confidencial -en tono amable-. Si estás metida en esto…

– Déjame en paz, ¿vale? Yo no estoy metida en nada.

Lo apartó y pasó apresurada por delante de Foot Locker y Athlete's Foot, dos tiendas que Myron siempre había creído que eran la misma, alter egos si se quiere, del mismo modo que nunca se ven a Batman y a Bruce Wayne en la misma habitación.

Myron la observó alejarse. No se había derrumbado, y debía admitir que le sorprendía. Asintió y el plan de apoyo se puso en marcha. Mindy seguía huyendo, volviéndose a mirar cada dos por tres para asegurarse de que Myron no la seguía. Y no lo hacía.

Mindy, sin embargo, no se percató de la atractiva mujer hispana vestida con pantalón vaquero que tenía pocos metros a su izquierda.

Mindy encontró un teléfono público junto a una tienda de discos que presentaba el mismo aspecto que todas las tiendas de discos de los centros comerciales. Echó un vistazo alrededor, metió una moneda en la ranura y marcó un número. Su dedo acababa de pulsar el séptimo dígito cuando una mano menuda le pasó por encima del hombro y colgó el teléfono.

Giró sobre sí misma y vio a Esperanza.

– ¡Eh!

– Suelta ese teléfono -masculló Esperanza.

– ¡Eh!

– Exacto, eh. Ahora suelta el teléfono.

– ¿Tú quién coño eres?

– Suelta el teléfono -repitió Esperanza-, o te lo meteré por la nariz.

Desconcertada, Mindy obedeció. Pocos segundos después apareció Myron. Miró a Esperanza y preguntó:

– ¿Por la nariz?

Ella se encogió de hombros.

– No puedes hacer esto -exclamó Mindy.

– ¿Hacer el qué? -inquirió Myron.

– Obligarme a colgar el teléfono -respondió Mindy, confusa.

– Ninguna ley me lo impide -replicó Myron. Se volvió hacia Esperanza-. ¿Sabes si hay alguna ley que lo impida?

– ¿Que impida colgar un teléfono? -Esperanza negó categóricamente con la cabeza-. No, señor.

– Ya ves, no estoy quebrantando la ley. Sin embargo, sí que existe una ley contra los cómplices de los criminales. Es un delito grave por el que se va a parar a la cárcel.

– Yo no he ayudado a nadie, tío.

Myron se volvió hacia Esperanza.

– ¿Tienes el número?

Esperanza asintió y se lo dio.

– Veamos de quién es.

Una vez más, la era cibernética hacía que aquella tarea fuese una nimiedad. Cualquiera podía comprar un programa de ordenador en la tienda de informática de su barrio o entrar en determinadas páginas web como Biz, teclear el número y, voila, se obtenían el nombre y la dirección correspondientes.

Esperanza utilizó su teléfono móvil para marcar el número personal de la nueva recepcionista de MB SportsReps. Se llamaba, oportunamente, Big Cyndi. Con un metro noventa y ocho de estatura y más de ciento treinta kilos de peso, Big Cyndi había sido luchadora profesional bajo el apodo de Big Chief Mama, compañera de cartel de Esperanza Pequeña Pocahontas Diaz. En el cuadrilátero Big Cyndi lucía un maquillaje estrafalario, el pelo muy corto y de punta, camisetas ceñidas que realzaban su musculatura, y una espantosa mirada feroz y sarcástica y en la boca un gruñido permanente. En la vida real, la verdad sea dicha, era exactamente igual.

Esperanza le dio el número a Cyndi en español.

– Eh, oye, yo me largo de aquí -dijo Mindy.

Myron la agarró del brazo.

– Lo dudo.

– ¡Eh! No puedes retenerme, tío.

Myron no la soltó.

– Gritaré que me estás violando -insistió la chica.

Myron puso los ojos en blanco.

– Sí. Junto a un teléfono público de un centro comercial, a plena luz de los fluorescentes y en compañía de mi novia.

Mindy miró a Esperanza.

– ¿Es tu novia?

– Sí.

Esperanza se puso a silbar cierta melodía romántica.

– Pero no puedes hacer que me quede contigo.

– No lo entiendo, Mindy. Pareces una buena chica. -Aunque llevaba puestos unos leotardos negros, sandalias de tacón, un top rojo y lo que parecía un collar de perro al cuello-. ¿Me estás diciendo que ese tío merece que te metan en la cárcel? Trafica con drogas, Mindy. Ha intentado matarme.

Esperanza colgó el auricular.

– Es un bar que se llama Parker Inn.

– ¿Sabes dónde está? -le preguntó Myron a Mindy.

– Sí.

– Pues vamos.

Mindy se resistió.

– Suéltame -dijo, arrastrando la última e.

– Esto no es ningún juego, Mindy. Has colaborado con un tipo que ha intentado matarme.

– Porque tú lo digas.

– ¿Cómo?

Mindy cruzó los brazos en actitud amenazante, masticando chicle.

– O sea, ¿cómo sé que no eres tú el malo, eh?

– ¿Cómo dices?

– Tú, ayer, como que te presentas, ¿vale?, todo misterio y tal, ¿vale? No tienes identificación ni nada. ¿Cómo sé que no vas a por Tito? ¿Cómo sé que no eres otro traficante que quiere quitarle su territorio?

– ¿Tito? -repitió Myron, mirando a Esperanza-. ¿Un neonazi que se llama Tito?

Esperanza se encogió de hombros.

– Sus amigos no lo llaman Tito -continuó Mindy-. Es una pasada de largo, ¿captas? Así que lo llaman Tit.