– ¿Qué? -exclamó Linda.
– Poco después del Open, Lloyd tuvo un accidente de coche. Iba completamente borracho. Su mujer murió en el acto.
– ¿La conocías? -le preguntó Victoria a Linda.
– No llegamos a conocer a su familia -respondió ella-. De hecho, creo que nunca vi a Lloyd más que en nuestra casa y en el campo de golf.
Victoria se retrepó en su silla.
– Sigo sin ver qué lo convierte en sospechoso…
– Rennart ansiaba venganza. Esperó veintitrés años para tomarla.
Victoria sacudió la cabeza.
– Admito que es llevar las cosas un poco lejos -añadió Myron.
– ¿Un poco? Es ridículo. ¿Conoce el paradero actual de Lloyd Rennart?
– Eso ya es más complicado.
– ¿A qué se refiere?
– Puede que se haya suicidado -respondió él.
Victoria miró a Linda, luego a Myron.
– ¿Tendría la bondad de ser más explícito?
– El cuerpo no ha aparecido -dijo Myron-, pero todo el mundo cree que se arrojó a un precipicio en Perú.
– Oh, no… -susurró Linda con voz quejumbrosa.
– ¿Qué pasa? -preguntó Victoria.
– Recibimos una postal desde Perú.
– ¿Quién la recibió?
– Iba dirigida a Jack, pero no estaba firmada. Llegó el otoño anterior, o quizás ya fuese invierno.
Myron notó que se le aceleraba el pulso. El otoño o invierno anteriores. Más o menos cuando Lloyd supuestamente saltó al vacío.
– ¿Qué decía?
– Sólo había una palabra escrita -respondió Linda-: «Perdón.»
Se hizo el silencio.
– Eso no parece el mensaje de un hombre que busca venganza -dijo Victoria al fin.
– No -convino Myron. Recordó lo que Esperanza había descubierto sobre el dinero que Rennart había utilizado para comprar su casa y el bar. Aquella postal confirmaba lo que venía sospechando desde el principio: Jack había sido víctima de sabotaje-. Pero también significa que lo que ocurrió hace veintitrés años no fue casualidad.
– ¿Y eso en qué nos favorece? -preguntó Victoria.
– Alguien pagó a Rennart para que Jack perdiera el Open. Quienquiera que lo hiciese tenía un motivo.
– Quizá para matar a Rennart -contraatacó Victoria-, pero no a Jack.
Buena observación. ¿O quizá no tanto? Veintitrés años atrás alguien odiaba lo bastante a Jack como para tratar de impedir que ganara el Open. Tal vez aquel odio no se había extinguido. O quizá Jack había descubierto la verdad y, por consiguiente, había que hacerle callar. En cualquier caso, merecía la pena considerarlo.
– No quiero escarbar en el pasado -añadió Victoria-. Eso puede acabar de liar las cosas.
– Pensé que le gustaban las complicaciones; no olvide que son tierra abonada para la duda razonable.
– La duda razonable me gusta -contestó Victoria-, pero no lo desconocido. Investigue a Esme Fong. Investigue a la familia Squires. Investigue lo que sea, pero manténgase apartado del pasado, Myron. Nunca se sabe lo que uno puede encontrar en él.
37
Myron llamó por el teléfono del coche.
– ¿Señora Rennart? Soy Myron Bolitar.
– Dígame, señor Bolitar.
– Le prometí que iría llamándola periódicamente para mantenerla informada.
– ¿Ha descubierto algo nuevo?
Myron se preguntó cómo proceder.
– Sobre su marido, no. De momento nada indica que la muerte de Lloyd no fuese un suicidio.
– Entiendo.
Silencio.
– Entonces ¿por qué me llama, señor Bolitar?
– ¿Se ha enterado ya del asesinato de Jack Coldren?
– Claro -respondió Francine Rennart-. Sale en todos los canales. No sospechará de Lloyd…
– No -dijo Myron-, pero según la esposa de Jack, Lloyd le envió una postal desde Perú. Justo antes de su muerte.
– Entiendo. ¿Qué decía?
– Sólo había una palabra escrita: «Perdón.» Sin firma.
Tras una breve pausa, Francine Rennart dijo:
– Lloyd está muerto, señor Bolitar. Jack Coldren también. Deje que descansen en paz.
– No pretendo perjudicar la reputación de su marido, pero empieza a estar claro que alguien obligó a Lloyd a sabotear a Jack o que le pagaron por hacerlo.
– ¿Y quiere que yo le ayude a demostrarlo?
– Quienquiera que fuese puede que haya asesinado a Jack y mutilado a su hijo. Su marido le mandó una postal a Jack pidiendo su perdón. Con el debido respeto, señora Rennart, ¿no cree que Lloyd querría que me ayudara?
Otra pausa.
– ¿Qué quiere de mí, señor Bolitar? -dijo ella al cabo-. No sé nada sobre lo que ocurrió.
– Soy consciente de ello señora Rennart, pero quizá conserva papeles viejos de Lloyd. ¿Llevaba él un diario, tal vez? ¿Algo que nos pueda dar una pista?
– No escribía ningún diario.
– Pero puede que haya alguna otra cosa. -«Sé amable, Myron; avanza con pies de plomo»-. Si Lloyd obtuvo una compensación -bonito eufemismo para hablar de soborno-, puede que haya recibos bancarios, cartas o algún otro documento.
– Guardo unas cajas en el sótano -dijo ella-. Fotos viejas y algunos papeles, quizá… Pero no creo que haya ningún extracto de cuenta. -Dejó de hablar por un instante. Myron mantuvo el auricular pegado a la oreja-. Lloyd siempre tenía dinero en efectivo -prosiguió en voz baja-. Lo cierto es que nunca le pregunté de dónde lo había sacado.
Myron se humedeció los labios.
– Señora Rennart, ¿me permitiría echar un vistazo a esas cajas?
– Esta noche -accedió-. Venga esta noche.
Esperanza todavía no había regresado al cabañón. Myron acababa de sentarse a descansar cuando sonó el intercomunicador.
– ¿Si?
El guarda que vigilaba la verja principal habló con una dicción perfecta.
– Señor, han venido a verle un caballero y una joven dama. Afirman que no pertenecen a ningún medio de comunicación.
– ¿Le han dado el nombre?
– El caballero dice que se llama Carl.
– Déjelos pasar.
Myron salió a recibirlos y observó al Audi amarillo canario avanzar por el sendero de entrada. Carl aparcó el coche y se apeó. Llevaba el pelo recién planchado. Una muchacha negra que no debía de tener más de veinte años salió por la puerta del acompañante. Miraba alrededor con ojos como platos.
Carl se volvió hacia los establos y se protegió los ojos con su manaza. Una amazona ataviada con todos los atributos cabalgaba por una especie de pista de obstáculos.
– ¿Eso es lo que llaman carrera de obstáculos? -preguntó.
– Me has pillado -dijo Myron.
Carl siguió observando. La amazona desmontó. Se desabrochó el casco negro y dio unas palmadas al caballo. Carl dijo:
– No se ve a muchos hermanos vestidos así -comentó Carl.
– ¿Y qué me dices de los palafreneros de librea?
– Buena salida -observó Carl entre risas-. No ha sido fantástica, pero no ha estado mal.
No le faltaba razón.
– ¿Has venido a tomar lecciones de hípica?
– Me parece que no, señor Bolitar -respondió Carl-. Le presento a Kiana. Creo que puede sernos de ayuda.
– ¿Sernos?
– Usted y yo estamos juntos en esto, señor Bolitar. -Carl sonrió-. A mí me toca el papel de negro simpático.
Myron sacudió con la cabeza.
– No.
– ¿Cómo dice?
– El negro simpático siempre termina muerto. Y a menudo al principio de la película…
Aquello acalló a Carl por unos instantes.
– Maldita sea, lo había olvidado -dijo al cabo.
Myron se encogió de hombros, como diciendo «qué le vamos a hacer».
– Dime, ¿quién es ella?
– Kiana trabaja de camarera en el Court Manor Inn.
Myron la miró. Todavía estaba lo bastante lejos como para no oír lo que hablaban.