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Hércules Poirot decidió pasar las dos horas que faltaban para el almuerzo en la isla Elefantina, situada frente al hotel.

Descendió hasta el embarcadero. Había dos hombres que subían en aquel momento a uno de los botes del hotel, y Poirot se unió a ellos. Los hombres eran indudablemente desconocidos entre sí. El más joven, de elevada estatura y cabello oscuro, rostro delgado y mandíbula prominente. Llevaba unos pantalones de franela gris, extremadamente sucios, y un jersey de polo, de alto cuello, singularmente inadecuado para aquel clima. El otro era un individuo de mediana edad, ligeramente grueso, que no perdió el tiempo para iniciar una conversación con Poirot en un inglés idiomático, pero un tanto chapurreado. Lejos de tomar parte en la conversación, el más joven de los dos hombres lanzó un gruñido y volviéndoles la espalda se dispuso a admirar la agilidad con que el botero nubio conducía el timón con los pies mientras empleaba las manos en manipular las velas.

El agua estaba como una balsa de aceite. La superficie lisa brillante de las rocas negras reflejaba los rayos del sol y una suave brisa acariciaba sus rostros. Alcanzaron Elefantina en pocos segundos, y en cuanto pusieron los pies sobre la playa, Poirot y su locuaz amigo se dirigieron derechamente al Museo. El último sacó una tarjeta de visita del bolsillo y la alargó a Poirot, inclinándose levemente. Llevaba la inscripción:

GUIDO RICHETTI

Archeologo

Para no ser menos, Poirot devolvió la reverencia y le entregó su tarjeta. Cumplidas estas formalidades, los dos nombres entraron juntos al Museo, el italiano prorrumpiendo en un torrente de informaciones eruditas. Hablaban ahora en francés.

El joven de los pantalones de franela atravesó distraídamente el Museo, bostezando de vez en cuando y, finalmente, se fue a gozar del aire libre.

Poirot y el signor Richetti le siguieron poco después. El italiano examinaba las ruinas sin dejar de hablar, pero Poirot, observando una sombrilla listada de verde, que reconoció sobre las rocas junto al río, escapó en aquella dirección.

La señora Allerton estaba sentada sobre una gran roca con un cuaderno de notas a un lado y un libro sobre el regazo.

Poirot alzó su sombrero cortésmente y al mismo tiempo la señora Allerton inició la conversación.

—Buenos días —dijo—. Veo que es imposible deshacerse de estos repugnantes niños.

Un grupo de figuras negras la rodeaban, sonriendo todos a la vez, haciéndole muecas y extendiendo las manos implorantes al tiempo que gritaban esperanzados su Bakshish a intervalos casi regulares.

Poirot intentó, galante, dispersar el grupo, pero no lo consiguió. Se desparramaron para volver inmediatamente.

—Si yo pudiera estar tranquila en Egipto, me agradaría mucho más —declaró la señora Allerton—. Pero aquí no se puede estar sola... siempre hay alguien molestándome, ofreciéndome burros, collares o expediciones a los pueblos nativos, o a cazar patos o pidiéndome dinero sin rodeos.

—Es su mayor desventaja, es verdad —asintió Poirot.

Extendió el pañuelo y se sentó sobre él sin precaución.

—¿No está su hijo con usted esta mañana? —prosiguió el detective.

—No. Tim tenía que escribir algunas cartas antes de marcharse. Vamos a llegar hasta la segunda catarata, ¿sabe usted? Será maravilloso el verla.

—Yo también voy.

—Y yo me alegro mucho. Le confieso que estoy encantada de haberle conocido. Cuando estábamos en Mallorca había allí una señora llamada Leech y nos contaba las historias más maravillosas. Perdió un anillo cuando se bañaba, y se lamentaba de que no estuviese usted allí. Tenía la seguridad de que usted lo habría recuperado.

—¡Ah! ¡Parbleu, yo jamás he sido buzo!

Ambos rieron cordialmente.

La señora Allerton continuó:

—Le vi a usted desde mi ventana paseando a lo largo de la carretera con Simon Doyle esta mañana. ¿Qué le parece a usted ese joven? Todos estamos excitadísimos por causa suya.

—¡Ah! ¿De veras?

—Si. Ya sabe usted que su enlace con Linnet fue la mayor de las sorpresas. Se suponía que ella iba a contraer matrimonio con lord Windleshaw y de pronto nos enteramos de su unión con ese hombre a quien nadie conocía.

—¿La conoce usted bien, madame?

—No, pero tengo una prima, Juana de Southwood, que es una de sus mejores amigas.

—¡Ah, sí! He leído su nombre en la prensa —quedó silencioso un momento, al cabo del cual prosiguió—: Es una señorita de la buena sociedad que aparece con frecuencia en las informaciones gráficas de la prensa.

—¡Oh, sí! Es muy hábil para hacerse su publicidad.

—¿A usted no le es simpática, madame?

—Ha sido una observación inconveniente por mi parte —la señora Allerton parecía arrepentida—. Mire: yo estoy chapada a la antigua. No me es muy simpática, desde luego. Ella y mi hijo son buenos amigos, sin embargo.

—Ya veo —dijo Poirot.

Su interlocutora le dirigió una mirada rápida. Luego cambió de tópico.

—¡Qué reducido es el número de los jóvenes aquí! Esa preciosa muchacha de cabellos castaños y la atractiva madre del turbante es la única joven del lugar. Usted ha hablado con ella un buen rato, según he observado. Me interesa bastante esa chica.

—¿Y por qué, madame?

—Porque la compadezco. Creo que sufre... Se experimentan sensaciones extrañas cuando se es joven y sensitiva como esa muchacha.

—Sí. Esa pobre pequeña no es feliz.

—Tim y yo lo llamamos «la joven huraña». He intentado hablar con ella una o dos veces, pero siempre me ha eludido. Sin embargo, creo que va a hacer también la excursión al Nilo y espero que entremos en conversación como compañeros de viaje.

—Sí, es una contingencia posible.

—Yo soy muy comunicativa. La gente me interesa una enormidad. Todos los tipos humanos —hizo una pausa y añadió—: Tim me dijo que esa muchacha morena... la señorita de Bellefort... estaba prometida a Simon Doyle. Debe haber sido embarazoso para ellos este encuentro.

—En efecto, ha sido bastante desagradable.

La señora Allerton le lanzó una mirada chispeante.

—¿Sabe usted...? Podrá parecer una tontería, pero esa muchacha me asusta. Parece... tan intensa; tan ardiente.

Poirot movió la cabeza asintiendo.

—No está usted equivocada, madame. Una gran fuerza emotiva es siempre aterradora.

—¿Le interesa también a usted la gente, señor Poirot? ¿O reserva su interés para los criminales en potencia?

—Madame, esa categoría no excluye a gran número de personas.

La señora Allerton parecía sorprendida.

—¿Cree usted eso realmente?

—Sí, cualquiera puede convertirse en un criminal en un momento dado.

—¿Y es eso lo que los diferencia de los criminales natos?

—Naturalmente.

La señora Allerton dudó, antes de preguntar, con una sonrisa en los labios:

—¿También me incluye a mí en esa clasificación?

—Las madres, madame, lo olvidan todo cuando ven a sus hijos en peligro.

Ella dijo gravemente:

—Eso es verdad... Creo que tiene usted razón.

Quedó silenciosa durante un par de minutos. Luego dijo sonriente:

—Estoy intentando imaginar motivos para un crimen imputable a cualquiera de los que se hospedan en este hotel. Es distraidísimo. Simon Doyle, por ejemplo.

—Un crimen simple... Iría directo a su objetivo. No hay sutileza alguna en esto.

—Y por consiguiente sería muy fácil de descubrir toda la trama.

—Sí; no sería ingenioso.

—¿Y la peligrosa muchacha, Jacqueline de Bellefort, podría cometer un asesinato?

—Sí, desde luego, podría.

—Pero usted no está seguro de que lo hiciese.

—No. Esa muchacha me da mucho que pensar.