– Le llevó mucho tiempo. Lloyd no pudo encontrar empleo en el mundillo del golf después de lo ocurrido. Jack Coldren seguía siendo un niño mimado y nadie quería contrariarlo. Lloyd perdió a todos sus amigos. Empezó a beber más de la cuenta. -Titubeó-. Tuvo un accidente.
Myron guardó silencio mientras Francine respiraba hondo.
– Perdió el control de su coche. -Su voz parecía la de un autómata-. Chocó contra otro coche. En Narberth. Cerca de donde vivía entonces. -Se detuvo y lo miró-. Su primera esposa murió en el acto.
Myron sintió un escalofrío.
– No lo sabía -dijo en voz baja.
– Fue hace mucho tiempo, señor Bolitar. Nos conocimos poco después. Nos enamoramos. Dejó de beber y compró aquel bar. Ya sé que parece extraño. Un alcohólico propietario de un bar. Pero a él le dio resultado. También compramos esta casa. Yo creía…, creía que todo iba bien.
Myron esperó un poco. Entonces preguntó:
– ¿Su marido le dio a Jack Coldren el palo equivocado a propósito?
La pregunta no pareció sorprenderla. Jugueteó con los botones de la blusa y se tomó su tiempo antes de responder.
– La verdad es que no lo sé. Nunca hablaba de ese incidente. Ni siquiera conmigo. Sin embargo, había algo ahí. Quizá fuera culpa, no lo sé. -Se alisó la falda con ambas manos-. Pero todo esto es irrelevante, señor Bolitar. Aunque Lloyd hubiera guardado rencor a Jack, ahora está muerto.
Myron trató de encontrar una manera delicada de preguntarlo, pero no se le ocurrió ninguna.
– ¿Encontraron su cadáver, señora Rennart?
Aquellas palabras la golpearon como un puñetazo en el bajo vientre.
– Era…, era una grieta muy profunda -dijo ella con voz entrecortada-. No había modo de… La policía dijo que no podían enviar a nadie allí abajo. Era demasiado peligroso. Pero no es posible que Lloyd sobreviviera. Escribió una nota. Dejó su ropa. Aún conservo su pasaporte…
Myron asintió.
– Naturalmente -dijo-. Lo entiendo.
Pero mientras se dirigía hacia la puerta, tuvo la seguridad de no estar entendiendo absolutamente nada.
23
Tito, el Nazi Sarnoso, no aparecía por el Parker Inn.
Myron aguardaba sentado en su coche al otro lado de la calle. Como de costumbre, detestaba la vigilancia. En aquella ocasión, sin embargo no hubo lugar para el aburrimiento: la expresión de dolor de Francine Rennart no dejaba de atormentarlo. Se preguntaba qué efectos tendría a largo plazo aquella visita. Hasta ese día la mujer había hecho frente a su aflicción en privado, había mantenido enterrados sus demonios particulares. De pronto se había presentado él para remover la tierra firme. Había procurado consolarla, pero, al fin y al cabo, ¿qué podía decirle él?
Hora de cierre. Ni rastro de Tito. En cambio, sus dos compinches (el Prisionero y el Fugitivo) llegaron a las diez y media. A la una de la madrugada salieron juntos. El Fugitivo llevaba muletas: sin duda eran las secuelas, Myron estaba seguro, de la patada que le había propinado en la rodilla. Myron sonrió. Era una victoria modesta, pero cada cual se conforma con lo que puede.
El Prisionero iba tomado del brazo de una chica con todo el aspecto de ser la clase de mujer que se rendía a los encantos de un cabeza rapada cubierto de tatuajes.
Ambos hombres hicieron un alto para orinar contra la pared del local. El Prisionero no soltó a su chica ni por un instante. Dios Santo. Habían meado tantos hombres en aquel muro que Myron se preguntó si habría lavabos en el interior del local. Los dos hombres se separaron. El Prisionero subió a un Ford Mustang por el lado del pasajero. Conducía la chica. El Fugitivo llegó cojeando hasta su motocicleta y ató las muletas con unas correas a un lado. Los vehículos partieron en direcciones opuestas.
Myron decidió seguir al Fugitivo. Ante la duda, mejor decidirse por el lisiado.
Se mantuvo a buena distancia, maniobrando con suma cautela. Valía más perder el rastro que arriesgarse a ser descubierto. No obstante, la persecución no duró mucho. Tres manzanas más abajo, el Fugitivo aparcó y se metió en lo que un día había sido una casa. Las paredes estaban desconchadas. Uno de los pilares del porche delantero se había desplomado, de modo que parecía que un gigante hubiese partido en dos el alero del tejado, Los cristales de las dos ventanas del primer piso estaban rotas. La única razón posible de que aquel tugurio no hubiese sido expropiado era que al inspector del ayuntamiento le hubiese entrado un ataque de risa tan grande que le hubiera impedido redactar el requerimiento judicial correspondiente.
Bien, ¿y ahora qué?
Esperó durante una hora a que pasara algo. No pasó nada. Había visto encenderse y apagarse la luz de uno de los dormitorios. Aquello fue todo. Tuvo la sensación de estar perdiendo lastimosamente el tiempo.
¿Que debía hacer?
No conocía la respuesta. De modo que cambió de pregunta.
¿Qué haría Win en su lugar?
Sin duda sopesaría los riesgos. Win se daría cuenta de que la situación era desesperada, de que alguien le había cortado un dedo a un muchacho de dieciséis años y que lo más importante era rescatar a éste cuanto antes.
Myron asintió. Había llegado el momento de actuar como Win.
Se apeó. Asegurándose de no ser visto. Rodeó la casa. El patio trasero estaba sumido en la oscuridad. Atravesó una zona cubierta de maleza, tropezó con un adoquín, después con un rastrillo y finalmente con la tapadera de un cubo de basura. Se golpeó la espinilla dos veces; tuvo que morderse el labio inferior para no soltar una maldición.
La puerta trasera estaba entablada con listones de madera contrachapada. La ventana de la izquierda, sin embargo, estaba abierta. Myron se asomó al interior. La oscuridad era total. Se encaramó con cuidado y entró en la cocina.
El olor a podrido era espantoso. Oyó un zumbido de moscas. Por un instante, temió tropezar con un cadáver, pero aquel hedor era diferente, más próximo al de un contenedor de basura. Inspeccionó las demás habitaciones, andando de puntillas, evitando pisar las numerosas partes de suelo en las que el entarimado había desaparecido. Ni rastro de un muchacho de dieciséis años maniatado al que le faltase un dedo. Myron siguió la pista de unos ronquidos hasta el cuarto en el que había visto luz un rato antes. El Fugitivo estaba acostado boca arriba. Dormido. Confiado.
Aquello iba a cambiar muy pronto.
Myron dio un salto y descargó todo su peso sobre la rodilla mala del Fugitivo. Éste abrió los ojos como platos y soltó un grito, que Myron acalló de inmediato de un puñetazo en la boca, para a continuación sentarse a horcajadas sobre él y hundirle el cañón de la pistola en la mejilla.
– Vuelve a gritar y eres hombre muerto -masculló Myron.
El Fugitivo permaneció con los ojos muy abiertos. De la boca le chorreaba un hilillo de sangre. No gritó. A pesar de todo, Myron estaba decepcionado consigo mismo. ¿Vuelve a gritar y eres hombre muerto? ¿No se le había podido ocurrir algo menos convencional?
– ¿Dónde está Chad Coldren? -preguntó.
– ¿Quién?
Myron metió a la fuerza el cañón de la pistola en la boca ensangrentada del Fugitivo, rompiéndole algún que otro diente y provocándole una arcada.
El Fugitivo guardó silencio. Era un tipo valiente. O quizá, sólo quizá, no podía hablar porque Myron estaba hundiéndole el cañón de la pistola hasta la garganta. «Afloja un poco, Bolitar.» Sin alterar un ápice a severidad de su expresión, Myron sacó despacio el cañón.
– ¿Dónde está Chad Coldren?
El Fugitivo jadeó e intentó recobrar el aliento.
– Lo juro por Dios, no sé de qué me habla.
– Dame una mano.
– ¿Qué?
– Dame una mano.
El Fugitivo levantó una mano. Myron agarró la muñeca, la hizo girar y dio un tirón al dedo corazón. Lo dobló hacia dentro y lo aplastó contra la palma. El chico arqueó la espalda a causa del dolor.