Выбрать главу

A pesar de la ironía, Myron se quedó pensando. Recordó su conversación con Win. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar Jack para garantizar su victoria? Win había dicho que nada lo detendría. ¿Tendría razón?

Esperanza chasqueó los dedos a sólo un palmo de su cara.

– Eh, Myron.

– ¿Qué?

– He dicho que podemos eliminar a Jack Col-dren. Los muertos rara vez entierran armas homicidas en los bosques.

Aquello tenía sentido.

– Entonces nos queda Matthew Squires -dijo Myron-, y no creo que sea nuestro chico.

– Yo tampoco -convino Esperanza-, pero estamos olvidándonos de alguien, alguien que sabía dónde estaba Chad Coldren y que podía acceder libremente al arma, los sobres y el bolígrafo.

– ¿Quién?

– Chad Coldren.

– ¿Crees que se amputó el dedo a sí mismo?

Esperanza se encogió de hombros.

– ¿Qué ha sido de tu vieja teoría según la cual el secuestro era una broma de mal gusto que se había salido de madre. Piénsalo. Quizás él y Tito tuvieron algunas diferencias. Quizá fue Chad quien mató a Tito.

Myron consideró aquella posibilidad. Pensó en Jack. Pensó en Esme. Pensó en Lloyd Rennart. Luego negó con la cabeza.

– Esto no nos conduce a ninguna parte. Sherlock Holmes advertía que nunca debe argumentarse sin contar con todos los hechos porque entonces tergiversas los hechos para que se ajusten a tus argumentos en lugar de hacer que éstos se ajusten a aquéllos.

– Eso nunca nos había detenido hasta la fecha -señaló Esperanza.

– Buena observación. -Myron miró la hora en su reloj de pulsera-. Tengo que ir a ver a Francine Rennart.

– La esposa del cadi.

– Sí.

Esperanza se puso a olisquear.

– ¿Qué pasa? -preguntó Myron.

Volvió a inhalar sonoramente.

– Me huelo una absoluta pérdida de tiempo -le contestó.

Su olfato se equivocaba.

39

Victoria Wilson llamó al teléfono del coche. Myron se preguntó cómo se las arreglaba la gente antes de que se inventaran los teléfonos inalámbricos.

Seguramente dispondrían de mucho más tiempo para disfrutar.

– La policía ha encontrado el cuerpo de su amigo neonazi -anunció-. Se apellida Mariscal.

– ¿Tito Mariscal? -Myron frunció el entrecejo-. Por favor, dígame que se trata de una broma.

– No estoy para bromas, Myron.

No cabía la menor duda al respecto.

– ¿La policía tiene algún indicio que lo vincule a este asunto? -preguntó Myron.

– Para nada.

– Supongo que asesinado con un arma de fuego.

– De acuerdo con la investigación preliminar, sí. El señor Mariscal recibió dos disparos a bocajarro en la cabeza, efectuados con un treinta y ocho.

– ¿Un treinta y ocho? A Jack lo mataron con un veintidós.

– Sí, Myron, ya lo sé.

– Lo que quiere decir que a Jack Coldren y a Tito Mariscal los mataron con armas distintas.

Victoria dejó escapar un suspiro de hastío.

– Me cuesta creer que no se gane la vida como experto en balística.

Siempre tan sabihonda. Ahora bien, este nuevo hallazgo dejaba fuera una serie de hipótesis. Si dos armas distintas habían matado a Jack Coldren y a Tito Mariscal, ¿significaba que los asesinos eran dos? ¿Había sido el asesino lo bastante listo como para emplear dos armas diferentes? ¿O acaso se había deshecho del treinta y ocho después de matar a Tito y, por consiguiente, se vio obligado a utilizar el veintidós con Jack? Por otra parte, ¿qué clase de mente retorcida pone por nombre a un crío Tito Mariscal? Ya era bastante horrible ir por la vida con un nombre de pila como Myron. Pero ¿Tito Mariscal? No le sorprendía que el chico hubiese terminado siendo un neonazi. Seguramente empezó como un virulento anticomunista.

– He llamado por otra razón, Myron -agregó Victoria, interrumpiendo sus pensamientos.

– Vaya.

– ¿Le pasó el mensaje a Win?

– Lo organizó usted, ¿verdad? Le dijo que yo estaba allí.

– Por favor, conteste a mi pregunta.

– Sí, le di el mensaje.

– ¿Qué dijo él?

– Le di el mensaje -repitió Myron-, pero eso no significa que tenga la obligación de redactarle un informe sobre la reacción de mi amigo.

– Está empeorando, Myron.

– Lo lamento.

– ¿Dónde se encuentra ahora? -preguntó Victoria.

– Acabo de entrar en la autopista de Nueva Jersey. Voy camino de casa de Lloyd Rennart.

– Creía haberle dicho que olvidara esa línea de investigación

– Lo hizo.

Se produjo un silencio.

– Adiós, Myron -dijo ella, y colgó el auricular.

Myron suspiró. De pronto sintió una tremenda nostalgia de los tiempos en los que no existían los teléfonos inalámbricos. Mantener un contacto físico con un semejante estaba empezando a convertirse en una verdadera proeza.

Una hora más tarde, Myron aparcó frente al modesto hogar de los Rennart. Llamó a la puerta. La señora Rennart abrió de inmediato. Estudió su rostro durante unos segundos que se hicieron eternos. Ninguno de los dos habló. Ni una bienvenida, ni un saludo.

– Lo veo cansado -dijo ella por fin.

– Lo estoy.

– ¿Es cierto que Lloyd envió esa postal?

– Sí.

Respondió automáticamente, pero de pronto Myron se preguntó si de verdad lo habría hecho. A la vista de los acontecimientos, Linda no hacía más que evaluar la capacidad de Myron para interpretar un papel protagonista en aquella historia. La desaparición de la cinta que contenía la grabación de la última llamada telefónica era un ejemplo de ello. De ser cierto que el secuestrador había llamado a Jack poco antes de su muerte, ¿dónde se encontraba la cinta de la llamada? Quizá tal llamada jamás se hubiese producido. Tal vez Linda había mentido acerca de ella. Tal vez mentía también acerca de la postal. Tal vez mentía acerca de todo. Quizá lo que ocurría, sencillamente, era que Myron estaba siendo «semiseducido», como el macho dominado por sus hormonas de una de esas secuelas vulgares e inclasificables de Fuego en el cuerpo, que sólo se estrenan en vídeo y cuyas protagonistas femeninas se llaman Shannon o Tawny.

No era una idea agradable.

Francine Rennart lo condujo en silencio hasta un lóbrego sótano. Cuando llegaron al pie de las escaleras, alzó el brazo y encendió una de esas bombillas que cuelgan desnudas del techo y que hacen pensar en la película Psicosis. La estancia era puro cemento. Había un calentador de agua, una caldera, una lavadora, una secadora y varias cajas de trastos de distintos tamaños, formas y materiales. En el suelo, delante de él, había cuatro cajas alineadas.

– Ahí están sus cosas -indicó Francine Rennart sin bajar la vista.

– Gracias.

Aunque lo había intentado, no había conseguido revisar las cajas.

– Estaré arriba -dijo.

Myron la observó subir por las escaleras. Entonces se volvió hacia las cajas y se puso en cuclillas. Las cajas estaban cerradas con cinta de embalar. Sacó su navaja multiusos y rasgó la cinta.

La primera caja contenía recuerdos de su paso por el mundo del golf: diplomas, trofeos y viejos tees. Había una bola de golf montada sobre un pedestal de madera con una placa oxidada que rezaba:

HOYO EN UNO – HOYO 15 DE HICKORY PARK

17 DE ENERO DE 1972

Myron se preguntó cómo habría sido la vida para Lloyd en aquella tranquila y vivificante tarde de golf. Se preguntó cuántas veces habría revivido mentalmente el golpe, sentado a solas en su Barca-Lounge, tratando de sentir de nuevo el mango del palo entre las manos, la tensión de los hombros al echar los brazos hacia atrás, el golpe limpio y potente, la trayectoria flotante de la bola.

En la segunda caja, Myron halló el título de bachiller de Lloyd y el anuario de la Universidad de Pensilvania. En él aparecía la fotografía de un equipo de golf. Lloyd Rennart había sido su capitán. Myron acarició con el dedo una gran P de fieltro del equipo universitario de Lloyd. Había una carta de recomendación de su entrenador de golf en la universidad. Las palabras «futuro brillante» llamaron la atención de Myron. Futuro brillante. Aquel entrenador quizá tuviera mucha capacidad para motivar a sus muchachos, pero como adivino dejaba mucho que desear.