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Poirot asió a la muchacha por el brazo.

—¡Cállese...! ¡Cállese, le digo!

Jacqueline le miró.

—¡Y bien!

Su sonrisa era francamente provocativa.

—¡Señorita: le ruego encarecidamente, le suplico con toda humildad que no continúe en sus propósitos!

—¿Quiere decir que deje a Linnet tranquila?

—Algo más que eso. ¡No abra su corazón al mal!

Una expresión de asombro apareció en los ojos de la muchacha.

Poirot continuó gravemente:

—Porque si lo hace, el mal vendrá... Sí; con toda seguridad: vendrá. Entrará en su corazón, formará en él su morada y a los pocos instantes no habrá fuerza humana que lo desaloje...

—Usted no puede impedírmelo.

—No —asintió Poirot—, no puedo impedírselo.

—Aun en el caso de que intentase matarla, no podría evitarlo usted.

—No. desde luego; pero usted pagaría el precio...

Jacqueline Bellefort soltó una risita.

—No me asusta la muerte. ¿Para qué quiero vivir después de esto? Supongo que usted cree equivocado el matar a una persona que le ha herido de muerte, que le ha robado lo que más quería en este mundo.

—Sí, mademoiselle, creo que matar es un delito imperdonable.

Jacqueline rió de nuevo.

—Entonces no tiene usted más remedio que aprobar mi astuto sistema de venganza. Porque vea usted... mientras produzca su efecto, no usaré la pistola... Pero me da miedo... Hay veces que lo veo todo rojo... En esos momentos desearía con toda mi alma poder hacerla sufrir, enterrando un cuchillo en su corazón... o acercar mi diminuta pistola a su sien y entonces oprimir el gatillo lentamente, suavemente... ¡Oh!... —gritó de súbito.

La exclamación sobresaltó al detective.

—¿Qué es eso, mademoiselle?

Ella había vuelto la cabeza y escudriñaba en la oscuridad.

—Alguien está ahí. Ahora se ha marchado.

Hércules Poirot ojeó minuciosamente los alrededores. El lugar aparecía desierto.

—Aquí, yo diría que no hay nadie más que nosotros, mademoiselle.

Se levantó.

—De todas formas, ya le he dicho todo lo que tenía que decirle. ¡Buenas noches!

—Buenas noches, monsieur.

Él movió la cabeza tristemente y la siguió hacia el hotel.

Capítulo VI

A la mañana siguiente, Simon Doyle se acercó a Hércules Poirot cuando éste abandonaba el hotel para dirigirse a la ciudad.

—Buenos días, señor Poirot.

—Buenos días, señor Doyle.

—¿Va usted a la ciudad? ¿Me permite que vaya con usted?

—Ciertamente. Me encantará.

Los dos hombres, andando al mismo paso, atravesaron la verja y penetraron en la fresca sombra de los jardines. Entonces, Simon se quitó la pipa de la boca y habló:

—Tengo entendido que mi mujer celebró anoche una larga conferencia con usted.

—En efecto...

Simon Doyle arrugó el entrecejo. Pertenecía a esa especie de hombres de acción a quienes les resulta difícil traducir sus pensamientos en palabras y les cuesta ímprobos esfuerzos expresarse con claridad.

—Me complace una cosa —dijo—. Le ha hecho comprender que no podemos hacer nada en este asunto.

—No hay ningún medio legal para impedirlo —repuso Poirot.

—Exactamente. Linnet ha sido educada en la creencia de que cualquier dificultad puede referirse automáticamente a la policía.

Poirot inclinó la cabeza gravemente, pero no dijo nada.

—Habló usted con... Jacqueline, con la señorita Bellefort. ¿Verdad?

—Sí, hablé con ella.

—¿Consiguió hacerla entrar en razón?

—Me temo que no.

Simon estalló, iracundo:

—¿No se da ella cuenta de lo que está haciendo? ¿No ve que ninguna mujer decente se habría comportado así...? ¿Carece de amor propio?

Poirot se encogió de hombros.

—No tiene más idea que el sentimiento de su ofensa —replicó.

—Sí, pero maldita sea, las muchachas decentes no obran así. Admito que se me culpe a mí. La traté muy mal. Comprendería que me odiase y que no quisiese volver a verme. Pero esta persecución de que nos hace objeto es... indecente. ¡Qué espectáculo continuo el suyo! ¿Qué diablos espera conseguir con todo eso?

—Vengarse, tal vez.

—Absurdo. Realmente, comprendería mejor que ella hubiese intentado algo melodramático... como disparar sobre mí o algo por el estilo.

—Usted quiere decir que eso habría sido más propio de ella. Tiene razón.

—Eso es precisamente. Ella tiene la sangre ardiente y un temperamento ingobernable. No me hubiese sorprendido nada de ella en un momento de rabia. Pero este procedimiento como de espionaje... —movió la cabeza.

—Es más sutil. ¡Es inteligente!

Doyle le miró con fijeza.

—No lo comprende, señor. Está destrozando los nervios de Linnet.

—¿Y los de usted?

Simon se le quedó mirando sorprendido.

—¿Los míos? ¡Me gustaría romperle el cuello!

—¿No queda entonces nada en usted de aquel sentimiento de antaño?

—Mi querido señor Poirot, ¿cómo podría explicárselo? Es como la luna cuando sale el sol. Queda uno deslumbrado. Cuando yo vi a Linnet, Jacqueline dejó de existir.

Tiens! C’est dróle ça —murmuró Poirot.

—¿Decía usted?

—Su símil me ha interesado. Eso es todo.

Simon dijo, ruborizándose de nuevo:

—Supongo que Jacqueline le habrá dicho que yo me casé con Linnet por su dinero. Pues bien, ¡eso es una mentira abominable! No me habría casado con nadie por su dinero. Lo que Jacqueline parece incapaz de comprender es lo insoportable que resulta para un hombre verse incesantemente rodeado de mimos, halagos, caricias empalagosas, como a mí me ocurría con ella.

Un qui aime et une que se laisse aimer —murmuró Poirot.

—¿Eh...? ¿Qué dice usted? ¿Usted no comprende tampoco que aborrezca a una mujer que se interesa por un hombre más que él por ella? —su voz se hacía más ardiente a medida que hablaba—. Un hombre no quiere sentirse dominado en cuerpo y alma. ¡Esa condenada actitud de posesión! «¡Este hombre es mío, me pertenece!» ¡Eso no lo podía soportar, no hay ningún hombre que hubiese podido sufrirlo! Se habría fugado. Habría querido poseer a su mujer... no que ella le hubiese poseído a él.

Se interrumpió y, con dedos que temblaban ligeramente, encendió un cigarrillo.

—¿Y fueron esos sus sentimientos hacia la señorita Jacqueline?

—¿Eh? —Simon quedó mirando al detective y luego añadió—. Pues... sí. Así fue. Ella no se da cuenta de eso. Y yo tampoco se lo habría dicho. Pero ya me estaba cansando y entonces... encontré a Linnet... Ella me allanó el camino. Jamás había visto nada tan encantador. Fue inexplicable. Todo el mundo agasajándola y ella me eligió a mí, pobre diablo.

Su tono era pueril y expresaba un verdadero éxtasis.

—Sí, ya veo —dijo Poirot.

—¿Por qué no toma Jacqueline las cosas como un hombre? —preguntó Simon con resentimiento.

Una sonrisa leve entreabrió los labios de Poirot.

—Tal vez porque ella es una mujer.

—No, no; quiero decir que debiera haber aceptado su derrota como una verdadera deportista. Después de todo, hay que tragar las medicinas por amargas que sean. La falta es sólo mía, lo confieso. Pero así es. Si usted se da cuenta de que ya no le interesa una mujer sería idiota casarse con ella. Y ahora me estoy dando cuenta de que he escapado de una buena al ver la tenacidad y el carácter de Jacqueline.