– ¿Qué ha dicho? -preguntó Linda Coldren.
Él se lo explicó.
– Eso no significa necesariamente lo que está usted pensando -repuso ella-. El secuestrador puede haberle sonsacado el número secreto a Chad.
– Puede -repuso Myron.
– Pero usted no lo cree así, ¿verdad?
Se encogió de hombros.
– Digamos, sencillamente, que soy bastante escéptico.
– ¿Por qué?
– Por la cantidad, para empezar. ¿Qué límite tiene asignado Chad?
– Quinientos dólares al día.
– En ese caso, ¿a cuento de qué un secuestrador sacaría sólo ciento ochenta dólares?
Linda Coldren reflexionó por un instante.
– Si sacara demasiado, quizá levantaría sospechas.
Myron frunció el entrecejo.
– Suponiendo que el secuestrador fuese tan cuidadoso -razonó-, ¿por qué arriesgar tanto por ciento ochenta dólares? Todo el mundo sabe que los cajeros automáticos están equipados con cámaras de seguridad. Todo el mundo sabe, también, que hasta la operación electrónica más sencilla deja un rastro localizable.
– Usted no cree que mi hijo esté en peligro -le dijo ella en tono gélido.
– No he dicho eso. Puede que todo parezca una cosa y luego resulte ser otra. Quizá tenga usted razón. Es más seguro considerar que se trata de un secuestro real.
– Así pues, ¿cuál va a ser su siguiente paso?
– No estoy seguro. El cajero automático estaba en la calle Porter de la zona sur de Filadelfia. ¿Acaso Chad frecuenta ese lugar?
– No -respondió con calma Linda Coldren-. En realidad, nunca hubiera imaginado que fuera por allí.
– ¿Por qué lo dice?
– No hay más que tugurios. Es la parte más sórdida de la ciudad.
– ¿Tiene un plano? -le pidió Myron.
– En la guantera.
– Estupendo. Necesito que me preste el coche por un rato.
– ¿Adónde va?
– Voy a darme una vuelta por las inmediaciones de ese cajero.
– ¿Con qué propósito?
– No lo sé -admitió Myron-. Tal como le he dicho antes, la investigación tiene poco de científica. Hay qué moverse un poco, pulsar cuatro botones y esperar a que suceda algo.
Linda Coldren sacó las llaves de un bolsillo.
– Tal vez los secuestradores se lo llevaron allí -dijo-. Quizás encuentre su coche o alguna otra pista.
Myron reprimió darse una palmada en la frente. Un coche, claro. Había olvidado lo más elemental. En su mente, la desaparición de un chaval camino de la escuela evocaba imágenes de autobuses amarillos y caminatas a paso vivo con la cartera repleta de libros. ¿Cómo podía haber pasado por alto algo tan evidente como el rastro que deja un coche?
Preguntó marca y modelo. Un Honda Accord gris. No podía decirse que fuese un coche de los que destacan entre el tráfico. Matrícula de Pensilvania 567-AHJ. Llamó a Esperanza y le pasó los datos. A continuación le dio a Linda Coldren el número de su teléfono móvil.
– Llámeme si se produce alguna novedad.
– De acuerdo.
– No tardaré en volver -dijo.
El trayecto no fue demasiado largo. Tuvo la impresión de viajar en un instante desde el esplendor verde hasta la inmundicia del hormigón; como cuando en Star Trek cruzan una de aquellas puertas del tiempo.
El cajero automático era de esos a los que se puede acceder sin bajar del coche, y estaba ubicado en lo que sólo la generosidad permitía calificar como distrito financiero. Había un montón de cámaras. Ni una caja atendida por seres humanos. ¿Realmente se arriesgaría tanto un secuestrador? Cabía ponerlo en duda. Myron se preguntó cómo podría hacerse con una copia de la cinta de vídeo sin poner sobre aviso a la policía. Tal vez Win conociese a alguien. Las instituciones bancadas solían mostrarse ansiosas por cooperar con la familia Lockwood. La cuestión era si Win accedería a cooperar.
La calle estaba flanqueada por almacenes abandonados (o al menos ése era el aspecto que ofrecían). Camiones de cinco ejes pasaban zumbando. A Myron le recordaron la moda de los radiotransmisores que conoció en la infancia. Su padre, como todo el mundo, había comprado uno; era un hombre nacido en el barrio de Flatbush, en Brooklyn, que terminó como propietario de una fábrica de ropa interior en Newark y que vociferaba «corto y cambio al canal diecinueve» imitando el acento que había oído en la película Deliverance. Su padre avanzaba en coche por Hobart Gap Road, desde su casa al Centro Comercial Livingston (un trayecto de unos dos kilómetros), preguntado a sus «buenos camaradas» si había rastro de «polis». Myron sonrió al recordarlo. Ah, los radiotransmisores. Estaba convencido de que su padre aún debía de conservar el suyo, guardado en alguna parte. Probablemente junto al reproductor de ocho pistas.
A un lado del cajero automático había una gasolinera que ni siquiera tenía nombre. Vio coches herrumbrosos apoyados sobre pilas de ladrillos a punto de desmoronarse. Al otro lado, un mugriento motel llamado Court Manor Inn daba la bienvenida a los clientes con un rótulo verde que rezaba: 19.99$ LA HORA.
Consejo de viaje de Myron Bolitar n.° 83: Es evidente que usted no se halla ante un establecimiento de cinco estrellas ni tampoco de gran lujo si éste anuncia a bombo y platillo tarifas por horas.
Debajo del precio, en letra negra más pequeña, el cartel anunciaba: TECHO DE ESPEJO Y HABITACIONES TEMÁTICAS CON SUPLEMENTO. ¿Habitaciones temáticas? Myron no quería ni imaginárselas. En el último renglón, de nuevo en grandes caracteres se leía: PREGUNTE POR EL CLUB DE CLIENTES HABITUALES. Vaya por Dios.
Myron se preguntó si intentarlo merecía la pena, y decidió que por qué no. Lo más probable era que no llegara a ninguna parte, pero si Chad estaba escondido (e incluso si lo habían secuestrado) una casa de citas era un lugar tan bueno como cualquier otro para desaparecer.
Entró en el aparcamiento. El Court Manor, un edificio de dos pisos, era un tugurio de manual. La escalera y los pasillos exteriores eran de madera carcomida. Los muros de hormigón carecían de enlucido, por lo que uno corría el riesgo de rasparse las manos si j se apoyaba en él. El suelo estaba sembrado de restos de mortero. Una máquina dispensadora de refrescos, desenchufada, custodiaba la puerta como un guardia real. Myron pasó junto a ella y entró.
Se había preparado para encontrarse con el típico vestíbulo de casa de citas, a saber: un neandertal sin afeitar vestido con una camiseta sin mangas demasiado estrecha, mascando un palillo, eructando por el exceso de cerveza, sentado tras un cristal blindado. O algo por el estilo. Pero no fue ése el caso. El Court Manor Inn tenía un mostrador alto de madera, detrás del cual un letrero de bronce anunciaba: CONCIERGE. Myron procuró que no se le escapara la risa. Detrás del mostrador, un hombre elegante de unos treinta años y cara de niño se cuadró. Llevaba la camisa impecablemente planchada, el cuello almidonado y corbata negra con un nudo Windsor perfecto.
– ¡Buenas tardes, caballero! -exclamó con una sonrisa, dirigiéndose a Myron-. ¡Bienvenido al Court Manor Inn!
– Hola -dijo Myron.
– ¿Puedo servirle en algo, señor?
– Eso espero.
– ¡Espléndido! Me llamo Stuart Lipwitz. Soy el nuevo director del Court Manor Inn. -Miró a Myron con expectación.
– Enhorabuena.
– Vaya, gracias, señor, muy amable de su parte. Si tiene alguna dificultad, si hay algo en el Manor Inn que no esté a la altura de sus expectativas, le ruego que me lo comunique de inmediato. Me ocuparé personalmente de arreglarlo. -Amplia sonrisa, pecho henchido-. En el Court Manor garantizamos su satisfacción.
Myron se quedó contemplándolo, a la espera de que aquella sonrisa de alto voltaje disminuyera su intensidad; pero no fue así, de modo que decidió mostrarle la fotografía de Chad Coldren.
– ¿Ha visto a este muchacho?
Stuart Lipwitz ni siquiera bajó la vista. Sin dejar de sonreír, dijo: