– Aguarda un momento.
– ¿Qué?
– ¿Vas bien vestido?
– No llevo nada de colores chillones -contestó Myron-. ¿Crees que aun así me dejarán entrar?
– Eso ha sido muy gracioso de tu parte, Myron. Lo voy a anotar. En cuanto se me pase el ataque de risa buscaré un boli y lo apuntaré. Temo que de tanto reír acabe estampando el Jaguar contra un poste telefónico. ¡Ay de mí! Al menos moriré con el corazón rebosante de jocosidad.
Típico de Win.
– Tenemos un caso -anunció Myron.
Silencio. Win solía proceder de ese modo.
– Te lo contaré mientras cenamos.
– Hasta entonces -dijo Win-, no tendré más remedio que sofocar mi creciente emoción y expectación con una copa de coñac.
Win se hacía querer.
No había recorrido más de dos kilómetros cuando el teléfono móvil sonó. Myron lo conectó.
Era Bucky.
– El secuestrador ha vuelto a llamar.
4
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Myron.
– Quieren dinero -contestó Bucky.
– ¿Cuánto?
– No lo sé.
– ¿Qué quiere decir con que no lo sabe? ¿No han fijado una suma? -Myron estaba desconcertado.
– Creo que no -dijo el viejo. Se oía un ruido de fondo.
– ¿Dónde está? -inquirió Myron.
– Estoy en el Merion. Verá, Jack contestó la llamada. Todavía está conmocionado.
– ¿Que Jack contestó?
– Sí.
– ¿El secuestrador llamó a Jack al Merion?
– Sí. Por favor, Myron, ¿puede volver aquí? Será más fácil explicárselo en persona.
– Estoy en camino.
Condujo desde el sórdido motel hacia la autopista y de allí al verde. Cantidades desorbitantes de verde. Los suburbios de Filadelfia estaban alfombrados con un verde lujurioso, arbustos altos y árboles que daban sombra. Resultaba sorprendente la proximidad (al menos geográfica) de las calles más pobres de Filadelfia. Como en la mayoría de las ciudades, en Filadelfia la segregación era alarmante. Myron recordó la ocasión en que había acompañado a Win a ver un partido de los Eagles en el Veterans Stadium un par de años atrás. Pasaron por un una zona italiana, una zona polaca, una zona afroamericana; era como si un potente campo magnético invisible (una vez más, como en Star Trek) aislara a cada una de las comunidades. Parecía una pequeña Yugoslavia.
Myron torció por la avenida Ardmore. El Merion quedaba a unos dos kilómetros. Pensó en Win. Se preguntó cómo reaccionaría su viejo amigo ante la implicación de su madre en el caso. Probablemente, no muy bien. En los años que llevaban siendo amigos, Myron sólo había oído que Win mencionara a su madre en una ocasión. Fue durante su penúltimo año en Duke. Eran compañeros de habitación, acababan de regresar de una fiesta salvaje en el club de estudiantes. Había corrido la cerveza. Myron no era lo que se dice un buen bebedor. Se tomaba dos copas y terminaba besando a una tostadora. Él se justificaba apelando a la genética, pues en su familia nadie había aguantado jamás el alcohol.
Win, por el contrario, parecía que se hubiese destetado con aguardiente. El licor nunca le había afectado, pero en aquella fiesta en particular el ponche a base de bourbon hizo que incluso él se tambaleara un poco al caminar. Hasta el tercer intento no logró abrir la puerta de su cuarto.
Myron se desplomó de inmediato sobre la cama. El techo daba vueltas en el sentido contrario a las agujas del reloj a una velocidad escalofriante. Cerró los ojos y se sintió morir. Se agarró a la cama, aterrorizado. Sintió unas náuseas espantosas, se preguntó cuándo vomitaría y rezó para que se produjera de inmediato.
¡Ah, el encanto de las borracheras universitarias!
Ambos guardaron silencio durante un buen rato. Myron dudaba si Win se habría dormido. Quizás hubiera decidido largarse, perderse en la oscuridad de la noche. A lo mejor no se había agarrado lo suficiente a su cama y la fuerza centrífuga lo había lanzado por la ventana hacia el más allá.
La voz de Win rasgó la oscuridad.
– Échale un vistazo a esto.
Una mano dejó caer algo sobre el pecho de Myron. Myron se arriesgó a soltar una mano de la cama. Hasta allí, todo iba bien. Buscó a tientas hasta que lo encontró; después desplazó el objeto hacia un lugar donde pudiera examinarlo. Una farola de la calle (los campus están iluminados como árboles de Navidad) derramaba la suficiente luz en la habitación como para darse cuenta de que se trataba de una fotografía. Los colores estaban desvaídos, pero Myron acertó a distinguir lo que parecía un automóvil caro.
– ¿Es un Rolls-Royce? -preguntó Myron, que no sabía nada de coches.
– Un Bentley Continental Flying Spur -lo corrigió Win-, de 1962. Un clásico.
– ¿Es tuyo?
– Sí.
La cama seguía dando vueltas en silencio.
– ¿Cómo lo conseguiste? -inquirió Myron.
– Me lo regaló un tipo que se follaba a mi madre.
Punto final. Después de aquello, Win echó el cerrojo. El muro que levantó era tan impenetrable como inaccesible, protegido por un campo de minas, un foso y una alambrada electrificada. Durante los siguientes quince años Win no volvió a mencionar a su madre. Ni siguiera cuando los paquetes que le mandaba cada semestre llegaban a su dormitorio. Ni cuando luego llegaron a su oficina el día de su cumpleaños. Ni siquiera cuando la vieron en persona, diez años atrás.
Un sencillo letrero de oscura madera anunciaba: MERION GOLF CLUB. Nada más. Nada de «Reservado a los socios». Nada de «Somos elitistas y a usted no lo queremos». Nada de «Las minorías étnicas por la entrada de servicio». No era preciso. Se daba por sentado.
La última partida a tres del Open había terminado poco antes y la mayor parte del público ya se había marchado. El Merion sólo tenía capacidad para diecisiete mil personas (menos de la mitad de la capacidad de la mayoría de los campos), pero, aun así, durante los torneos aparcar seguía resultando trabajoso. Los espectadores se veían obligados a hacerlo en el vecino Haverford College y tomar uno de los autobuses que iban y venían constantemente.
Al final del camino de entrada un guarda le indicó que se detuviera.
– Vengo a ver a Windsor Lockwood -anunció Myron.
El hombre lo invitó a pasar de inmediato.
Bucky corrió a su encuentro antes de que le diera tiempo a aparcar el coche. Se lo veía avejentado.
– ¿Dónde está Jack? -preguntó Myron.
– En el campo del oeste.
– ¿Dónde?
– En el Merion hay dos campos -le explicó el anciano, estirando el cuello con su gesto característico-. El del este, que es el más famoso, y el del oeste.
Durante el Open, el del oeste se emplea como campo de prácticas.
– ¿Y su yerno está allí?
– Sí.
– ¿Lanzando bolas?
– Por supuesto. -Bucky lo miró sorprendido-. Siempre se hace después de un partido. Todo jugador del circuito lo sabe. Usted jugaba al baloncesto. ¿No solía practicar sus lanzamientos al finalizar los encuentros?
– No.
– Bueno, como le decía, el golf es muy especial. Los jugadores deben revisar su juego inmediatamente después de cada partida. Aunque hayan jugado bien. Se fijan en los golpes buenos y procuran explicarse dónde reside el error de los golpes fallidos. Resumen la j ornada, vaya.
– Entiendo -dijo Myron-. Hábleme de la llamada del secuestrador.
– Lo acompañaré hasta donde está Jack -repuso Bucky-. Es por aquí.
Recorrieron la calle del hoyo dieciocho y luego bajaron por la del dieciséis. El aire olía a hierba recién cortada y a polen. Había sido un buen año para el polen en la Costa Este; los alérgicos estaban de parabienes.
– Mire esa hierba alta -indicó Bucky con gesto de desaprobación-. Imposible.
Señalaba hacia los prados. Myron no tenía la más remota idea de lo que le estaba diciendo, de modo que asintió y siguió caminando.