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– La maldita Asociación de Golf quiere este campo para poner a los jugadores de rodillas -masculló Bucky-. Así que dejan crecer la hierba alta a su antojo. Es como jugar en un arrozal, por el amor de Dios. Luego dejan los greens tan pelados que sus lanzamientos se podría jugar al hockey sobre hielo en ellos.

Myron permaneció callado. Y siguieron caminando.

– Éste es uno de los famosos hoyos de la cantera -explicó Bucky, más sosegado.

– Ajá -repuso Myron, y pensó que algunas personas hablaban sin cesar cuando se ponían nerviosas.

– Cuando los constructores del campo llegaron al dieciséis, el diecisiete y el dieciocho -prosiguió Bucky, no sin que su voz sonara como la de un guía turístico en la Capilla Sixtina-, toparon con una cantera. En lugar de darse por vencidos, siguieron avanzando, incorporando la cantera al hoyo.

– ¡Santo Dios! -dijo Myron quedamente-, sí que eran valientes en aquel entonces.

Hay quien habla a destajo cuando está nervioso. Los hay que se ponen sarcásticos.

Llegaron al tee y torcieron a la derecha por Golf House Road. A pesar de que el último grupo había terminado de jugar hacía más de una hora, aún quedaba una docena de jugadores realizando lanzamientos. El campo de prácticas. Allí era donde los golfistas profesionales comprobaban la eficacia de los diferentes tipos de palos. Disponían de una variada gama: palos con la cabeza de madera, palos con la cabeza de metal, y otros a los que llamaban niblicks, wedges y cosas por el estilo; pero eso era sólo una parte. Casi todos los profesionales del circuito se daban cita en el campo de prácticas para elaborar estrategias con sus cadis, comprobar el estado del equipo con sus patrocinadores, conversar con los colegas, fumar un cigarrillo (una sorprendente cantidad de profesionales fumaba sin parar) e incluso hablar con los agentes.

En los ambientes golfísticos, el campo de prácticas se conocía como «la oficina».

Myron reconoció a Greg Norman, y a Nick Faldo. También divisó a Tad Crispin, la mejor «joven promesa» desde la aparición de Jack Nicklaus; en pocas palabras, el cliente soñado. El muchacho tenía veintitrés años, era bien parecido, tranquilo y estaba comprometido con una mujer muy bonita. Además, todavía no tenía agente. Myron procuró no babearse. Eh, era tan humano como cualquiera. Al fin y al cabo era agente deportivo, y por ende merecedor de cierta indulgencia

– ¿Dónde está Jack? -preguntó Myron.

– Bajando por ahí -indicó Bucky-. Ha preferido practicar a solas.

– ¿Cómo ha dado con él el secuestrador?

– Ha llamado a la centralita del Merion y ha dicho que se trataba de una emergencia.

– ¿Y le han hecho caso?

– Sí -respondió Bucky-. De hecho, fue Chad quien llamó. Dijo que era el hijo de Jack quien hablaba.

Aquello era muy curioso.

– ¿A qué hora se ha producido la llamada?

– Unos diez minutos antes de que yo le telefoneara a usted. -Bucky se detuvo y señaló con la barbilla-. Allí está.

Jack Coldren era un poco rechoncho y barrigudo, pero tenía unos antebrazos como los de Popeye. El cabello lacio se le revolvía con la brisa, dejando a la vista zonas sin pelo que habían pretendido disimularse. Golpeó la pelota con furia extraordinaria. Habrá a quien esto le parecerá un poco raro. Acabas de enterarte de que tu hijo ha desaparecido y te vas a lanzar pelotas de golf. Pero Myron lo comprendió. Golpear con rabia le servía de consuelo. Cuanto más estrés soportaba Myron, más ansiaba jugar al baloncesto. Cada cual tiene sus recursos. Hay quien bebe. Quien toma drogas. Hay quien prefiere dar un largo paseo en coche o enfrascarse en un juego de ordenador. Cuando Win necesitaba relajarse, solía ver cintas de vídeo de sus propias hazañas sexuales. Así era Win.

– ¿Quién está junto a él? -preguntó Myron.

– Diane Hoffman -contestó Bucky-. Es su cadi.

A Myron le constaba que un cadi femenino no era nada fuera de lo común en el circuito profesional masculino. Algunos jugadores contrataban incluso a sus esposas. Era una forma de ahorrar dinero.

– ¿Está al corriente de la situación?

– Sí. Diane se hallaba presente cuando le avisaron de que tenía una llamada. Están bastante unidos.

– ¿Se lo ha dicho a Linda?

Bucky asintió con la cabeza.

– Le telefoneé de inmediato. No le importará presentarse usted mismo, ¿verdad? Me gustaría regresar al club para comprobar cómo se encuentra.

– Descuide.

– ¿Cómo le aviso si sucede algo?

– Llámeme al móvil.

Bucky lo miró boquiabierto.

– Los teléfonos móviles están prohibidos en el Merion.

Como una bula del Papa.

– «Me gusta ir contra las normas» -dijo Myron-. No deje de llamar si es preciso.

Myron se aproximó a ellos. Diane Hoffman estaba erguida, con los pies separados y los brazos cruzados, atenta al backswing de Coldren. Tenía entre los labios un cigarrillo casi en posición vertical. No se molestó en echar siquiera una ojeada a Myron. Jack Coldren dio un fuerte golpe y la bola salió disparada hacia las colinas lejanas.

Jack Coldren se volvió, miró a Myron, forzó una sonrisa y lo saludó con una inclinación de cabeza.

– Usted es Myron Bolitar, ¿verdad?

– En efecto.

Se dieron la mano. Diane Hoffman seguía estudiando todos y cada uno de los movimientos de su jugador, y frunció el entrecejo como si hubiese detectado un defecto en la técnica que empleaba para estrechar la mano.

– Le agradezco mucho que nos preste su ayuda -dijo Jack.

Myron vio la desolación pintada en el rostro de aquel hombre. Una palidez enfermiza había sustituido el rubor jubiloso que presentaba tras golpear el putt en el hoyo dieciocho. Sus ojos reflejaban la sorpresa e incomprensión de un hombre que acaba de recibir su primer puñetazo en la boca del estómago.

– Trató de volver a las pistas hace poco, ¿no es cierto? -preguntó Jack.

Myron asintió con la cabeza.

– Lo vi en las noticias -agregó Jack-. Un paso atrevido, después de tantos años.

Estaba claro que no sabía por dónde empezar. Myron decidió facilitarle las cosas.

– Hábleme de la llamada.

Jack Coldren desvió la vista hacia la vasta extensión verde.

– ¿Está seguro de que es lo más prudente? -preguntó-. El tipo me ha dicho que nada de policías, que actuara con normalidad.

– Soy un agente deportivo a la caza de clientes -arguyó Myron-. Que hable conmigo es de lo más normal.

Coldren lo meditó un momento y asintió. Todavía no le había presentado a Diane Hoffman. A ella parecía traerle sin cuidado. Se mantuvo a unos tres metros de distancia, inmóvil, como una roca. Seguía entrecerrando los ojos con suspicacia; su rostro curtido revelaba cansancio. La ceniza del cigarrillo había alcanzado una longitud increíble, que desafiaba la ley de la gravedad.

Llevaba gorra y uno de esos chalecos típicos de los cadis, semejantes a los dorsales reflectantes que se ponen los corredores por la noche.

– El presidente del club ha venido a mi encuentro y me ha dicho en voz baja que tenía una llamada urgente de mi hijo -explicó Jack-. De modo que he ido a la casa club y me he puesto al aparato. -Guardó silencio y parpadeó varias veces. Respiraba con dificultad. Lucía un jersey muy ceñido, amarillo y con cuello de pico. Su cuerpo se expandía bajo el tejido de algodón a cada inhalación. Myron esperó-. Era Chad -soltó por fin-. Apenas tuvo tiempo de decir «papá» cuando alguien le arrebató el teléfono. Entonces se puso un hombre con la voz grave.

– ¿Muy grave? -preguntó Myron.

– ¿Cómo dice?

– Que si la voz era muy grave.

– Mucho.

– ¿Le pareció extraña? ¿Semejante a la de un autómata, quizá?

– Ahora que lo dice, sí.

Un modulador electrónico de voz, supuso… Myron. Aquellos aparatos podían hacer que Barry White cantara como una niña de cuatro años. O viceversa. No era difícil hacerse con uno. Los vendían en cualquier bazar. El secuestrador o los secuestradores podían ser de cualquier sexo. La descripción que Linda y Jack Coldren daban de una «voz masculina» era un dato irrelevante.