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– Es acerca de Win -dijo ella.

Myron sacudió la cabeza.

– Entonces no es asunto mío.

– No le falta razón, pero eso no lo hace inmune a la responsabilidad, ¿me equivoco? Win es su amigo. Me considero afortunada al saber que mi hijo tiene un amigo que se preocupa por él como usted lo hace.

Myron no respondió.

– Sé bastante sobre usted, Myron. Hace años que mis detectives privados no pierden de vista a Win. Ha sido mi forma de estar cerca de él. Por supuesto, Win lo sabe. Nunca ha dicho nada, pero no es posible ocultarle algo así a Win, ¿verdad?

– No, no es posible -repuso Myron.

– Se aloja en la finca Lockwood -prosiguió ella-, en la casa para invitados.

Él asintió.

– ¿Ha visto alguna vez los establos? -añadió Cissy Lockwood.

– Sólo de lejos -contestó Myron.

Sonrió con la sonrisa de Win.

– ¿Nunca ha entrado? -inquirió ella con una sonrisa que a Myron le recordó la de Win.

– No.

– No me sorprende. Win ya no monta a caballo. Antes le encantaba. Incluso más que el golf.

– Señora Lockwood…

– Llámeme Cissy, por favor.

– Lo cierto es que me incomoda mucho oír lo que me cuenta.

– Y a mí me incomoda contárselo -replicó ella con tono áspero-. Pero tengo que hacerlo.

– A Win no le gustará que lo haga -insistió Myron.

– Es una verdadera lástima, pero Win no puede salirse siempre con la suya. Debí darme cuenta hace mucho tiempo. De niño se negaba a verme, y nunca lo forcé a que lo hiciese. Escuché el consejo de los expertos, quienes sostenían que mi hijo volvería a mí, que obligarlo a que me viera resultaría contraproducente. Pero no conocían a Win. Para cuando dejé de hacerles caso, ya era demasiado tarde. Tampoco es que importase, pues no habría cambiado nada.

Silencio.

Todo en Cissy Lockwood irradiaba orgullo y soberbia, pero había algo que la inquietaba. Flexionaba los dedos como si estuviera conteniendo el deseo de cerrar los puños. A Myron se le hizo un nudo en el estómago. Sabía lo que sucedería a continuación, y no tenía ni idea de qué hacer al respecto.

– La historia es muy simple -prosiguió ella con voz casi melancólica. Había apartado los ojos de Myron. Dirigía la vista hacia algún lugar remoto que Myron no osaba imaginar siquiera-. Win tenía ocho años. Yo contaba entonces veintisiete. Me casé joven. No fui a la universidad. Tampoco es que tuviera elección. Mi padre me dijo lo que tenía que hacer. Sólo contaba con una amiga, una sola persona en la que confiar, Victoria, que sigue siendo mi amiga más querida, algo parecido a lo que usted significa para Win. -Hizo una mueca de dolor. Cerró los ojos.

– Señora Lockwood.

Ella sacudió la cabeza. Abrió los ojos despacio.

– Me estoy desviando del tema que nos incumbe -dijo, recobrando el aliento-. Le ruego que me perdone. No he venido a contarle la historia de mi vida, sino sólo un incidente. Así es que, si me lo permite, iré al grano. -Dejó escapar un profundo suspiro y prosiguió-: Jack Coldren me dijo que se llevaba a Win para darle una clase de golf, pero no lo hizo. O quizá terminaron antes de lo previsto. Como quiera que sea, Win no estaba con Jack, sino con su padre. Por una razón u otra, Win y su padre terminaron por ir a los establos. Yo estaba allí cuando entraron. No estaba sola. Para ser más exactos, estaba con el instructor de hípica de Win.

Se detuvo. Myron esperó.

– ¿Es preciso que entre en detalles?

Myron negó con la cabeza.

– Ningún niño debería ver jamás lo que Win vio aquel día. Y lo que es peor, ningún niño debería ver la cara de su padre en tales circunstancias -dijo ella. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas-. Hay más que contar, por supuesto, pero no lo haré ahora. El caso es que Win no ha vuelto a hablarme desde entonces. Tampoco ha perdonado jamás a su padre. Sí, a su padre. Usted pensará que me odia y que quiere a Windsor, pero no es así. También culpa a su padre. Considera que su padre fue débil, que permitió que aquello sucediera. Pura tontería, pero así es como es.

Myron negó con la cabeza. No quería oír más. Deseaba salir corriendo en busca de Win, abrazar a su amigo, ayudarlo a olvidar. Recordó la expresión absorta de Win al observar los establos la mañana anterior.

Dios mío, Win.

– ¿Por qué me cuenta esto? -preguntó Myron, con voz más aguda de lo que hubiese deseado.

– Porque me estoy muriendo -respondió ella.

Myron se desplomó contra un coche. Sintió que se le partía el corazón.

– Una vez más, permítame que sea directa -agregó ella con excesiva serenidad-. Es el hígado. Tiene once centímetros de diámetro. El abdomen se me está hinchando porque no me funcionan ni el hígado ni los riñones. -Aquello explicaba su atuendo, la camisa holgada sin remeter y los pantalones elásticos-. No estamos hablando de meses. Es cuestión de semanas. Tal vez menos.

– Hay tratamientos -aventuró Myron con escasa convicción.

Ella se limitó a descartar la sugerencia con un ademán de la mano.

– No soy una insensata. No me hago ilusiones de celebrar una emotiva reunión con mi hijo. Conozco a Win y eso no ocurrirá, pero en este asunto quedan cosas por resolver. Una vez que yo haya muerto, ya no tendrá ocasión de reconciliarse, ni conmigo ni consigo mismo. Será demasiado tarde. No sé qué hará con esta oportunidad que se le presenta. Probablemente nada. Pero quiero que lo sepa y que decida por sí mismo. Es la última carta que le queda, Myron. No creo que la aproveche, pero debería hacerlo. -Dicho esto, se volvió y se fue.

Myron la observó alejarse. Cuando la perdió de vista, paró un taxi.

– ¿Adónde vamos?

Dio al conductor la dirección donde se hospedaba Esme Fong. Se arrellanó en el asiento y miró por la ventanilla. La ciudad se deslizó, borrosa y muda, ante sus ojos.

30

Cuando consideró que la voz no lo traicionaría, Myron llamó a Win por el teléfono móvil.

Tras un breve saludo, Win dijo:

– Qué desagradable lo de Jack.

– Según tengo entendido, había sido tu amigo.

Win se aclaró la garganta.

– Myron.

– ¿Qué?

– No sabes nada. Recuérdalo.

No le faltaba razón.

– ¿Podemos cenar juntos esta noche?

– Por supuesto -respondió Win tras titubear por un instante.

– En el cabañón. A las seis y media.

– Estupendo.

Win colgó el auricular. Myron trató de apartarlo de su mente. Tenía otras cosas de las que preocuparse.

Esme Fong estaba ante la entrada del hotel Omni, en la esquina de la calle Chestnut y la Cuatro. Lucía traje chaqueta y medias blancas. Miraba a un lado y a otro y no paraba de retorcerse las manos.

Myron se apeó del taxi.

– ¿Por qué me esperas aquí fuera? -preguntó.

– Tú querías que habláramos en privado -respondió Esme-. Norm está arriba.

– ¿Compartís habitación?

– No, tenemos suites contiguas.

Myron asintió. La casa de citas cobraba más sentido, ahora.

– Poca intimidad, ¿eh?

– Sí. -Le dedicó una sonrisa indecisa, una vez más al estilo de lady Di -. Pero estoy bien. Me gusta Norm.

– No lo dudo.

– ¿De qué va esto, Myron?

– ¿Te has enterado de lo de Jack Coldren?

– Por supuesto. Norm y yo nos hemos quedado de piedra.

Myron asintió.

– Vamos -dijo-, caminemos un poco.

Echaron a andar por la calle Cuatro. Myron tuvo la tentación de permanecer en la Chestnut, pero hacerlo habría supuesto pasar por delante de Independence Hall y eso habría resultado demasiado tópico para su gusto. Sin embargo, la calle Cuatro atravesaba el distrito colonial. Montones de ladrillos. Aceras de ladrillo, tapias y vallas de ladrillo, edificios de ladrillo cargados de historia, todos iguales. Giraron a la derecha para entrar en el parque donde se levantaba el Second Bank of the United States. Había una placa con el retrato del primer presidente de la institución, uno de los antepasados de Win. Myron buscó algún parecido con éste; no lo encontró.