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– ¿Y cómo vende algo de estas características?

– No se vende -respondió ella.

– ¿Cómo dice?

– El arte no tiene nada que ver con el dinero, señor Worley. Los verdaderos artistas no asignan un valor monetario a su obra. Sólo los mercenarios lo hacen.

Sí, como Miguel Ángel y Da Vinci, menudos mercenarios.

– ¿Qué hace entonces con esto? -inquirió él-. Quiero decir, ¿se limita a guardarlo en esta habitación, sin más?

– No. Introduzco cambios. Monto otras piezas. Creo algo nuevo.

– ¿Y qué pasará con ésta?

Ella sacudió la cabeza.

– El arte no tiene nada que ver con la permanencia. La vida es transitoria. ¿Por qué no va a serlo también el arte?

De modo que era eso.

– ¿Tiene nombre esta clase de arte?

– Instalación. Aunque no me gustan nada las etiquetas.

– ¿Cuánto hace que se dedica a… al arte de las instalaciones?

– Llevo dos años trabajando en mi doctorado en el New York Art Institute.

Myron procuró no mostrar su sobresalto.

– ¿Asiste a clases para hacer esto?

– Sí. Tienen un programa muy selectivo.

Claro, pensó Myron, como un curso de reparación de vídeos y televisores de esos que anuncian en las revistas.

Por fin regresaron a la sala de estar. Myron se sentó en el sofá. Con cuidado, pues quizá también fuese una obra de arte. Esperó a que ella le ofreciera una galleta, u otra obra de arte con forma de galleta.

– No acaba de comprenderlo, ¿verdad?

Myron se encogió de hombros.

– Quizá si añadiera una mesa de póquer y unos tahúres.

Francine Rennart soltó una carcajada.

– No estaría nada mal -dijo.

– Si me lo permite, ¿podríamos cambiar de tema? -propuso Myron-. ¿Qué le parece si hacemos algo sobre Francine Rennart, la persona?

Ella se mostró un tanto precavida, pero dijo:

– De acuerdo, pregunte.

– ¿Está casada?

– No. -Su voz sonó como un portazo.

– ¿Divorciada?

– No.

Al reportero Bolitar le encantaban los entrevistados locuaces.

– Entiendo -dijo-. En ese caso supongo que no tendrá hijos.

– Tengo un hijo.

– ¿Qué edad tiene?

– Diecisiete. Se llama Larry.

Un año mayor que Chad Coldren. Interesante.

– ¿Larry Rennart?

– Sí.

– ¿Dónde estudia?

– Aquí mismo, en el instituto Manasquan. Está en el último curso.

– Estupendo. -Myron se arriesgó y dio un mordisco a una galleta-. Tal vez podría entrevistarlo, también.

– ¿A mi hijo?

– Claro. Sería interesante incorporar alguna cita del hijo pródigo hablando de lo orgulloso que está de su madre, de cómo la apoya en lo que hace, esa clase de cosas. -El reportero Bolitar resultaba patético.

– No está en casa.

– Vaya.

Esperó a que le diera más detalles, pero no lo hizo.

– ¿Dónde está Larry? -preguntó Myron-. ¿Vive con su padre?

– Su padre está muerto.

Por fin. Myron supo disimular con maestría.

– Caray, lo siento. No he… Quiero decir, es usted tan joven. No se me ha ocurrido la posibilidad de… -El reportero Bolitar se mostraba aturrullado.

– No se preocupe -dijo Francine Rennart.

– Le pido que me disculpe.

– Está bien.

– ¿Hace tiempo que enviudó?

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Antecedentes.

– ¿Antecedentes?

– Sí. Me parece esencial para comprender a Francine Rennart, la artista. Deseo explorar cómo ha afectado la viudez a su persona y a su arte. -El reportero Bolitar demuestra sus tablas.

– Hace poco que soy viuda.

Myron señaló hacia el… estudio.

– Así pues, cuando creó esa obra, ¿condicionó la muerte de su marido el resultado final? Me refiero al color de las papeleras o la forma de enrollar esa alfombra.

– No, lo cierto es que no.

– ¿Cómo murió su marido?

– ¿A santo de qué…?

– Una vez más, lo considero importante para asimilar el contenido de su obra. ¿Fue un accidente, por ejemplo? La clase de muerte que nos hace reflexionar sobre la volubilidad del destino. ¿Una enfermedad larga? Ver sufrir a un ser querido…

– Se suicidó.

Myron fingió sorprenderse.

– Lo lamento mucho -dijo.

Ella empezó a ponerse a todas luces nerviosa. Mientras Myron la observaba, sintió una horrible punzada en el corazón. «Afloja -se dijo-. Deja de centrarte sólo en Chad Coldren y recuerda que esta mujer también ha sufrido. Estuvo casada con ese hombre. Lo amó, vivió con él, construyeron juntos una vida y le dio un hijo.»

Y después de todo eso, prefirió poner fin a su vida en lugar de pasarla junto a ella.

Myron tragó saliva. Jugar de aquel modo con el dolor de un ser humano era, en el mejor de los casos, una injusticia. Menospreciar la labor artística de aquella mujer porque no la entendía era cruel. Myron no se gustaba mucho en aquel momento. Por un instante pensó que debía marcharse, pues las posibilidades de que aquello tuviera algo que ver con el caso eran muy remotas, pero, por otra parte, tampoco podía olvidarse sin más de un chico de dieciséis años al que le habían amputado un dedo.

– ¿Estuvieron casados mucho tiempo?

– Casi veinte años -respondió ella en voz baja.

– No quisiera entrometerme, pero ¿cómo se llamaba?

– Lloyd Rennart.

Myron entrecerró los ojos como quien trata de recordar algo.

– ¿Por qué me suena ese nombre?

Francine Rennart se encogió de hombros.

– Era copropietario de un bar en Neptune City. El RustyNail.

– Claro -dijo Myron-. Ahora caigo. Pasaba mucho tiempo allí, ¿verdad?

– Sí.

– Dios mío, si yo lo conocía. Lloyd Rennart. Ahora me acuerdo. Había enseñado golf, ¿verdad? Estuvo en el circuito durante un tiempo.

Francine Rennart frunció el entrecejo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Por el Rusty Nail. Soy un gran aficionado al golf. Como jugador soy una calamidad, pero sigo el golf como otros siguen la Biblia. -Estaba dejando de hacer pie, pero quizá llegase a alguna parte-. Su marido fue cadi de Jack Coldren, ¿verdad? Hace mucho tiempo. Recuerdo que lo comentamos.

Ella tragó saliva con dificultad.

– ¿Qué le contó?

– ¿Contar?

– Sobre su época como cadi.

– Oh, poca cosa. Solíamos charlar de nuestros jugadores favoritos, Nicklaus, Trevino, Palmer, o de los grandes campos; sobre todo del Merion.

– No.

– ¿Perdón?

– Lloyd nunca hablaba de golf -dijo ella con voz firme.

El reportero Bolitar se cubre de gloria.

Francine Rennart lo miró de soslayo.

– No puede ser de la compañía de seguros. Ni siquiera he reclamado… -Reflexionó por un instante-. Espere un momento. Me ha dicho que era periodista deportivo. Por eso está aquí. Jack Coldren vuelve al ruedo y usted está preparando un artículo sobre su vida.

Myron negó con la cabeza. Se sintió avergonzado. «Ya basta», pensó. Respiró hondo varias veces y dijo:

– No.

– Entonces ¿quién es?

– Me llamo Myron Bolitar. Soy agente deportivo.

– ¿Qué quiere de mí? -preguntó ella, desconcertada.

Myron buscó las palabras adecuadas, pero todas le parecían insuficientes.

– No estoy seguro. Probablemente nada; ha sido una pérdida de tiempo absurda. Tiene razón. Jack Coldren ha regresado al circuito, pero es como si…, como si el pasado lo persiguiera. A él y a su familia les están pasando cosas terribles. Y se me ocurrió…

– ¿Qué se le ocurrió? -le espetó ella-. ¿Que Lloyd había regresado de entre los muertos para vengarse?

– ¿Quería vengarse?

– Lo que sucedió en el Merion pasó hace mucho tiempo. Antes de que yo lo conociera.

– ¿Llegó a superarlo?

Tras reflexionar por unos segundos, Francine Rennart dijo: