– Ah, sí -intervino Win-. Esperad, no me lo digáis, a ver si me acuerdo. -Hizo una pausa, dándose golpecitos en los labios con el dedo índice-. Había uno con el niño Kip, interpretado por… -Calló, aunque conocía la respuesta. La convivencia con sus amigos consistía en un interminable juego de trivialidades.
– Bill Mummy -dijo Esperanza.
Win asintió.
– Cuyo papel más famoso fue…
– Will Robinson -dijo Esperanza-. Perdidos en el espacio.
– ¿Te acuerdas de Judy Robinson? -Win suspiró-. Toda una belleza terrícola, ¿no?
– Con excepción de su ropa -objetó Esperanza-. ¿Jerseys de terciopelo para un viaje espacial? ¿A quién se le ocurriría?
– Y no podemos olvidar al doctor Zachery Smith -agregó Win-. El primer personaje gay de una serie de televisión.
– Intrigante, conspirador, cobarde, con un toque de pedofilia -dijo Esperanza, sacudiendo la cabeza-. Hizo que el movimiento de liberación homosexual retrocediera veinte años.
Win se sirvió otra porción de pizza. La caja era blanca con letras rojas y verdes y la típica caricatura de un chef orondo atusándose un fino bigote con las puntas de los dedos. En la caja podía leerse (y esto es absolutamente cierto): «Nosotros ponemos la pizza. Usted, el resto.»
– No recuerdo otro capítulo de En los límites de la realidad en la que aparezca el señor Klugman -dijo Win.
– Fue en el episodio del jugador de billar -le informó Myron-. También salía Jonathan Winters.
– Ah, sí. -Win asintió con expresión grave-. Ahora me acuerdo. El fantasma de Jonathan Winters juega a billar con el personaje del señor Klugman.
– Respuesta acertada.
– ¿Y qué tienen que ver esos dos episodios de En los límites de la realidad con el pelo del señor Klugman?
– ¿Los tienes en vídeo?
Win hizo una pausa.
– Me parece que sí. Grabé la última reposición. Seguro que encontramos al menos uno de esos episodios.
– Busquémoslos -propuso Myron.
Estuvieron por lo menos veinte minutos inspeccionando la enorme colección de vídeos hasta que por fin encontraron el episodio donde aparecía Bill Mummy. Win lo metió en el reproductor y volvió a instalarse en su butaca. Lo miraron en silencio.
– Que me parta un rayo -espetó Esperanza pocos segundos después.
Jack Klugman apareció en blanco y negro gritando «Kip», el nombre de su hijo muerto; sus gritos atormentados perseguían la imagen de una tierna aparición del pasado. La escena resultaba bastante conmovedora, aunque tampoco es que viniera al caso. El elemento clave, por supuesto, residía en que, a pesar de que aquel episodio era unos diez años anterior al de La extraña pareja, Jack Klugman aparecía prácticamente calvo.
Win meneó la cabeza.
– Eres bueno -susurró-. Condenadamente bueno. -Miró a Myron-. Me siento humillado ante tu presencia.
– No te lo tomes mal -dijo Myron-. Cada cual es bueno en lo suyo.
La conversación no fue más allá de aquella indirecta.
Rieron. Bromearon. Nadie mencionó el secuestro ni a los Coldren; nadie habló de negocios ni de asuntos de dinero ni de fichar a Tad Crispin ni del dedo amputado del chico de dieciséis años.
Win fue el primero en quedarse dormido. Luego Esperanza. Myron intentó hablar por teléfono con Jessica, pero no la encontró. No se sorprendió. Jessica a menudo dormía mal. Dar un paseo, según ella, la relajaba. Oyó su voz en el contestador y sintió como si se hundiera algo en su interior. Después de la señal, dejó un mensaje:
– Te quiero -dijo-. Y te querré siempre.
Colgó el auricular. Gateó hasta el sofá y se tapó con una colcha hasta el cuello.
21
A la mañana siguiente, cuando Myron llegó al Merion, se preguntó por un instante si Linda Coldren le habría contado a Jack lo del dedo amputado. Lo había hecho. En el tercer hoyo, Jack ya había perdido tres golpes de ventaja. Estaba pálido y tenía los hombros hundidos.
Win frunció el entrecejo.
– Supongo que debe de estar preocupado por lo del dedo.
– Tú siempre tan sensible -ironizó Myron.
– No me imaginaba que Jack se iba a venir abajo de esta manera.
– Win, el secuestrador le ha cortado un dedo a su hijo. A cualquiera en su lugar le costaría concentrarse.
– Supongo. -Win no parecía muy convencido. Se volvió y se encaminó hacia la calle-. ¿Crispin te ha mostrado las cifras de su contrato con Zoom?
– Sí -respondió Myron.
– ¿Y?
– Y lo han timado.
Win asintió con la cabeza.
– No puedes hacer gran cosa al respecto.
– Puedo hacer mucho -replicó Myron-. Puedo renegociar.
– Crispin ha firmado un trato -señaló Win.
– ¿Y qué?
– Por favor, no me digas que quieres que se retracte.
– No he dicho que quiera que se retracte, sino que quiero renegociar.
– Renegociar -repitió Win entre dientes. Siguió andando con dificultad calle arriba-. ¿Por qué un deportista con una actuación mediocre nunca renegocia? ¿Por qué un jugador que tiene una mala temporada nunca revisa su contrato a la baja?
– Buena observación -admitió Myron-. Pero, mira, resulta que mi trabajo consiste en conseguir todo el dinero que pueda para mi cliente.
– Y al diablo la ética.
– Vaya, ¿de dónde sacas eso? Puede que eche mano de subterfugios legales, pero siempre me atengo a las normas.
– Hablas como un abogado criminalista -dijo Win.
– Eso ha sido un golpe bajo -señaló Myron.
El público se iba poniendo al corriente del drama que se estaba desarrollando de forma alarmante. La experiencia era parecida a presenciar cómo se estrellaba un coche acamara lenta. Existía algo terrorífico y a la vez excitante en la desgracia de un semejante. Uno se quedaba boquiabierto, se preguntaba cómo terminaría todo, casi deseando que la colisión tuviera consecuencias fatales. Jack Coldren agonizaba lentamente. Su corazón se deshacía como un puñado de hojas secas estrujadas. Todos presenciaban lo que ocurría. Y querían que continuase.
En el quinto hoyo, Myron y Win se encontraron con Norm Zuckerman y Esme Fong. Ambos estaban al borde de un ataque de nervios, sobre todo Esme, pero había que comprender que para ella había mucho en juego. En el octavo hoyo presenciaron cómo Jack fallaba un putt muy fácil. Golpe tras golpe, la ventaja se fue reduciendo, pasando de insuperable a cómoda, y de cómoda a exigua.
En el hoyo nueve, Jack se las ingenió para controlar un poco la hemorragia. Seguía jugando mal, pero cuando sólo quedaban tres hoyos por jugar, aún mantenía una ventaja de dos golpes. Tad Crispin ejercía una fuerte presión, pero aun así sería preciso que Jack Coldren metiese la pata hasta la rodilla para que Tad ganara.
Y eso es precisamente lo que ocurrió.
El hoyo dieciséis. El mismo obstáculo que había echado por tierra los sueños de Jack veintitrés años antes. Ambos hombres empezaron bien, pues cada uno de ellos envió su pelota al centro de la calle. Pero en el segundo golpe de Jack se produjo el desastre. Pegó demasiado arriba y la bola fue a parar al rough.
El público quedó sin aliento. Myron observaba horrorizado. Jack había vuelto a hacer algo inconcebible. Por segunda vez.
Norm Zuckerman le propinó un codazo a Myron.
– Creo que me he meado en los pantalones -le balbuceó-. Lo juro por Dios. Vamos, compruébalo por ti mismo.
– Tu palabra me basta, Norm.
Myron se volvió hacia Esme Fong, que dijo con picardía:
– Yo también.
Aunque su propuesta era más seductora, Myron no cayó en la tentación.
Jack Coldren apenas si reaccionó. No agitaba una bandera blanca, pero daba la impresión de estar haciéndolo.