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– No necesito un cuchillo -dijo Myron-. Puedo triturarlo y dejarlo hecho astillas.

– No sé de qué me habla -balbuceó el Fugitivo-. ¡Lo juro!

Myron apretó un poco más. No quería partirle el dedo. El Fugitivo volvió a arquear la espalda. «Sonríe un poco -pensó Myron-. Así es como lo hace Win. Apenas esboza una leve sonrisa. Quieres que tu víctima piense que eres capaz de cualquier cosa, que eres frío como un témpano, que hasta puede que disfrutes con lo que haces. Ahora bien, no quieres que piense que estás loco de remate, fuera de control, que eres un chiflado dispuesto a hacerle daño haga lo que haga. Hay que explotar ese punto medio.»

– Por favor…

– ¿Dónde está Chad Coldren?

– Oye, yo estaba allí cuando te atacó, ¿vale? Tit me dijo que me daría cien dólares, pero no conozco a ningún Chad Coldren.

– ¿Dónde está Tit?

– En su choza, supongo. No lo sé.

¿Choza? El neonazi empleaba una jerga callejera anticuada. Ironías de la vida.

– ¿Tito no suele quedar con vosotros en el Parker Inn?

– Sí, pero hoy no ha aparecido.

– ¿Tenía que ir?

– Supongo. Aunque tampoco es que hubiésemos quedado.

Myron asintió.

– ¿Dónde vive?

– Mountainside Drive. Al final de la calle. La tercera casa a la izquierda después de la curva.

– Como me estés mintiendo, volveré aquí y te arrancaré los ojos.

– No miento. Mountainside Drive.

Myron señaló con el cañón de la pistola el tatuaje de la esvástica.

– ¿Por qué llevas eso?

– ¿El qué?

– La esvástica, imbécil.

– Porque estoy orgulloso de mi raza, por eso.

– ¿Te gustaría meter a todos los judíos en cámaras de gas y matar a todos los negros?

– No vamos de ese palo. -Había más seguridad en la voz del Fugitivo; tenía el tema bien estudiado-. Estamos a favor del hombre blanco. No queremos que nos invadan los negros. No queremos que nos pisoteen los judíos.

Myron asintió.

– Te comunico que en estos momentos tienes a un judío encima de ti -dijo. En la vida, intentas obtener satisfacción de donde puedes-. ¿Sabes qué es la cinta aislante?

– Sí.

– ¡Caramba! Y yo que pensaba que todos los neonazis erais idiotas. ¿Dónde la tienes?

El Fugitivo entrecerró los ojos, como si en efecto estuviera pensando.

– No tengo.

– Qué lástima. Pensaba atarte con ella, para que no pudieras avisar a Tito. Pero si no tienes, tendré que dispararte en las rodillas.

– ¡Espera!

Myron empleó casi todo el rollo.

Tito estaba sentado al volante de su camioneta. Muerto.

Había recibido dos disparos en la cabeza, probablemente a quemarropa. Un espectáculo de lo más sangriento. Le habían destrozado la cabeza.

Pobre Tito. Sin cabeza y sin culo. Myron no rió. Una vez más se dio cuenta de que el humor negro no era su fuerte.

Conservó la calma, probablemente porque seguía actuando como Win. No había luces encendidas en la casa. Las llaves de Tito seguían puestas en el contacto. Myron las extrajo y abrió la puerta principal. Inspeccionó la casa y confirmó lo que ya había supuesto: allí no había nadie.

¿Y ahora qué?

Haciendo caso omiso de la sangre y la materia gris, Myron regresó a la camioneta y efectuó un minucioso registro. Desde luego, aquello no era lo suyo. Myron volvió a pensar cómo lo haría Win. No era más que protoplasma, se dijo. Sólo hemoglobina, plaquetas, enzimas y otras sustancias que le habían enseñado en las clases de biología del instituto y que ya había olvidado. El bloqueo mental dio suficiente resultado como para permitirle hurgar a tientas debajo de los asientos y en las hendiduras de la tapicería. Sus dedos tropezaron con montones de mugre. Bocadillos resecos. Envoltorios de Wendy's. Migajas de distintas formas y tamaños.

Uñas cortadas.

Myron contempló el cuerpo sin vida del Sarnoso y sacudió la cabeza. Demasiado tarde para una reprimenda, pero qué demonios.

Entonces dio con el tesoro.

Un anillo de oro. Tenía grabada una insignia de golf en la parte exterior y «C.B.C.» en el interior. Chad Buckwell Coldren.

Eureka.

El primer pensamiento de Myron fue que Chad Coldren había tenido la astucia de quitárselo y depositarlo allí a modo de indicio. Como en una película. El muchacho enviaba un mensaje. Si Myron hubiese interpretado su papel correctamente, habría negado con la cabeza, lanzado el anillo al aire y murmurando: «Chico listo.»

Sin embargo, el pensamiento que lo asaltó fue descorazonador.

El dedo amputado que habían hallado en el coche de Linda Coldren era un anular.

24

¿Qué hacer?

¿Ponerse en contacto con la policía? ¿Efectuar una llamada anónima? ¿Qué?

Myron no tenía la menor idea. Ante todo, había que pensar en Chad Coldren. ¿Qué riesgo supondría para el muchacho que avisara a la policía?

Ni idea.

Menudo lío. Se suponía que ya estaba fuera de aquel asunto, o que debería estarlo. Sin embargo, las circunstancias habían cambiado y no podía ignorarlas. ¿Cómo debía actuar ante el hallazgo de un cadáver? Y ¿qué debía hacer con el Fugitivo? Myron no podía abandonarlo maniatado y amordazado. ¿Y si vomitaba y moría asfixiado? ¡Por el amor de Dios!

«De acuerdo, Myron, piensa. En primer lugar, no debes (repite, no debes) llamar a la policía. Tarde o temprano alguien descubrirá el cadáver. Quizá si efectuaras una llamada anónima desde un teléfono público… podría dar resultado. Pero… parece mentira que no sepas que la policía graba todas las llamadas que recibe. Tendrían tu voz grabada. Tal vez podrías modificarla, hablar con una entonación más grave, añadir un acento o algo así. Espera, cuelga el auricular. Piensa en lo que ha sucedido en la última hora y analiza los hechos.»

Sin una razón convincente, Myron había entrado por la fuerza en la casa de un hombre, lo había agredido físicamente, amenazándolo de la forma más terrible, y lo había dejado atado y amordazado, todo ello para averiguar el paradero de Tito. Poco después de ese incidente, la policía recibía una llamada anónima y al cabo de un rato encontraba a Tito muerto en su camioneta.

¿Quién iba a ser el principal sospechoso?

Myron Bolitar, agente deportivo de los desgraciados sin remedio.

Maldita sea.

Entonces, ¿qué? No importaba lo que Myron hiciera a aquellas alturas; tanto si llamaba como si no, sospecharían de él. Interrogarían al Fugitivo. Les hablaría de Myron y éste sería señalado como el presunto asesino. Sólo había que detenerse a pensarlo un instante para caer en la cuenta de que se trataba de una ecuación muy simple.

De modo que la pregunta aún seguía en pie. ¿Qué hacer?

No podía preocuparse por las conclusiones que sacase la policía. Tampoco podía preocuparse de sí mismo. Debía centrarse en Chad Coldren. ¿Qué sería lo mejor para él? Era difícil saberlo. La apuesta más segura, por supuesto, consistía en echar tierra al asunto, intentar que su participación pasara inadvertida.

De acuerdo, muy bien, tenía sentido.

De modo que la respuesta era no denunciarlo. Dejar el cadáver donde estaba. Volver a poner el anillo en la hendidura del asiento por si más adelante la policía lo necesitaba como prueba. Bien, aquello parecía un buen plan; suponía la mejor forma de garantizar la seguridad del muchacho así como de satisfacer los deseos de los Coldren.

Entonces, ¿qué hacer con el Fugitivo?

Myron regresó en coche a la casa de éste. Lo encontró en el mismo sitio donde lo había dejado: encima de la cama, atado de pies y manos y amordazado con cinta aislante de color gris. Parecía medio muerto. Myron lo sacudió. El chico reaccionó. Estaba pálido. Myron le arrancó la mordaza.

Al Fugitivo le vinieron unas cuantas arcadas.

– Tengo un hombre fuera -mintió Myron, mientras seguía arrancando cinta-. Si ve que te apartas de esta ventana, te aseguro que lamentarás haber nacido. ¿Me entiendes?