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– Sin embargo, hay un pequeño problema -señaló Myron.

– ¿Cuál?

– Telefoneó a tu casa aquella noche.

– Claro -repuso Linda- para fijar la cita en el campo. Seguro que le dijo a Jack que fuera solo, y que procurase que yo no me enterara.

– No -dijo Myron-. No fue eso precisamente lo que ocurrió.

– ¿Cómo?

– Si hubiese ocurrido así -observó él-, tendríamos la grabación de la llamada.

Linda le miró como si no entendiese.

– Esme Fong llamó a tu casa -añadió Myron-. Esta parte es verdad. Apuesto a que lo único que hizo fue amenazarlo una vez más, darle a entender que iba en serio. Jack probablemente le suplicó que lo perdonase. No lo sé. Supongo que nunca lo sabré. Pero apostaría cualquier cosa a que antes de colgar prometió a Esme o a quien estuviera al otro lado que perdería al día siguiente.

– ¿Y eso que tiene que ver con que se grabara o no la llamada?

– Jack estaba pasando por un infierno -prosiguió Myron-. Soportaba una presión brutal. Es probable que se hallase al borde de un colapso nervioso. De modo que salió disparado de casa, tal como dijiste, y terminó buscando solaz en su rincón predilecto: el campo de golf del Merion. ¿Fue hasta allí sólo para meditar? No lo sé. ¿Se llevó el arma consigo, contemplando, quizá, la posibilidad de suicidarse? Una vez más, lo ignoro. Pero lo que sí sé es que la grabadora seguía conectada a vuestro teléfono. La policía lo confirmó. Así que, ¿dónde fue a parar la grabación de la última conversación?

El tono de voz de Linda se tornó, de repente, mucho más comedido.

– No lo sé.

– Sí que lo sabes, Linda.

Ella lo miró de reojo.

– Puede que Jack olvidara que la llamada se había grabado -continuó Myron-, pero tú no. Cuando salió corriendo de la casa, bajaste al sótano. Escuchaste la cinta y te enteraste de todo. Nada de lo que estoy contándote es nuevo para ti. Sabías por qué habían secuestrado a tu hijo. Sabías lo que había hecho Jack. Sabías adónde le gustaba ir cuando daba un paseo. Y sabías que tenías que detenerlo…

Myron esperó. Pasó de largo la salida, tomó la siguiente, cambió de sentido y volvió a entrar en la autopista. Llegaron al desvío correcto y accionó el intermitente.

– Jack tenía la pistola -explicó Linda con pretendida serenidad-. Yo ni siquiera sabía dónde la guardaba.

Myron asintió levemente, tratando de alentarla en silencio.

– Tienes razón -continuó ella-, al escuchar la cinta me di cuenta de que no podía confiar en Jack. Él también lo sabía. A pesar de la amenaza de muerte que pesaba sobre su hijo, había bordado aquel putt en el dieciocho. Fui al campo en su busca. Me enfrenté a él. Se echó a llorar. Me dijo que intentaría perder, pero… -Titubeó, sopesó sus palabras-. Ese ejemplo del ahogado que acabas de poner, ése era Jack.

Myron procuró tragar saliva, pero tenía la garganta demasiado reseca.

– Jack quería suicidarse, y yo sabía que tenía que hacerlo. Había escuchado la cinta. Había oído las amenazas. Y no me cabía la menor duda: si Jack ganaba, Chad moriría. Además había otra cosa. -Miró a Myron.

– ¿El qué? -preguntó él.

– Sabía que Jack ganaría. El brillo especial en los ojos del que había hablado Win, ¿recuerdas? Jack lo tenía otra vez, sólo que ahora se había convertido en un infierno que ni siquiera él mismo podía controlar.

– Así que le disparaste -dijo Myron.

– Nos peleamos por el arma. Quería herirlo. Herirlo de gravedad. Si seguía jugando los secuestradores retendrían a Chad indefinidamente. Estaba muy asustada. La voz del teléfono parecía desesperada. Pero Jack no me entregó el arma, ni me la arrebató. Fue muy extraño. La agarraba y me miraba. Era casi como si estuviera esperando. Así que puse el dedo en el gatillo y apreté. -Su voz sonaba con toda claridad ahora-. No se disparó por accidente. Mi intención era herirlo de gravedad, no matarlo; pero disparé. Disparé para salvar a mi hijo. Y Jack terminó muerto.

– Entonces regresaste a casa -dijo Myron tras una pausa-. Enterraste el arma, me viste entre los arbustos y, una vez en tu casa, borraste la cinta.

– Sí.

– Y por eso comunicaste esa declaración tan pronto a la prensa. La policía quería mantenerlo en silencio, pero para ti era imprescindible que el caso se hiciera público. Querías que los secuestradores supieran que Jack había muerto para que liberaran a Chad.

– Se trataba de mi marido o mi hijo -dijo Linda. Se volvió hacia él y preguntó-: ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar?

– No lo sé, aunque no creo que le hubiese disparado.

– ¿No lo crees? -repitió ella, y soltó una carcajada-. Afirmas que Jack estaba bajo presión, pero ¿qué me dices de mí? No había dormido, tenía los nervios destrozados, me sentía confusa y no había pasado tanto miedo en toda mi vida. Y te diré más: me enfurecía el que Jack hubiese sacrificado la posibilidad de que nuestro hijo practicara el juego que tanto amábamos. No contaba con el lujo de la ignorancia, Myron. La vida de mi hijo pendía de un hilo. Sólo tuve tiempo de reaccionar.

Enfilaron la avenida Ardmore y pasaron en silencio por delante del Merion. Ambos contemplaron a través de la ventanilla el sinuoso mar verde del campo, salpicado aquí y allí por la blancura inmaculada de las trampas de arena.

Myron tuvo que reconocer que constituía un panorama magnífico.

– ¿Piensas contarlo? -preguntó Linda, aun conociendo cuál sería la respuesta.

– Soy tu abogado -respondió Myron-. No puedo hablar.

– ¿Y si no fueras mi abogado?

– No importaría. Victoria seguiría estando en condiciones de ofrecer una duda suficientemente razonable como para ganar el caso.

– No me refiero a eso.

– Ya lo sé -fue todo cuanto dijo Myron.

Ella esperaba una respuesta que no obtuvo.

– Sé que te dará igual -señaló Linda-, pero lo que te he dicho antes es cierto. Mis sentimientos hacia ti eran verdaderos.

Ninguno de los dos volvió a hablar. Myron aparcó en el sendero de entrada. La policía mantuvo alejados a los periodistas. Chad estaba fuera, esperando. Sonrió a su madre y corrió hacia ella. Linda abrió la puerta del coche y se apeó. Quizá se abrazaron, pero Myron no lo vio, pues ya daba marcha atrás hacia la calle.

42

Victoria abrió la puerta.

– En el dormitorio. Sígame.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Myron.

– Ha dormido mucho, y creo que el dolor todavía es soportable. Tenemos una enfermera y un gota a gota de morfina a punto para cuando sea preciso.

La decoración era mucho más sencilla y menos ostentosa de lo que Myron había esperado. Muebles y cojines de colores lisos. Paredes blancas. Librerías de pino con recuerdos de las vacaciones pasadas en Asia y África. Victoria le había contado que a Cissy Lockwood le encantaba viajar.

Se detuvieron ante el umbral del dormitorio. Myron miró dentro. La madre de Win yacía en la cama. Parecía agotada. Apoyaba la cabeza en la almohada como si le pesara demasiado para mantenerla erguida. Llevaba una bolsa de suero conectada al brazo. Miró a Myron y esbozó una sonrisa condescendiente. Myron sonrió a su vez. De reojo, vio que Victoria indicaba a la enfermera que abandonara la habitación. La enfermera se puso en pie y pasó por su lado. Myron entró. La puerta se cerró a sus espaldas.

Myron se acercó a la cama. La anciana respiraba con dificultad, como si algo la estuviera estrangulando lentamente. Myron no sabía qué decir. Había visto la muerte de cerca en otras ocasiones, pero habían sido muertes rápidas, violentas, en las que el impulso vital era arrancado de una vez. Esto era distinto. Estaba contemplando la agonía de un ser humano, cuya vitalidad se extinguía gota a gota como el suero de la bolsa; el brillo de los ojos se iba extinguiendo de forma casi imperceptible.