– He localizado al hombre que vendió el bar a Lloyd Rennart hace veinte años -dijo ella, volviendo a su voz habitual-. Rennart pagó en efectivo. Siete mil dólares. También he investigado la casa de Spring Lake Heights. La compró poco después por veintiún mil dólares. Sin hipoteca.
– Eso es mucho dinero para un cadi caído en desgracia -opinó Myron.
– Sí, señor. Y para hacer las cosas más interesantes si cabe, tampoco he hallado ningún indicio de que trabajara o pagara impuestos entre la fecha en que Jack Coldren lo despidió y la de la adquisición del bar Rusty Nail.
– Tal vez recibió una herencia.
– Me inclino a dudarlo -repuso Esperanza-. He conseguido remontarme hasta 1971 y no he encontrado ningún rastro de impuestos hereditarios.
Myron miró a Win.
– ¿Qué te parece?
Win seguía mirando fijamente la pantalla.
– No os estoy escuchando.
– Es verdad, me había olvidado. -Myron volvió a mirar a Esperanza-. ¿Algo más?
– La coartada de Esme Fong se sostiene. He hablado con Miguel. No salió del hotel.
– ¿Es fiable?
– Sí, creo que sí.
Una menos.
– ¿Algo más?
– Por ahora, no. Aunque he hablado con la redacción del periódico local de Narbeth. Conservan los números atrasados en un almacén. Mañana iré a revisarlos, a ver qué averiguo sobre el accidente de coche.
Esperanza se agenció una caja de comida preparada y un par de palillos en la cocina y se desplomó pesadamente en un sillón. Un matón mafioso acababa de llamar a Woody «cabeza de queso». Woody comentó que no tenía la menor idea de qué significaba aquello, pero que estaba convencido de que no presagiaba nada bueno. Ah, menudo es Woody.
Tras diez minutos de La última noche de Boris Grushenko, poco después de que Woody se preguntara cómo era posible que el viejo Nahampkin fuese más joven que el joven Nahampkin, el agotamiento se apoderó de Myron. Cayó dormido en el sofá. Durmió profundamente, sin soñar, sin moverse; como si experimentara una interminable caída a un pozo sin fondo.
Despertó a las ocho y media. El televisor estaba apagado. Un reloj dio la hora. Alguien lo había cubierto con un edredón mientras dormía. Win, lo más seguro. Se asomó a los demás dormitorios. Win y Esperanza habían salido.
Se duchó, se vistió y se tomó un café. Sonó el teléfono. Myron descolgó y contestó.
– ¿Diga?
Era Victoria Wilson. Seguía sonando aburrida.
– Han arrestado a Linda.
Myron encontró a Victoria en la sala de espera destinada a los abogados.
– ¿Cómo se encuentra?
– Bien -respondió ella-. Anoche llevé a Chad a casa. Eso la alegró.
– ¿Dónde está ahora?
– En una celda» esperando a que la hagan comparecer. La veremos en unos minutos.
– ¿Qué pruebas tienen?
– Bastantes, a decir verdad -contestó Victoria. Parecía casi impresionada-. En primer lugar, al guarda que la vio entrar y salir del campo de golf a la hora del asesinato. A excepción de Jack, no vio que nadie más llegase o se marchara en toda la noche.
– Eso no implica que nadie lo hiciera. Es un terreno enorme.
– Ciertamente, pero desde su punto de vista eso proporciona a Linda la oportunidad de cometer el asesinato. En segundo lugar, hallaron pelos y fibras en el cuerpo de Jack, así como esparcidos por la escena del crimen, que los análisis preliminares vinculan a Linda. Naturalmente, no debería resultarnos difícil desacreditar esta prueba. Jack era su marido; es lógico que tuviera pelo y fibras de su mujer en el cuerpo, y pudo diseminarlas él mismo por la escena.
– Además, ella nos ha dicho que acudió al campo de golf en busca de Jack -añadió Myron.
– Pero eso no podemos decírselo a ellos.
– ¿Por qué?
– Porque, ahora mismo, no decimos ni admitimos nada.
Myron se encogió de hombros. No tenía mayor importancia.
– ¿Qué más?
– Jack poseía una pistola del calibre veintidós. La policía la encontró anoche en una zona de bosque situada entre la residencia de los Coldren y el Merion.
– ¿Estaba allí, sin más?
– No. Estaba enterrada, y todo indica que llevaba poco tiempo allí. La localizaron con un detector de metales.
– ¿Están seguros de que se trata de la pistola de Jack?
Victoria asintió.
– El número de serie coincide. La policía ha efectuado de inmediato un examen balístico. Es el arma del crimen.
A Myron se le heló la sangre.
– ¿Huellas dactilares? -preguntó.
Victoria Wilson negó con la cabeza.
– Limpia.
– ¿Piensan someter a Linda a una prueba de pólvora? -preguntó él, aludiendo al análisis de las manos de los sospechosos que efectuaba la policía para ver si hay en éstos quemaduras microscópicas.
– Ya hace unos cuantos días -dijo Victoria-, y lo más probable es que dé negativo.
– ¿Le ha indicado que se restregara las manos?
– Sí.
– Entonces usted piensa que lo hizo.
– Por favor, no diga eso -repuso ella. Su tono no perdió un ápice de serenidad.
Tenía razón, pero aquello empezaba a tener muy mal aspecto.
– ¿Hay algo más? -preguntó.
– La policía encontró el detector de llamadas que usted les proporcionó todavía conectado al teléfono. Naturalmente, les ha parecido muy curioso que los Coldren consideraran necesario grabar todas las llamadas recibidas.
– ¿Han encontrado alguna cinta de las conversaciones con el secuestrador?
– Sólo una en la que el secuestrador llama «zorra china» a la señorita Fong y exige cien mil dólares. Y para responder a sus dos próximas preguntas, le diré que no, no hemos dado más detalles sobre el secuestro, y que sí, están cabreados.
Myron reflexionó por unos instantes. Había algo que no encajaba.
– ¿Sólo encontraron esa cinta?
– Así es.
– Pero si la máquina siguió conectada -señaló Myron, ceñudo-, tendría que haber registrado la última llamada del secuestrador, la que hizo que Jack saliese hecho una furia de su casa rumbo al Merion.
Victoria Wilson lo miró fijamente.
– La policía no ha encontrado más cintas, ni en la casa ni en el cuerpo de Jack; en ninguna parte.
De nuevo se le heló la sangre en las venas. La implicación era obvia: la explicación más razonable de que no hubiera otra cinta era que no había habido otra llamada. Linda Coldren se la había inventado. Si le hubiese contado su versión de los hechos a la policía, la ausencia de dicha cinta se habría considerado una contradicción. Por suerte para ella, la primera decisión de Victoria Wilson había sido no permitirle abrir la boca al respecto.
Aquella mujer era muy competente.
– ¿Puede conseguirme una copia de la cinta que ha descubierto la policía? -preguntó Myron.
Victoria Wilson asintió.
– Aún hay más -dijo.
Myron casi temía oírlo.
– Pensemos por un momento en el dedo amputado y en las circunstancias en que fue hallado -continuó Victoria-. Lo encontró usted en el coche de Linda dentro de un sobre de papel manila.
Myron asintió.
– Esa clase de sobres sólo se venden en Staples. El texto fue escrito con un bolígrafo rojo Flair. Hace tres semanas, Linda Coldren visitó Staples. Según un recibo hallado ayer en su casa, adquirió bastante material de oficina, incluyendo una caja de sobres papel manila Staples y un bolígrafo rojo Flair.
Myron no daba crédito a lo que estaba oyendo.
– La parte positiva del asunto es que el grafólogo no ha podido determinar si el texto del sobre es obra de Linda -añadió Victoria.
Myron estaba cayendo en la cuenta de algo más. Linda lo había esperado en el Merion. Fueron juntos hasta el coche. Encontraron el dedo juntos. El fiscal del distrito se cebaría en aquel detalle. ¿Por qué había esperado a Myron? La respuesta, afirmaría el fiscal, era evidente: necesitaba un testigo. Había metido el dedo en su propio coche, sin duda podía hacerlo sin levantar sospechas, y necesitaba que alguien estuviera con ella al encontrarlo.