Выбрать главу

Poirot no respondió. Observaba. La muchacha había tomado asiento en un lugar desde donde podía observar de soslayo a Linnet Doyle. Entonces Poirot se dio cuenta de que Linnet, tras inclinarse un momento hacia delante y decir algo a sus acompañantes, se levantó y cambió de sitio. Ahora daba la espalda a la recién llegada.

Poirot movió afirmativamente la cabeza, respondiendo a sus propios pensamientos.

Cinco minutos después, la muchacha del traje de noche de color burdeos se levantó y se trasladó al otro extremo de la terraza. Sentóse allí, fumando y sonriendo en silencio... Era la personificación de la satisfacción en reposo. Pero en todo momento, como si fuese inconscientemente, su mirada estaba fija en la esposa de Simon Doyle.

Transcurrido un cuarto de hora, Linnet Doyle se levantó impetuosamente y penetró en el hotel. Su esposo la siguió.

Jacqueline de Bellefort sonrió y dio media vuelta a la silla en que estaba sentada. Encendió otro cigarrillo y quedó mirando al Nilo con fijeza. Continuaba sonriéndose a sí misma.

Capítulo IV

—Monsieur Poirot.

El aludido se alzó repentinamente. Permanecía en la terraza después de marcharse todos. Abismado en sus propios pensamientos, contemplaba, sin verlas, las grandes rocas negras del Nilo, cuando el sonido de su nombre le volvió a la realidad.

Era una voz de timbre exquisito, firme, encantadora, pero un poco arrogante.

Hércules Poirot se encontró ante los ojos autoritarios de Linnet Doyle. Llevaba una capa de rico terciopelo púrpura sobre su traje de raso blanco y parecía más encantadora, más esplendorosa de lo que Poirot hubiese imaginado nunca.

—¿Es usted monsieur Poirot?

No era una respuesta difícil.

—A sus órdenes, madame.

—¿Sabe usted quién soy yo?

—Sí, madame. He oído su nombre. Sé exactamente quién es usted.

Linnet hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. No era más que lo que ella había esperado. Continuó con sus maneras encantadoramente aristocráticas.

—¿Quiere tener la bondad de acompañarme al salón de juego, monsieur? Tengo verdadera ansiedad de hablarle a solas.

—Ciertamente, madame.

Emprendió la marcha hacia el hotel. Él la siguió. Fue conducido al desierto salón de juego y, ya dentro, Linnet le hizo un gesto para que cerrase la puerta. Entonces se desplomó en una silla y se sentó frente a él.

Linnet se dirigió al detective sin usar preámbulos de ninguna clase. Con gran fluidez dijo:

—He oído hablar de usted, monsieur. Sé que es usted un hombre inteligentísimo y tengo la necesidad apremiante de un hombre como usted en estos momentos. Tengo la seguridad de que usted me ayudará.

Poirot inclinó la cabeza.

—Me confunde con sus elogios y con su confianza, madame. Pero vea usted, estoy de vacaciones, lo cual quiere decir que no atenderé ningún caso profesional.

—Podríamos llegar a un acuerdo.

No lo dijo en tono ofensivo. Estas palabras expresaban solamente la callada confianza de una joven que jamás había encontrado nada que no pudiese arreglar a su entera satisfacción.

Linnet Doyle continuó:

—Estoy siendo objeto, monsieur Poirot, de una intolerable persecución. ¡Esta persecución estúpida tiene que cesar! Mi opinión era haber puesto en antecedentes a la policía para que ella se encargara del caso, pero, mi... mi marido cree que la policía será ineficaz en este asunto...

—Tal vez si usted me diese más detalles, madame...

—Oh, sí, lo haré. Pero la cosa es bien simple.

Ni una duda, ni un balbuceo. Linnet Doyle tenía un cerebro financiero. Solamente se detuvo un instante para exponer los hechos concisamente.

—Antes de que yo conociese a mi marido, él estaba prometido a la señorita Bellefort. Era también muy amiga mía. Mi marido rompió su proyectado enlace con ella. No congeniaban. Ella, lamento decirlo, lo tomó por lo trágico. Yo lo siento mucho, en verdad, pero estas cosas no pueden evitarse. La señorita Bellefort nos hizo objeto a mí y a mi marido de ciertas... amenazas a las cuales no hicimos el menor caso y que, justo es decir, no ha intentado llevar a cabo. Pero en vez de eso, ha adoptado la extraña idea de seguirnos por dondequiera que vamos.

Poirot enarcó las cejas.

—Es una venganza inaudita.

—Inaudita y ridícula. Pero, al mismo tiempo, es también fastidiosa.

Se mordió los labios.

Poirot sonrió en silencio.

—Sí —dijo tras una pausa—. Me lo imagino. ¿Usted está, según tengo entendido, en viaje de luna de miel?

—Sí, pero como le iba diciendo, se nos presentó por primera vez en Venecia, en casa de Danielli. Creía que se trataba de una mera coincidencia. Algo embarazoso, pero eso fue todo. Luego volvimos a encontrárnosla a bordo del mismo barco que nos condujo a Brindisi. Presumimos que iba a Palestina. La dejamos en el barco, según creíamos, pero cuando llegamos al hotel «Mena» estaba ya allí, esperándonos.

Poirot hizo un gesto de comprensión.

—¿Y ahora?

—Remontamos el Nilo en barco. Casi esperaba encontrarla a bordo. Al ver que no estaba allí, supuse que había cejado en su... chiquillada. Pero cuando desembarcamos aquí, ya estaba esperándonos.

—¿Teme usted entonces que continúe indefinidamente este estado de cosas?

—Sí —hizo una pausa—. Naturalmente, ello ya es bastante idiota. Jacqueline se está poniendo muchas veces en ridículo. Me sorprende que no posea más amor propio... más dignidad.

—Hay veces, madame, en que el orgullo y la dignidad... se dejan a un lado. Existen emociones mucho más... fuertes.

—Sí, es posible —dijo Linnet, impaciente—. Pero... ¿qué ventaja le puede proporcionar esta conducta?

—No siempre se obra en espera de una ventaja.

Algo imperceptible en el tono del detective impresionó a Linnet desagradablemente. Enrojeció y dijo con voz atropellada:

—Tiene usted mucha razón. Pero una discusión de motivos está fuera de lugar. Lo esencial es que eso tiene que terminar.

—¿Y cómo cree usted poder conseguirlo, madame? —preguntó Poirot.

—Bien, naturalmente; mi marido y yo no podemos continuar soportando durante mucho tiempo todo este... fastidio. Debe haber alguna disposición legal en que podamos apoyarnos para impedirlo.

Hablaba impacientemente. Poirot la miró, pensativo, y preguntó:

—¿Le ha hecho objeto de amenazas en público? ¿Ha usado un lenguaje insultante al dirigirse a usted? ¿Ha intentado inflingirle algún daño corporal?

—No.

—Entonces, francamente, madame, no creo que pueda hacer nada contra ella. Si la señorita de Bellefort se complace en visitar ciertos lugares y da la casualidad de que esos lugares son los mismos que usted y su marido visitan...

—¿Luego no puedo hacer nada, absolutamente nada?

La voz de Linnet contenía una nota de incredulidad.

—Nada que yo sepa. Mademoiselle de Bellefort está en su perfecto derecho de obrar como lo hace.

—Pero... esto es enloquecedor. No puedo tolerar tener que transigir con esto.

—La compadezco, madame. Sobre todo porque me imagino que no se ha encontrado muchas veces en la situación de tener que transigir.

Linnet exclamó con el ceño fruncido:

—¡Debe de haber algún modo de evitarlo!

Poirot se encogió de hombros.

—Puede marcharse... irse a otro sitio cualquiera —sugirió Poirot.

—Nos seguiría.

—Posiblemente sí...

—¿Y por qué he de marcharme? ¿Por qué continuar esta vida como si...?

Se interrumpió.

—Exactamente, madame. Como si... Tiene usted razón en lo que piensa.

Poirot cambió de tono. Se inclinó hacia delante. Su voz era confidencial. Dijo suavemente:

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Por qué se preocupa tanto, madame?

—¿Por qué...? Porque esto me enloquece. Porque es irritante hasta el último grado. ¡Le he dicho por qué!