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El doctor Lane apareció en el umbral.

– Chad ya está mejor -anunció-. Puede hablar y está lúcido.

– ¿Cómo sigue su mano? -preguntó Myron.

– Tendrá que vérsela un especialista, pero no hay infección ni nada por el estilo.

Victoria Wilson se puso en pie.

– Me gustaría hablarle.

Lane asintió.

– Mi deber es pedirle que sea benévola con él, Victoria, aunque sé que no me va a hacer ningún caso.

Su boca se arqueó levemente. No fue una sonrisa ni nada por el estilo, pero transmitió una enorme humanidad.

– Tendrá que quedarse aquí fuera, Henry. Puede que la policía le pregunte qué ha oído.

El médico volvió a asentir.

– Me hago cargo.

Victoria miró a Myron.

– Deje que hable yo.

– De acuerdo.

Cuando Myron y Victoria entraron en la habitación, Chad estaba contemplando su mano vendada como si esperara que el dedo amputado fuera a brotar de un momento a otro.

– Hola Chad.

Levantó la vista muy despacio. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Myron recordó lo que Linda le había contado a propósito de la pasión del muchacho por el golf. Otro sueño hecho pedazos. El chico aún no lo sabía, pero a partir de aquel momento él y Myron iban a ser almas gemelas.

– ¿Quién es usted? -preguntó Chad a Myron.

– Es un amigo -intervino Victoria Wilson. Incluso con el chico, su tono era de absoluta indiferencia-. Se llama Myron Bolitar.

– Quiero ver a mis padres, tía Vee.

Victoria se sentó delante de él.

– Han ocurrido muchas cosas, Chad. No te lo voy a contar todo ahora. Tienes que confiar en mí, ¿de acuerdo?

Chad asintió.

– Necesito que me digas qué te ha sucedido añadió la abogada-. Todo. Desde el principio.

– Un hombre se metió en mi coche -dijo Chad.

– ¿Iba solo?

– Sí.

– Adelante. Dime qué pasó.

– Yo estaba en un semáforo, y aquel tío abrió la puerta del lado del acompañante y subió al coche. Llevaba un pasamontañas y me puso una pistola en la cara. Me dijo que siguiera conduciendo.

– Muy bien. ¿Qué día fue eso?

– El jueves.

– ¿Dónde estabas la noche del miércoles?

– En casa de mi amigo Matt.

– ¿Matthew Squires?

– Sí.

– De acuerdo, muy bien. -Victoria Wilson miraba fijamente al chico-. Ahora dime, ¿dónde estabas cuando ese hombre se metió en tu coche?

– A un par de manzanas del instituto.

– ¿Todo esto pasó antes o después de asistir a clase?

– Después. Iba de camino a casa.

Myron guardaba silencio. Se preguntaba a santo de qué mentía el muchacho.

– ¿Dónde te llevó ese hombre?

– Me dijo que rodease la manzana. Nos detuvimos en un aparcamiento que hay por allí. Entonces me puso algo en la cabeza. Un saco de arpillera o algo así. Me dijo que me tumbara en el asiento de atrás y entonces se puso al volante. Luego sólo sé que estuve en una habitación. Me obligaba a llevar el saco en la cabeza todo el rato, así que no pude ver nada.

– ¿No llegaste a verle la cara?

– No.

– ¿Seguro que era un hombre? ¿Podría haber sido una mujer?

– Le oí hablar varias veces. Era un hombre. Al menos, uno de ellos lo era.

– ¿Había más de uno?

Chad asintió.

– El día que me hizo esto… -Levantó la mano vendada. Su rostro revelaba una pasmosa perplejidad. Miró al frente con los ojos empañados-. Llevaba ese saco de arpillera en la cabeza. Tenía las manos atadas a la espalda. -Su voz, ahora, era tan monocorde como la de Victoria-. El saco me picaba mucho. Me tenía que rascar las mejillas con los hombros. Da igual, el hombre vino y me quitó las ligaduras. Entonces me asió la mano y la puso sobre la mesa. No dijo nada. No me avisó. Todo pasó en un instante. El tío puso mi mano en la mesa. No vi nada. Sólo oí un golpe. Luego tuve una sensación muy extraña. Al principio no me dolía. No sabía qué pasaba. Entonces noté algo húmedo y caliente. La sangre, supongo. El dolor apareció unos segundos después. Me desmayé. Al despertar, tenía la mano vendada. Las punzadas eran espantosas. Seguía con la cabeza metida en ese saco de arpillera. Entró alguien. Me dio unas pastillas que aliviaron un poco el dolor. Entonces oí voces. Dos. Me pareció que discutían.

Chad Coldren se calló como si le faltara el aliento. Myron miró a Victoria Wilson. Ella no se acercó a consolar al muchacho.

– ¿Las dos voces eran de hombre?

– En realidad, una parecía de mujer, pero no presté mucha atención. No estoy seguro.

Chad volvió a mirarse el vendaje.

– No hay mucho que contar, tía Vee. Estuve así unos días. Ni siquiera sé cuántos. Me alimentaban a base de pizza y refrescos. Un día trajeron un teléfono. Me hicieron llamar al Merion y preguntar por papá.

La llamada al Merion en la que se pedía el rescate, pensó Myron. La segunda llamada de los secuestradores.

– También me hicieron gritar.

– ¿Te hicieron gritar?

– Vino ese tío. Me dijo que chillara y que lo hiciera como si me estuviera haciendo daño. Si no lo obedecía, me haría chillar de verdad. Así que estuve chillando como diez minutos, hasta que quedó satisfecho.

El chillido de la llamada desde el centro comercial, pensó Myron, cuando Tito había pedido los cien mil dólares.

– Eso es más o menos todo, tía Vee.

– ¿Cómo te escapaste? -preguntó Victoria.

– No me escapé. Me han soltado. Hace un rato alguien me ha conducido hasta un coche. Todavía llevaba el saco de arpillera en la cabeza. Hemos circulado un rato. Entonces el coche se ha detenido. Alguien ha abierto la puerta y me ha dado un empujón. Y ya está.

Victoria y Myron se miraron. Ella asintió despacio. Myron supuso que eso significaba que era su turno.

– Está mintiendo.

– ¿Qué? -dijo Chad.

Myron se volvió hacia el muchacho.

– Estás mintiendo, Chad, y lo que es peor, la policía se dará cuenta de que mientes.

– ¿Qué está diciendo? -Los ojos del muchacho buscaron los de Victoria-. ¿Quién es este tío?

– Utilizaste tu tarjeta bancaria a las seis horas y dieciocho minutos de la tarde del jueves, en la calle Porter -dijo Myron.

Chad abrió los ojos como platos.

– No fui yo. Fue el hijo de puta que me secuestró. La sacó de mi cartera…

– Tenemos el vídeo, Chad.

El muchacho abrió la boca, sin articular palabra.

– Me obligó -balbuceó…

– He visto la cinta, Chad. Se te ve encantado, incluso sonríes. No ibas solo. También sé que pasaste la noche en el motel de mala muerte que hay junto al banco.

Chad bajó la cabeza.

– ¿Chad? -dijo Victoria. No parecía nada contenta-. Mírame, muchacho.

Chad levantó los ojos lentamente.

– ¿Por qué me mientes? -le preguntó la abogada.

– No tiene nada que ver con lo que ha sucedido, tía Vee.

El rostro de la mujer se mantuvo impasible.

– Empieza a hablar, Chad. Ahora mismo.

El muchacho volvió a bajar la cabeza, contemplando la mano vendada.

– Ocurrió todo tal y como lo he contado, sólo que el hombre no se subió al coche. Llamó a la puerta de mi cuarto en ese motel. Entró con una pistola. Todo lo demás es la pura verdad.

– ¿Cuándo fue eso?

– El viernes por la mañana.

– ¿Y por qué me has mentido, entonces?

– Lo prometí -exclamó-. Quería mantenerla al margen de todo esto.

– ¿A quién? -preguntó Victoria.

Chad Coldren se mostró sorprendido.

– ¿No lo sabes?

– La cinta la tengo yo -aclaró Myron-, todavía no se la he enseñado.