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—¿Usted conoce los proyectos de la señorita Bellefort?

—No... por lo menos... ¿Qué quiere usted decir?

—Usted no ignora que lleva siempre una pistola consigo.

Simon frunció el entrecejo; luego movió la cabeza negativamente.

—No creo que la use... por ahora. Lo habría hecho antes. Diríase que ya ha pasado el momento psicológico. Se limita a esperar... no sé qué... pero espera...

Poirot se encogió de hombros.

—Tal vez tenga razón —dijo con un marcado acento de duda.

—No temo que Jacqueline se comporte melodramáticamente disparando sobre uno de nosotros, pero este continuo espionaje y esta persecución enloquecerán a Linnet. Le diré el plan que hemos proyectado y tal vez pueda sugerirnos algunos cambios. Para empezar, le diré que he anunciado públicamente que pensamos permanecer aquí diez días. Pero mañana el vapor Karnaki/> saldrá de Shellal con destino a Wadi Halfa. Nos proponemos sacar nuestros pasajes con nombres supuestos. Mañana iremos de excursión a Philas. La doncella de Linnet llevará el equipaje. Tomaremos el Karnaki/> en Shellal. Cuando Jacqueline se dé cuenta de que no volvemos, será ya demasiado tarde...

—Está bien ideado. Pero supongamos que ella espera aquí hasta que ustedes regresen.

—Tal vez no volvamos. Iremos a Kartum y luego, por vía aérea, a Kenya. Ella no podrá seguirnos por todo el Globo.

—Desde luego, ha de llegar un momento en que lo impidan razones financieras. Ella tiene poco dinero, según tengo entendido.

Simon le miró con admiración.

—¡Es usted endiabladamente inteligente, señor Poirot! Yo no había pensado en eso. En efecto, Jacqueline es pobre.

—Así, pues, no tardará en quedarse exhausta, sin recursos.

—Sí...

Simon parpadeó intranquilo. Aquel pensamiento parecía alarmarle. Poirot le vigilaba.

—No —observó—; no es una idea muy risueña.

Simon barbotó colérico:

—Pero yo no puedo evitarlo —añadió—: ¿Qué le parece mi plan?

—Creo que puede dar resultado. Pero es, indudablemente, una retirada.

Simon enrojeció:

—¿Quiere decir que... huimos? Sí, es verdad. Pero Linnet...

Poirot le miró fijamente. Hizo un gesto de asentimiento.

—Es posible que, como usted dice, sea lo mejor. Pero no olvide que mademoiselle Bellefort no es tonta.

Simon dijo sombríamente:

—Algún día nos plantaremos y le haremos frente. Su actitud no tiene nada de razonable.

—¡Razonable, mon Dieu! —exclamó Poirot.

—No hay ninguna razón para que las mujeres no se conduzcan como verdaderos seres racionales —dijo Simon, con aire estólido.

Poirot repuso secamente:

—Con frecuencia es así. Es algo extraordinario. Yo también viajaré en el Karnaki/>. Forma parte de mi itinerario.

—¡Oh! —Simon dudó, pero tras un momento de reflexión dijo escogiendo las palabras con cierto embarazo—: ¡Esa decisión no... se deberá... a nuestra causa! Quiero decir... quiero decir... que no quisiera...

Poirot lo desengañó en pocas palabras.

—No, nada de eso. Lo tenía proyectado desde que abandoné Londres. Siempre acostumbro forjar mis planes por anticipado.

—¿No se traslada entonces de un lugar a otro según se le va ocurriendo? ¿No serían así más agradables los viajes?

—Tal vez. Pero para tener éxito en esta vida, hay que cuidar minuciosamente todos los detalles antes de emprender algo.

—Así obran los asesinos más hábiles, supongo —dijo Simon riendo.

—Sí, aunque he de confesar que el crimen más brillante que yo recuerdo y uno de los más difíciles de resolver fue cometido a impulsos del momento psicológico.

Simon rogó, con ingenuidad de chiquillo:

—Espero que nos contará algunos de sus casos a bordo del Karnaki/>.

—No, eso sería tentar al diablo.

—Pero vale la pena. La señora Allerton dice que sus aventuras son maravillosas. Está deseando asir la ocasión para interrogarle.

—¿La señora Allerton? ¿Es esa señora de cabellos grises, tan atractiva, que tiene un hijo tan cariñoso para ella?

—Sí, ella también vendrá en el Karnaki/>.

—¿Sabe ella que usted...?

—Claro que no. Nadie lo sabe. He decidido en un principio no confiar en nadie.

—Ése es un sentimiento admirable. Yo lo he adoptado siempre. Y respecto al tercer miembro de su banda, ese señor del cabello gris...

—¿Pennington?

—Sí. ¿Viajará con ustedes?

Simon dijo ceñudo:

—No es muy usual en una luna de miel..., ¿no es eso lo que usted piensa? Pennington es el apoderado americano de Linnet. Nos encontramos con él en El Cairo por casualidad.

—Ah vraiment! ¿Me permite una pregunta? ¿Es mayor de edad madame votre femme?

—Aún no tiene los veintiuno, pero no tuvo que pedir el consentimiento a nadie para casarse conmigo. Fue la gran sorpresa para Pennington. Partió de Nueva York en el Germanic dos días antes de que llegase allí la carta en la que Linnet le notificaba nuestro enlace. Por consiguiente, no sabía una palabra de ello.

—El Germanic... —murmuró Poirot.

—Fue la mayor sorpresa de su vida, cuando nos tropezamos con él en El Cairo.

—¡Debió de ser una auténtica coincidencia!

—Sí, y nos enteramos de que él también venía a dar una vuelta por el Nilo... Así, pues, vamos todos juntos. ¿Qué remedio nos quedaba? Además... ha sido un consuelo en ciertos momentos —pareció algo confundido de nuevo—. Vea usted. Linnet estaba siempre intranquila, pensando en que Jacqueline se presentaría cuando menos lo esperásemos. Mientras estábamos solos, esto constituía nuestro único tema de conversación. Andrés Pennington nos es de gran ayuda en este aspecto, porque con él tenemos que hablar de otras cosas.

—¿Su señora no se ha confiado a monsieur Pennington?

—No —la mandíbula de Simon se irguió agresiva—. Esto no le importa a nadie... Además, cuando emprendimos el viaje al Nilo, creíamos que ya habría acabado todo.

Poirot movió la cabeza.

—Todavía no ha terminado. No, el fin no ha llegado aún. Estoy seguro.

—He de decirle, señor Poirot, que no es usted de los que dan ánimos.

Poirot lo midió con la mirada, con un leve sentimiento de irritación. Pensó en su interior: «Los anglosajones no toman en serio más que los juegos. No tienen remedio.»

Linnet Doyle... o Jacqueline de Bellefort... cualquiera de las dos daban al asunto la importancia que tenía. Pero en la actitud de Simon no se veía más que la impaciencia y la cólera del macho.

Dijo tras una pausa:

—Permítame una pregunta impertinente. ¿Partió de usted la idea de venir a Egipto a pasar la luna de miel?

Simon enrojeció.

—No, naturalmente que no. Puede usted dar por descontado que yo habría elegido cualquier otro sitio. Pero Linnet se empeñó. Y, claro... yo... —se interrumpió, confundido.

—Sí, sí, lo comprendo —dijo Poirot gravemente.

Se daba cuenta de que si Linnet se decidía a hacer algo no había quien se lo impidiera.

Se dijo a sí mismo: «Ya he oído el caso relatado por tres partes interesadas. Linnet Doyle... Jacqueline de Bellefort... y Simon Doyle. ¿Cuál dice la verdad?»

Capítulo VII

Simon Doyle y Linnet Ridgeway salieron para su expedición a Philas alrededor de las once de la mañana siguiente. Jacqueline de Bellefort, sentada en el balcón del hotel, les observaba cuando partieron en el pintoresco barco de vela. Lo que ella no vio fue un automóvil cargado con el equipaje y en el cual iba una doncella de lánguida mirada, que atravesó la puerta delantera del hotel y volvió a la derecha en dirección a Shellal.