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—No creo que el señor Pennington pudiera cometer uno. ¿Y usted? Parece tan atildado, tan dispéptico... No debe de tener la sangre roja.

—Pero, posiblemente tiene muy desarrollado el instinto de conservación.

—Sí. Así lo supongo yo también. ¿Y la pobre señora Otterbourne con su turbante?

—Siempre ha existido la vanidad.

—¿Como motivo de un asesinato? —preguntó la señora Allerton con duda.

—Las causas de los asesinatos son casi siempre triviales, madame.

—¿Cuáles son las más usuales?

—Muy frecuentemente... el dinero. Es decir, el beneficio en sus varias ramificaciones. Luego están la venganza y... el amor... el odio y otras muchas.

—¡Señor Poirot!

—¡Oh, sí! Yo he conocido, madame, casos en que... llamémosle A, ha sido asesinado por B para beneficiar a C. Los asesinatos políticos siguen esa trayectoria. Cuando alguno es considerado dañino para la civilización, lo quitan limpiamente de en medio. Olvidan que la vida y la muerte son atributos de Dios.

Hablaba gravemente.

La señora Allerton dijo en voz baja:

—Me complace oírle eso. De todas formas, Dios escoge sus instrumentos.

—Hay peligro en pensar así, madame.

Ella adoptó un aire más ligero.

—Después de esta conversación, señor Poirot, extraño es que estemos vivos todavía.

Se levantó.

—Tenemos que regresar. Saldremos para la excursión inmediatamente después del almuerzo.

Cuando llegaron al embarcadero, se encontraron al joven del jersey ocupando ya su sitio en el bote. El italiano también estaba esperando. Cuando el botero nubio soltó la vela y el barco se puso en movimiento, Poirot se dirigió cortésmente al extranjero:

—¡Hay cosas maravillosas en Egipto...! ¿No lo cree usted así?

—A mí me dan náuseas.

La señora Allerton se colocó los lentes sobre las narices y lo miró con interés. Poirot dijo:

—¿De veras...? ¿Y por qué?

—Empecemos por las pirámides. Bloques gigantescos de albañilería inútil. Construidos únicamente para demostrar el egoísmo de un rey déspota y megalomaníaco. Piensen en las manos sudorosas que obligaron a trabajar en ellas y que murieron en su tarea. Me siento enfermo cuando pienso en los sufrimientos y torturas que ellas representan.

La señora Allerton dijo animosamente:

—Entonces a usted no le satisface la contemplación de las Pirámides, ni del Partenón, ni las tumbas maravillosas, ni los templos... Sólo le deleitará el saber que la gente puede hacer sus tres comidas diarias y que muere tranquilamente en sus lechos.

El joven lanzó un gruñido en dirección a la señora Allerton.

—Creo que los seres humanos son más importantes que las piedras.

—Pero no duran tanto —observó Hércules Poirot.

—Prefiero ver un trabajador bien alimentado que lo que llaman ustedes obras de arte. Lo que importa es lo futuro, no lo pasado.

Esto fue demasiado para el signor Richetti, que rompió en un torrente de palabras apasionadas, no muy fácil de seguir.

El joven respondió, diciendo lo que pensaba del sistema capitalista. Habló con virulencia superlativa. Cuando terminó su filípica habían llegado al embarcadero del hotel.

En el vestíbulo del hotel, Poirot encontró a Jacqueline de Bellefort. Iba vestida de amazona. Le hizo una reverencia irónica.

—Voy a montar un burro ¿Me recomienda usted las chozas de los nativos, monsieur?

—¿Es ésa su excursión de hoy, mademoiselle? Eh bien! Son pintorescas, pero no invierta todo su dinero en objetos indígenas.

—¡Que son importados de Europa! No, no soy tan tonta para que me engañen.

Con un movimiento de cabeza, la joven salió a la cegadora luz del sol.

Poirot completó su equipaje, cosa muy simple, puesto que todo lo de su pertenencia estaba siempre en el orden más meticuloso. Luego se trasladó al comedor y se enfrentó con el almuerzo. Después del refrigerio los pasajeros tomaron el autobús del hotel, que los llevó a la estación donde habían de alcanzar el expreso diario de El Cairo a Shellal, un trayecto de diez minutos a través del bello país.

Los dos Allerton, Poirot y el joven de los sucios pantalones de franela y el italiano, iban con los pasajeros. La señora Otterbourne y su hija habían salido en la expedición al dique de Philas y se reunirían con ellos en Shellal.

El tren de El Cairo y Luxor llevaba cerca de veinte minutos de retraso. Sin embargo, llegó al fin y siguieron las escenas de precipitada actividad. Porteadores nativos de equipajes que sacaban paquetes del tren, tropezaban a cada momento con otros porteadores que entraban en los coches.

Finalmente, ya casi sin aliento, Poirot se encontró con los equipajes de los Allerton, los suyos y otros que le eran totalmente desconocidos. Tim y su madre se hallaban en algún sitio con el resto de los objetos de su pertenencia.

El coche en que se encontraba Poirot estaba ya ocupado por una señora entrada en años, de cara arrugada, que llevaba un bastón con puño blanco, gran cantidad de diamantes y una expresión de desprecio olímpico para la mayoría del género humano.

Dirigió una mirada aristocrática a Poirot, e inmediatamente después escondió los ojos tras las páginas de una revista americana. Una joven de gran estatura y facciones toscas, de unos treinta años de edad, se sentaba frente a ella. Tenía ojos anhelantes como los de un perro, cabellos descuidados y un aire de querer agradar a todo trance. A intervalos, la señora anciana miraba por encima del periódico y le daba una orden severa.

—Cornelia, recoge las cosas. Cuando lleguemos cuida de la caja en que van mis vestidos. No dejes por ningún motivo que nadie la coja. No olvides mi cortapapeles.

El trayecto en el tren fue brevísimo. A los diez minutos se detuvo frente al muelle en que esperaba el Karnaki/>. Las Otterbourne ya estaban a bordo.

El Karnaki/> era un barco de vapor más pesado que el Papyrus y el Lotus, los cuales llegan hasta la primera catarata, pero que son demasiado grandes para pasar las barras de la ensenada de Assuán. Los pasajeros subieron a bordo, siendo conducidos a sus camarotes Al no estar el barco lleno completamente, a la mayoría de los expedicionarios les dieron cabinas en cubierta. La parte delantera de esta cubierta estaba ocupada en su totalidad por una especie de salón observatorio completamente cubierto de cristales, desde el cual los pasajeros podían observar el panorama que se extendía ante ellos. En la cubierta inferior había un salón de fumar y en la que había debajo de ésta estaba situado el comedor.

Después de ver los objetos de su posesión dispuestos en su cabina, Poirot volvió a cubierta para observar la salida. Se reunió a Rosalía Otterbourne, que miraba a su lado.

—Ahora vamos a Nubia. ¿Está usted contenta, mademoiselle?

La muchacha exhaló un suspiro profundo.

—Sí. Tengo la sensación de que al fin me alejo de ciertas cosas.

—Excepto de las nuestras, mademoiselle.

Ella se encogió de hombros.

—Hay algo en este país que me hace sentirme... salvaje. Algo que trae a la superficie cosas que hierven en nuestro interior. Todo es tan desproporcionado, tan injusto.

—Usted no debiera juzgar por las apariencias.

Rosalía murmuró:

—Mire... las madres de algunas personas y mire la mía. No hay Dios, sino Sexo, y Salomé Otterbourne es su profeta —se interrumpió—. No debería decir estas cosas, ¿verdad?

Poirot hizo un gesto con la mano.

—¿A mí? ¿Por qué no? Soy de esos que pueden oírlo todo.

Rosalía dijo:

—¡Qué hombre tan extraordinario es usted! —la boca huraña se rizó en una sonrisa. Pero de pronto recobró su gesto habitual y dijo—: ¡Caramba, aquí está la señora Doyle con su marido! No tenía la menor idea de que viniesen en este barco.

Linnet acababa de emerger de un camarote situado casi en el centro de la cubierta. Simon venía detrás. Poirot estaba casi estupefacto ante su aparición tan radiante, tan confiada.