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– Así es.

Myron abrió la boca, la cerró, templó la voz. «Anda con tiento, Myron -pensó-, sé amable, ve paso a paso.»

– ¿Usted conocía su paradero?

– Supuse que estaría en casa de su amigo Matthew -respondió Linda Coldren.

Myron asintió, como si ese gesto revelara una brillante perspicacia. Volvió a asentir y preguntó:

– ¿Se lo dijo Chad?

– No.

– Así pues -concluyó él, fingiendo no darle importancia-, estos dos últimos días usted no sabía dónde se encontraba su hijo.

– Acabo de decirle que creía que estaba en casa de Matthew.

– No llamó a la policía.

– Claro que no.

Myron estuvo a punto de hacerle otra pregunta complementaria, pero la actitud de Linda Coldren le obligó a replantear el discurso. Linda aprovechó ese instante de indecisión. Se encaminó hacia la cocina con aire distinguido. Myron la siguió. Bucky salió de repente de su estado de trance y fue tras ellos.

– Permítame asegurarme de que he entendido bien -dijo Myron, que había decidido enfocar el asunto desde un ángulo distinto-. ¿Chad se esfumó antes del torneo?

– Correcto -respondió ella-. El Open comenzó el jueves. -Abrió la nevera y añadió-: ¿Por qué? ¿Acaso es importante?

– Elimina una de las posibles causas -explicó Myron.

– ¿Cuál?

– La de alterar los resultados del torneo -aclaró Myron-. Si Chad hubiese desaparecido hoy, cuando su marido va en cabeza de la clasificación, podría conjeturarse que alguien pretende impedir que gane el Open. Pero hace dos días, antes de que el torneo hubiese comenzado…

– Nadie habría apostado un centavo por Jack -Linda Coldren terminó la frase por él-. Tenía una posibilidad entre cinco mil de vencer, y eso en el mejor de los casos. -Asentía con la cabeza al hablar, como si enfatizara la lógica del argumento-. ¿Le apetece una limonada? -preguntó.

– No, gracias.

– ¿Papá?

Bucky negó con la cabeza. Linda Coldren se inclinó hacia el interior de la nevera.

– Muy bien -dijo Myron, haciendo lo posible por mostrarse despreocupado-. Hemos descartado una posibilidad. Probemos con otra.

Linda Coldren lo observó. Con una mano sostenía una jarra de cristal de cuatro litros sin que su antebrazo diera muestras de realizar un gran esfuerzo. Myron se debatía buscando la manera de abordar la cuestión, lo cual no resultaba nada sencillo. Finalmente, se animó a preguntar:

– ¿Es posible que su hijo esté detrás de todo esto?

– ¿Qué?

– Se trata de una pregunta inevitable -adujo Myron-, dadas las circunstancias.

Linda dejó la garrafa sobre el mostrador de madera.

– ¿Qué diablos pretende decir? ¿Cree acaso que Chad está simulando su propio secuestro?

– No he dicho eso. He dicho que quería comprobar esa posibilidad.

– Lárguese.

– Llevaba dos días fuera y nadie ha avisado a la policía -dijo Myron-. Una conclusión posible es que aquí se haya producido alguna clase de tensión. Que Chad ya se hubiese escapado antes.

– O bien -contraatacó Linda Coldren, cerrando con fuerza los puños-, podría sacar la conclusión de que confiamos en nuestro hijo. Que le otorgamos un grado de libertad acorde con su nivel de madurez y responsabilidad.

Myron dirigió una mirada a Bucky, que mantenía la cabeza gacha.

– Si tal es el caso…

– Tal es el caso.

– Pero dígame, ¿acaso los chicos responsables no dicen a sus padres adónde van, para asegurarse así de que no van a preocuparse en vano?

Linda Coldren sacó un vaso del armario con excesiva delicadeza. Lo puso sobre el mostrador y, mientras lo llenaba lentamente, dijo:

– Chad ha aprendido a ser muy independiente. Su padre y yo somos jugadores de golf profesionales, lo cual, voy a serle franca, significa que ni él ni yo pasamos mucho tiempo en casa.

– Sus prolongadas ausencias -aventuró Myron-, ¿no han dado pie a cierta… tirantez?

Linda Coldren negó con la cabeza.

– Todo esto no tiene ningún sentido.

– Sólo intento…

– Mire, señor Bolitar, Chad no está detrás de esto. De acuerdo, es un adolescente. No es perfecto, como tampoco lo son sus padres, pero eso no significa que haya simulado su propio secuestro. Y aun suponiendo que lo hubiese hecho, aunque sé que no es así, pero supongámoslo de todos modos, entonces está sano y salvo y podemos prescindir de usted. Si se trata de un engaño cruel, no tardaremos en descubrirlo. Pero si mi hijo está en peligro, seguir en este plan es una pérdida de tiempo que no me puedo permitir.

Myron asintió. La señora se saldría con la suya.

– Comprendo -dijo.

– Bien.

– ¿Ha telefoneado a su amigo después de hablar con el secuestrador? Me refiero al amigo en cuya casa pensaba que estaría.

– Se llama Matthew Squires. Sí, he telefoneado.

– ¿Y Matthew tenía idea de dónde puede estar?

– No.

– Son amigos íntimos, ¿verdad?

– Sí.

– Estarán muy unidos.

Ella frunció el entrecejo.

– Sí, mucho.

– ¿Matthew llama aquí a menudo?

– Sí. O se comunican por correo electrónico.

– Necesito el número de teléfono de Matthew -dijo Myron.

– Pero si acabo de decirle que ya he hablado con él.

– Sea complaciente -le rogó Myron-. Muy bien, ahora retrocedamos un poco en el tiempo. ¿Cuándo vio a Chad por última vez?

– El día en que desapareció.

– ¿Qué ocurrió?

Linda Coldren volvió a fruncir el entrecejo.

– ¿Qué pretende decir con eso de qué ocurrió? Se fue a la escuela de verano. No he vuelto a verlo desde entonces.

Myron la observaba. Ella se calló y le sostuvo la mirada, se diría que con demasiada tranquilidad. Allí había algo que no encajaba.

– ¿Ha telefoneado a la escuela para saber si fue a clase ese día? -preguntó.

– No se me había ocurrido.

Myron miró la hora en su reloj de pulsera. Viernes. Las cinco de la tarde.

– Dudo que todavía haya alguien allí, pero nada perdemos con intentarlo. ¿Dispone de más de una línea telefónica?

– Sí.

– No llame por la que utilizó el secuestrador. No quiero que encuentre la línea ocupada en caso de que vuelva a llamar.

Ella asintió.

– De acuerdo.

– ¿Su hijo tiene tarjetas de crédito, o de cajero automático o algo por el estilo?

– Sí.

– Necesito una lista. Y los números, si los tiene.

Ella volvió a asentir.

– Voy a telefonear a un amigo -añadió Myron- para ver si puede instalar un identificador de llamadas en esta línea, para cuando el secuestrador vuelva a telefonear. Me figuro que Chad tendrá ordenador.

– Sí -respondió Linda Coldren.

– ¿Dónde está?

– Arriba, en su habitación.

– Voy a traspasar toda la información que contenga a mi oficina a través de su módem. Tengo una ayudante que se llama Esperanza. La estudiará a fondo; tal vez encuentre algo.

– ¿Algo como qué?

– Si le soy franco, no tengo la menor idea. Correo electrónico, servicios de noticias a los que esté suscrito… no sé, cualquier cosa que pueda suponer un indicio. No se trata de un procedimiento muy científico. Hay que comprobar cuanto esté en nuestra mano, y así tal vez demos con algo.

Linda meditó en ello por un instante.

– De acuerdo -concedió.

– ¿Y qué hay de usted, señora Coldren? ¿Tiene algún enemigo?

– Soy la jugadora de golf número uno del mundo -declaró ella con una sonrisa-. Eso me genera un montón de enemistades.

– ¿Alguien a quien crea capaz de hacer esto?

– No -respondió-. Nadie.

– ¿Y su marido? ¿Hay alguien que deteste lo bastante a su marido?

– ¿A Jack? -Linda forzó una risa entre dientes-. Todo el mundo adora a Jack.

– ¿Qué quiere decir?

Ella se limitó a menear la cabeza y se desentendió de Myron con un ademán.

Myron hizo unas cuantas preguntas más, pero ya le quedaba poco donde hurgar. Pidió permiso para subir a la habitación de Chad, y ella lo precedió por las escaleras.

Lo primero que Myron vio tras abrir la puerta del dormitorio de Chad fueron los trofeos. Había montones. Todos de golf. Todos coronados por una estatuilla de bronce que representaba a un hombre ejecutando un swing, con el palo de golf por encima del hombro y la cabeza erguida. Unas veces el hombrecillo llevaba una gorra de golf. Otras, el pelo corto y ondulado. Había dos bolsas de golf de piel en el rincón de la derecha, ambas repletas de palos. Los retratos de Jack Nicklaus, Arnold Palmer, Sam Snead y Tom Watson cubrían las paredes. Esparcidos por el suelo, varios ejemplares de Golf Digest.

– ¿Chad juega a golf? -preguntó Myron.

Linda Coldren lo miró sin decir palabra. Myron topó con su fija mirada y asintió solemnemente.

– En ocasiones mis facultades deductivas intimidan a ciertas personas -explicó.

Casi logró que sonriera.

– Procuraré no dejarme impresionar -dijo ella.

Myron dio un paso hacia los trofeos.

– ¿Es bueno?

– Muy bueno. -Linda se volvió bruscamente, dando la espalda a la habitación-. ¿Necesita algo más?

– Ahora mismo, no.

– Estaré abajo.

No esperó a que la bendijera.

Myron entró en la habitación. Comprobó el contestador automático del teléfono de Chad. Había tres mensajes. Dos de ellos eran de una chica llamada Becky. A juzgar por lo que oyó, se trataba de una buena amiga. Sólo llamaba para decir, bueno, hola, y ver si quería, bueno, hacer algo aquel fin de semana, ya sabes. Ella y Millie y Suze iban a, bueno, se pasarían por el Heritage, y si le apetecía verlas, bueno, pues ya sabes. Myron sonrió. Los tiempos estarían cambiando, pero aquellas palabras podía haberlas pronunciado una muchacha que hubiese ido al colegio con Myron, con su padre o con el padre de su padre. Las generaciones pasan por un ciclo. La música, las películas, el lenguaje, la moda; todas esas cosas cambian, pero no son más que estímulos externos. Tanto en el interior de unos pantalones con rodilleras como bajo un corte de pelo atrevido, existen los mismos temores, necesidades y sentimientos de inadaptación propios de la adolescencia.

La última llamada era de un muchacho llamado Glen. Quería saber si a Chad le apetecía jugar a golf en «el Pine» aquel fin de semana, ya que el Merion estaría a rebosar por culpa del Open. «Papi -aseguraba a Chad la voz repipi de Glen en la grabación- nos conseguirá hora en el tee, sin problemas.»

Ningún mensaje de Matthew Squires, el gran camarada de Chad.

Conectó el ordenador. Windows 95. Perfecto. Era el mismo que empleaba Myron. Enseguida se dio cuenta de que Chad recibía el correo electrónico a través de America Online. Tanto mejor. Myron pulsó FLASHSESSION. El módem estableció conexión y emitió un breve chirrido. Una voz dijo: «Bienvenido. Tiene correo.» Docenas de mensajes se fueron cargando automáticamente. La misma voz dijo: «Adiós.» Myron repasó el directorio de direcciones de correo electrónico y dio con la de Matthew Squires. Echó una ojeada a los mensajes cargados. Ninguno era de Matthew.

Interesante.

No descartaba en absoluto la posibilidad de que el señor Matthew y Chad estuvieran menos unidos de lo que Linda Coldren creía. También era muy probable que, aunque no fuera así, Matthew no se hubiese puesto en contacto con su amigo desde el miércoles, a pesar de que éste, según cabía suponer, había desaparecido sin previo aviso. Mera casualidad.

En conjunto, resultaba un caso interesante.

Myron descolgó el teléfono de Chad y pulsó el botón de rellamada. Después de la cuarta señal se oyó una voz grabada en el contestador automático: «Has llamado a Matthew. Deja un mensaje si te apetece.»

Myron colgó sin dejar ningún mensaje. No le apetecía. Hmmm. Matthew era la última persona a la que Chad había llamado. Aquello bien podía ser significativo. O no tener nada que ver con nada. En cualquier caso, Myron estaba yendo muy deprisa hacia ninguna parte.

Sirviéndose otra vez del teléfono de Chad, marcó el número de su oficina. Esperanza contestó tras la segunda señal.

– MB SportsReps.

– Soy yo.

La puso al corriente. Ella escuchó sin interrumpirle.

Esperanza Diaz trabajaba en MB SportsReps desde la fundación de la empresa. Diez años atrás, cuando Esperanza sólo tenía dieciocho, era la reina de la Sunday Morning Cable TV. No, no aparecía en ningún publirreportaje, aunque su programa competía con un montón de ellos, sobre todo con aquel del aparato de ejercicios abdominales que guardaba un parecido impresionante con un instrumento medieval de tortura; en su lugar, Esperanza había sido una luchadora profesional conocida como Pequeña Pocahontas, la sensual princesa india. Cubría su ágil y menuda figura con tan sólo un bikini de ante, Esperanza fue elegida la participante más popular del campeonato de lucha libre americano durante tres años consecutivos. Pese a su éxito, a Esperanza no se le subieron los humos.

– ¿Win tiene madre? -preguntó Esperanza con incredulidad cuando Myron puso fin al relato del secuestro.

– Sí.

– Pues mi teoría del engendro surgido de un huevo diabólico se va al traste -repuso ella tras una pausa.

– No tienes remedio.

– ¿Y quién lo tiene? -respondió Esperanza-. Win me cae bien, eso ya lo sabes, pero el chico es un poco… ¿Cuál es el término psiquiátrico oficial? ¡Ah, sí! Lelo.

– Pues ese lelo una vez te salvó la vida -observó Myron.

– Sí, ya, pero imagino que recordarás cómo -repuso ella.

Myron lo recordaba. Un callejón oscuro. Las certeras balas de Win esparciendo materia gris como confeti tras un desfile. Típico de él. Eficaz pero excesivo. Como aplastar un insecto con un martillo de demolición.

– Como dije antes -continuó ella con parsimonia-, un lelo.

Myron deseaba cambiar de tema.

– ¿Algún recado?

– Cerca de un millón, pero ninguno urgente. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿La has visto alguna vez?

– ¿A quién?

– A Madonna -le espetó-. ¿A quién va a ser? A la madre de Win.

– Sólo en una ocasión -respondió Myron. Hacía más de diez años de eso. Él y Win cenaron en el Merion. Win no dirigió la palabra a su madre durante toda la vejada. Pero ella sí le habló. El recuerdo hizo que Myron se estremeciera una vez más.

– ¿Ya le has hablado de este asunto a Win? -preguntó ella.

– No. ¿Qué me aconsejas?

Esperanza reflexionó por un instante.

– Hazlo por teléfono -dijo-. Mantén una buena distancia de seguridad.