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– Y entonces ¿qué hizo?

– ¿Hacer?

– Anoche. Después de que Jack se largara de ese modo.

– Esperé un rato a que se calmara -respondió Linda, cruzando los brazos sobre el pecho-. Al ver que no regresaba, salí en su busca.

– Fue al Merion -dijo él.

– Sí. A Jack le gusta pasear por el campo, para pensar y estar a solas.

– ¿Llegó a verlo?

– No. Sólo eché un vistazo. Luego regresé aquí. Entonces fue cuando me encontré con usted.

– Y Jack no regresó -señaló Myron.

Sin dejar de darle la espalda, Linda Coldren sacudió la cabeza.

– ¿Qué le ha hecho pensar que fue así, Myron? ¿El cadáver en la cantera?

– Sólo pretendía ayudar.

Linda se volvió. Tenía los ojos enrojecidos y parecía muy cansada. Su rostro revelaba un cansancio evidente. Incluso así, su belleza era increíble.

– Es que necesito desahogarme con alguien. -Se encogió de hombros, y esbozó una amarga sonrisa-. Y usted está aquí.

Myron deseaba acercarse a ella, pero se contuvo.

– ¿Ha estado despierta toda la noche?

Ella asintió.

– He estado de pie aquí mismo, esperando a que Jack regresara. Cuando la policía llamó a la puerta, pensé que sería por Chad. Quizá lo que voy a decirle le parezca horrible, pero cuando me han contado lo de Jack, me he sentido casi aliviada.

Sonó el teléfono.

Linda se volvió, sobresaltada. Miró a Myron, que dijo:

– Probablemente sea la prensa.

Linda negó con la cabeza.

– Por esta línea no. -Se acercó al teléfono, pulsó el botón iluminado y descolgó el auricular-. Diga.

Contestó una voz. Linda se quedó boquiabierta y sofocó un sollozo llevándose una mano a la boca. Las lágrimas le inundaron los ojos. La puerta se abrió de golpe. Victoria Wilson entró en la habitación con el aspecto de un oso al que han despertado de su siesta.

Linda los miró.

– Es Chad -dijo-. Está en libertad.

27

Victoria Wilson tomó el mando de inmediato.

– Iremos nosotros a recogerlo -decidió ella-. Mientras, no dejes de hablar con él.

Linda empezó a negar con la cabeza.

– Pero yo quiero…

– Confía en mí, cariño. Si acudes, todos esos polis y periodistas te seguirán. Myron y yo, en cambio, podemos despistarlos si es preciso. No quiero que la policía hable con tu hijo antes que yo. De modo que te quedas aquí y mantienes la boca cerrada. Si la policía se presenta con una orden, los dejas entrar, pero, pase lo que pase, no dices nada. ¿Entendido?

Linda asintió.

– Bien, ¿dónde está?

– En la calle Porter.

– Perfecto, dile que la tía Victoria va para allá. Nos ocuparemos de él.

Linda la tomó del brazo, con expresión de súplica.

– ¿Lo traerás aquí?

– Por el momento no, cariño -respondió la abogada con voz de aburrimiento-. La policía lo vería, y eso no nos conviene. Harían demasiadas preguntas.

No tardarás en reencontrarte con él. -Se volvió y echó a andar hacia la puerta.

Con aquella mujer no se podía discutir.

Una vez en el coche, Myron preguntó:

– ¿De qué conoce a Linda?

– Mis padres fueron sirvientes de los Buckwell y los Lockwood -contestó-. Me crié en sus fincas.

– Y en algún momento del camino ingresó en la facultad de derecho.

La abogada frunció el entrecejo.

– ¿Piensa escribir mi biografía?

– Sólo pregunto.

– ¿Por qué? ¿Le sorprende que una mujer negra de mediana edad se encargue de los asuntos legales de una acaudalada familia de blancos?

– Francamente, sí -admitió Myron.

– No me sorprende, pero ahora no hay tiempo para eso. ¿Tiene alguna pregunta importante que hacer?

– Sí -respondió Myron, que era quien conducía-. ¿Qué es lo que no me ha contado?

– Nada que necesite saber.

– Soy procurador en este caso. Tengo que saberlo todo.

– Más adelante. Ahora centrémonos en el muchacho.

Otra vez aquel tono monocorde que imposibilitaba toda discusión.

– ¿Está segura de que lo que hacemos es lo correcto? Me refiero a no informar a la policía sobre el secuestro.

– Siempre podemos contárselo más tarde -repuso Victoria Wilson-. Éste es el error que comete la mayor parte de los abogados. Creen que tienen que contarlo todo cuanto antes, pero eso puede resultar perjudicial. Siempre se está a tiempo de hablar.

– No sé si estoy muy de acuerdo.

– Mire, Myron, si en algún momento necesitamos a un experto en negociar contratos sobre zapatillas deportivas le otorgaré el mando, pero mientras sigamos haciendo frente a un caso criminal, permita que sea yo quien tome las decisiones, ¿de acuerdo?

– La policía quiere interrogarme.

– No tiene por qué decir nada. Está en su derecho. No pueden obligarlo.

– A no ser que me manden una citación.

– Ni siquiera en ese caso. Usted es el procurador de Linda Coldren.

Myron sacudió la cabeza.

– Eso sólo es válido a partir del momento en que me pidió que ejerciese como tal, pero tienen derecho a preguntarme lo que quieran sobre lo que haya sucedido antes.

– Se equivoca. -Victoria Wilson suspiró-. Cuando Linda Coldren solicitó su ayuda por primera vez, ya sabía que era un abogado colegiado. Por consiguiente, todo cuanto le haya dicho está sujeto a esa relación que establecieron.

Myron no pudo reprimir una sonrisa.

– Lleva usted las cosas muy lejos.

– Es así, sencillamente. No importa lo que usted quiera hacer; moral y legalmente no está autorizado a hablar con nadie.

Sin duda, era una excelente abogada.

Myron pisó el acelerador. Nadie los seguía; la policía y los periodistas se habían quedado en la casa. Todas las emisoras hablaban del caso. Los locutores repetían una y otra vez la única declaración que Linda Coldren había hecho: «Todos estamos muy tristes por esta tragedia. Les pido encarecidamente que respeten nuestro dolor.»

– ¿Redactó usted esa declaración? -preguntó Myron.

– No. Lo hizo Linda antes de que yo llegara a su casa.

– ¿Por qué?

– Supuso que de ese modo se quitaría a los periodistas de encima. Ahora ya sabe cómo van estas cosas.

Enfilaron la calle Porter. Myron miró hacia ambas aceras.

– Allí -indicó Victoria Wilson.

Myron lo vio. Chad Coldren estaba acurrucado en el suelo. Seguía sosteniendo el auricular del teléfono con una mano, pero no hablaba. La otra mano presentaba un abultado vendaje. Myron se sintió mareado. Se detuvieron junto al muchacho, que tenía la mirada perdida al frente.

La expresión de indiferencia abandonó por unos instantes el rostro de Victoria Wilson, que dijo:

– Ya me ocupo yo.

Bajó del coche y se aproximó al chico. Se agachó y lo tomó entre sus brazos. Le quitó el auricular de las manos, dijo algo y colgó. Luego ayudó a Chad a ponerse en pie, mientras le acariciaba el pelo y le susurraba palabras de consuelo. Ocuparon el asiento trasero. Chad apoyó la cabeza en el hombro de Victoria, que trataba de aliviarlo y acallarlo. A una señal de la abogada, Myron arrancó el coche.

Chad no dijo nada durante todo el trayecto. Nadie le pidió que lo hiciera. Victoria le dio a Myron la dirección del edificio de su oficina, en Bryn Mawr. Allí tenía también su consulta Henry Lane, médico de los Coldren y viejo amigo de la familia. El doctor deshizo el vendaje de Chad y examinó al muchacho mientras Myron y Victoria esperaban en otra habitación. Myron caminaba de un lado a otro. Victoria hojeaba una revista.

– Deberíamos llevarlo a un hospital -opinó Myron.

– El doctor Lane decidirá si es necesario. -Victoria bostezó y pasó una página.

Myron trató de asimilar los últimos acontecimientos. Entre las acusaciones de la policía y la reaparición de Chad sano y salvo, casi se había olvidado de Jack Coldren. Jack había muerto. A Myron le resultaba casi imposible comprenderlo. No podía pasar por alto la ironía del asunto: el hombre por fin tenía la oportunidad de redimirse y terminó muerto en el mismo obstáculo que había alterado su vida por completo veintitrés años atrás.