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Myron y Esperanza se miraron y sacudieron la cabeza. Demasiado fácil.

– No estoy tomándote el pelo, Mindy -dijo Myron despacio-. Tito es un sujeto peligroso. Puede que esté implicado en el secuestro y mutilación de un chico que debe de tener más o menos tu edad. Alguien le cortó un dedo al chico y se lo envió a su madre.

– Oh, eso es como bestial -Mindy hizo una mueca.

– Ayúdame -le pidió Myron.

– ¿Eres poli?

– No -respondió Myron-. Sólo intento salvar a ese muchacho.

– Entonces, largo -dijo la chica-. No me necesitas.

– Me gustaría que nos acompañaras.

– ¿Por qué?

– Para que no se te ocurra avisar a Tito.

– No lo haré.

Myron negó con la cabeza.

– Además, sabes cómo llegar al Parker Inn. Eso. nos ahorrará tiempo.

– Ni hablar. No pienso ir contigo.

– Si no lo haces -la amenazó Myron-, le contaré a Amber, a Trish y a las demás todo lo que sé acerca de tu nuevo novio.

– ¡No es mi novio! -exclamó Mindy-. Sólo hemos salido un par de veces.

Myron sonrió.

– Pues mentiré. Les diré que ya te has acostado con él.

– ¡No es verdad! Esto es como injusto.

Myron se encogió de hombros.

Mindy intentó mostrarse amenazadora. No duró mucho.

– Vale, vale, voy con vosotros. -Señaló a Myron con el dedo-. Pero no quiero que Tit me vea, ¿vale? Me quedaré en el coche.

– Trato hecho -aceptó Myron.

El siguiente paso era dar caza a un hombre llamado Tit. Y luego, ¿qué?

El Parker Inn era el clásico bar de currantes y moteros racistas. El aparcamiento estaba abarrotado de furgonetas y motos. A través de la puerta, que se abría sin cesar, se oía música country. Varios hombres con gorras de béisbol usaban una pared del edificio como urinario. De vez en cuando uno se volvía y meaba encima de su vecino, suscitando una sarta de palabrotas y carcajadas.

En el coche, aparcado al otro lado de la calle, Myron miró a Mindy.

– ¿Sueles venir a este antro?

Ella se encogió de hombros.

– Habré venido como un par de veces. En busca de emociones, ya me entiendes…

Myron asintió.

– ¿Por qué no te rocías con gasolina y enciendes una cerilla?

– Vete a la mierda, ¿vale? Qué pasa, tío, ¿ahora resulta que eres mi padre?

Él levantó las manos. La muchacha tenía razón. No era asunto suyo.

– ¿Ves la furgoneta de Tito?

Myron no conseguía llamarlo Tit. Tal vez lo hiciese si tenía ocasión de conocerlo mejor.

Mindy recorrió el aparcamiento con la mirada.

– No.

– ¿Sabes dónde vive?

– No.

Myron sacudió la cabeza.

– Trafica con drogas, lleva una esvástica tatuada y no tiene culo. Pero, claro, lo que pasa es que, en el fondo, Tito tiene un gran corazón.

– Vete a tomar por el culo, ¿vale? -masculló Mindy.

Myron volvió a levantar las manos. Los tres se recostaron en sus respectivos asientos y observaron. No pasaba nada.

Mindy dejó escapar un profundo suspiro.

– Oye, tío, ya está bien; quiero irme a casa.

– Tengo una idea -intervino Esperanza.

– ¿Cuál? -preguntó Myron.

Esperanza se sacó la camisa de los pantalones vaqueros y se anudó el faldón por encima del obligo. Su vientre era plano y moreno. Luego se desabrochó varios botones hasta conseguir un atrevido escote que dejaba a la vista los bordes del sujetador. Myron advirtió que era negro. Finalmente hizo girar el retrovisor y empezó a aplicarse montones de maquillaje. Se ahuecó un poco el pelo y enrolló la vuelta de los pantalones. Cuando hubo terminado, dedicó una sonrisa a Myron.

– ¿Qué tal estoy? -preguntó.

– ¿Piensas meterte ahí dentro con ese aspecto? -dijo él, que por un instante sintió que le temblaban las rodillas.

– Así es como viste todo el mundo ahí.

– Pero no a todo el mundo le queda como a ti -observó.

– Vaya. -Esperanza sonrió-. Un piropo.

– Quiero decir que pareces una bailarina de West Side Story -repuso Myron, y añadió-: Si te conviertes en mi socia, no te vistas así para asistir a los consejos de administración.

– Trato hecho -aceptó Esperanza-. ¿Puedo irme ya?

– Primero llámame al móvil. Quiero estar seguro de oír todo lo que sucede.

Ella asintió y marcó el número. Él contestó. Comprobaron la conexión.

– No te hagas la heroína -agregó Myron-. Limítate a averiguar si está ahí. Si ves que se te escapa de las manos, sal corriendo.

– De acuerdo.

– Deberíamos tener una palabra clave. Algo que puedas decir si me necesitas.

Esperanza asintió, fingiendo tomárselo en serio.

– Si pronuncio la frase «eyaculación precoz», significa que quiero que entres corriendo.

– No te lo tomes a broma. -Myron abrió la guantera y sacó una pistola. Esta vez no lo pillarían desprevenido-. Ahora, vete.

Esperanza se apeó y cruzó la calle. Un Corvette negro trucado se detuvo a su lado. Un gorila cubierto de cadenas de oro aceleró el motor y sacó la cabeza por la ventanilla, dirigió una sonrisa a Esperanza y volvió a pisar el pedal del gas. Esperanza miró el coche, y luego al conductor.

– He oído decir que la tienes corta -soltó.

El gorila se largó. Esperanza se encogió de hombros y se despidió de Myron con la mano. No era una frase muy original, pero nunca fallaba.

– Por Dios, me encanta esta mujer -le dijo Myron.

– Es como total -convino Mindy-. Ojalá tuviera su pinta.

– Deberías desear ser como ella -señaló él.

– ¿Qué diferencia hay? Seguro que le va como de puta madre, ¿verdad?

Esperanza entró en el Parker Inn. Lo primero que la impactó fue el hedor, una penetrante combinación de olor a vómito y sudor rancio, sólo que peor. Arrugó la nariz y se adentró en el local. El entarimado estaba cubierto de serrín. Las lámparas estilo Tiffany de pega que colgaban del techo derramaban sobre las mesas de billar una luz sórdida y mortecina. Entre los clientes había el doble de hombres que de mujeres. Todo el mundo iba horriblemente vestido.

Esperanza echó un vistazo a la sala y, hablando en voz alta para que Myron la oyera a través del teléfono, dijo:

– Aquí hay un centenar de tíos que encajan con tu descripción. Es como pedirme que encuentre un implante de silicona en un club de strip-tease.

Myron tenía el micrófono del teléfono desconectado, pero ella habría apostado a que se estaba partiendo de risa. Un implante de silicona en un club de strip-tease. «No está mal -pensó-. Nada mal.»

¿Y ahora qué?

Los clientes no dejaban de mirarla, pero estaba acostumbrada a eso. Pasaron tres segundos antes de que se le acercara un hombre. Llevaba la barba larga y enredada, llena de restos de comida. Le dedicó una sonrisa desdentada y la miró de arriba abajo con absoluto descaro.

– Tengo una lengua fantástica -dijo el tipo.

– Es posible, pero te faltan unos cuantos dientes. -Esperanza lo hizo a un lado y se encaminó hacia la barra.

Dos segundos después, un tío se le acercó de un salto. Llevaba un sombrero de vaquero. Un sombrero de vaquero en Filadelfia… Algo no encajaba.

– Hola, preciosa, ¿no te conozco?

Esperanza asintió.

– Otra frase como ésa -dijo-, y comienzo a desnudarme.

El vaquero celebró su ocurrencia con un grito, como si fuese lo más divertido que había oído en la vida.

– No, pequeña, no lo digo para ligar contigo. Lo digo en serio… -Su voz pareció quebrarse-. ¡Pequeña Pocahontas! ¡La princesa india! Eres Pequeña Pocahontas, ¿verdad? No lo niegues, cariño. ¡Eres tú! ¡No me lo puedo creer!

Myron debía de estar pasándoselo en grande.

– Encantada de conocerte -dijo Esperanza-. Me alegra que te acuerdes de mí.

– Joder, Bobby, echa un vistazo a esto. ¡Es Pequeña Pocahontas! ¿Te acuerdas? ¿La pequeña arpía calentorra de la lucha libre?