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Simon Doyle también había experimentado un gran cambio. Sonreía abriendo la boca de oreja a oreja y parecía un colegial en vacaciones.

—Esto es magnífico —dijo inclinándose sobre la barandilla—. Empieza a agradarme este viaje; ¿y a ti, Linnet? Cuanto más nos acercamos al corazón de Egipto, menos turista me siento.

Su esposa respondió rápidamente:

—Ya sé. Esto es mucho más salvaje...

Deslizó su mano entre las de su marido. Él las apretó cariñosamente.

—Ya hemos salido, Lin... —murmuró.

El barco abandonaba lentamente el muelle. Iniciaban su viaje de siete días a la segunda catarata y regreso.

Tras ellos sonó una cristalina carcajada. Linnet se volvió. Jacqueline de Bellefort estaba allí también. Parecía divertida.

—¡Hola, Linnet! No pensaba encontrarte aquí. Creí haberte oído decir que permanecerías en Assuán otros diez días. ¡Es una verdadera sorpresa!

—Tú, tú, no... —la lengua de Linnet se trababa. Se esforzó en aparecer en sus labios la mueca de una sonrisa—. Yo tampoco esperaba encontrarte aquí.

—¿No?

Jacqueline se dirigió al otro lado del buque. La presión de la mano de Linnet sobre la de su marido se acentuó.

—Simon... Simon.

Toda la expresión de complacencia y buen humor habían desaparecido de Doyle. Sus manos se crisparon a pesar de sus esfuerzos por conservar a toda costa la serenidad.

Ambos dieron unos pasos hacia sus camarotes. Sin volver la cabeza, Poirot oyó varias palabras sueltas.

—...imposible volver... lo único... podíamos —y luego la voz de tono más alto de Doyle que decía con obstinación—: No es posible continuar así toda la vida, Linnet. Tenemos que decidirnos a hacerle frente ahora.

Algunas horas más tarde empezaba a oscurecer. Poirot estaba en el salón de las vidrieras mirando a proa. El Karnaki/> atravesaba una estrecha garganta. Las rocas parecían abalanzarse ferozmente hacia el barco, flotando ingrávidas en el río. Estaban en Nubia.

Oyó un movimiento de roce y al volverse vio a Linnet a su lado. Los dedos de la joven se enlazaban nerviosamente. Jamás la había visto tan agitada. Tenía el aspecto de un niño asustado. Dijo:

—Monsieur Poirot. Tengo miedo... miedo de todo. Nunca me he sentido así. Estas rocas solitarias... este lugar desértico y salvaje... ¿Dónde vamos? ¿Qué va a suceder? Tengo miedo, le digo. Todos me odian. Nunca me había dado cuenta de esto hasta ahora. Siempre he sido buena para la gente... He hecho todo lo que he podido por ellos, y... ahora me odian... todos me odian... Exceptuando a Simon, estoy rodeada de enemigos... Es horrible pensar que todo el mundo me aborrezca...

—Pero, ¿por qué cree usted eso, madame?

Ella movió la cabeza.

—Tal vez sean los nervios. Sufro la sensación de que se cierne un peligro sobre mi cabeza.

Lanzó una mirada a su alrededor. Luego dijo bruscamente :

—¿Cómo terminará todo esto? Nos han cercado, estamos atrapados. No hay salida posible. Tenemos que continuar hasta el fin... No sé ni dónde estoy.

Se desplomó sobre una silla. Poirot la miró gravemente. En sus ojos se leía la mayor compasión.

Linnet continuó:

—¿Cómo se enteró de que veníamos en este barco? ¿Cómo ha podido saberlo?

Poirot movió la cabeza al responder:

—Ella es inteligente, ya lo sabe usted.

—Veo que no nos podremos librar de ella jamás.

Poirot dijo:

—Hay un plan que podían haber aceptado ustedes. Me sorprende que no se les haya ocurrido. Después de todo, madame, el dinero no constituye ningún obstáculo para usted. ¿Por qué no alquilan un dahabayah particular?

Linnet movió la cabeza con desesperanza:

—¡Si yo hubiese sabido todo esto...! Pero no lo hicimos. Era difícil... Usted no comprendería la mitad de mis dificultades. He de usar un tacto sumo con Simon —su mirada relampagueaba de impaciencia—. Él es absurdamente sensitivo sobre el dinero... Le molesta que yo tenga tanto... Quería que pasáramos la luna de miel en algún pueblecito de España y pagar él todos los gastos... ¡Como si el dinero importase algo! Los hombres son estúpidos. Hay que acostumbrarlos a vivir cómodamente. La mera idea de un dahabayah... le habría encolerizado... Era un dispendio innecesario. Tengo que ir educándole gradualmente.

Alzó la mirada mordiéndose los labios como si se hubiese arrepentido de confiar sus secretos a un extraño.

Se levantó.

—Tengo que cambiarme de traje. Lo siento, monsieur. Me parece que he estado diciendo una sarta de tonterías.

Capítulo VIII

La señora Allerton, sobriamente distinguida en su traje de noche desprovisto de adornos, descendió la escalera de las dos cubiertas para dirigirse al comedor. A la puerta del salón fue alcanzada por su hijo.

—Lo siento, mamita. Creía que llegaba tarde.

—Quisiera saber dónde nos vamos a sentar.

En el comedor había gran cantidad de mesitas. La señora Allerton permaneció en pie hasta que el camarero que estaba atareado aposentando a los expedicionarios pudo atenderla.

—A propósito, invité al señor Poirot a que se sentase a nuestra mesa.

—¿Por qué? —en la voz de Tim se retrataba un profundo disgusto.

—Querido. ¿Te molesta? —preguntó su madre, sorprendida.

—Sí. Es un entrometido y un antipático.

—Oh, no. No pienso como tú.

—De todas formas no me agrada mezclarme con extraños. Encajonados en este cascarón de nuez, este acto de confianza nos proporcionará una infinidad de molestias insoportables. Estará junto a nosotros día y noche.

—Lo siento, querido —dijo la señora Allerton apesadumbrada—. Yo creí que eso te distraería. Ha vivido mucho y sé que te gustan las aventuras detectivescas.

Tim gruñó:

—Quisiera que no te asaltaran más ideas brillantes como ésta. Supongo que ya no podemos evitarlo.

—Realmente, Tim, no sé cómo podríamos...

—Bien. ¡Qué le vamos a hacer! Nos resignaremos.

El camarero llegó en este momento y los condujo a una mesa. En el rostro de la señora Allerton se veía una expresión de sorpresa al seguirle. Tim acostumbraba a ser paciente y muy tranquilo. Este exabrupto era impropio de él. No existía en él el disgusto tan común de los británicos por los extranjeros y por los forasteros y la confianza invencible que les dominaba ante su presencia.

Cuando ocuparon sus sitios, Hércules Poirot entró rápida y silenciosamente en el salón. Llegó hasta ellos y se detuvo apoyando la mano en el respaldo de la silla que tenía preparada.

—¿Me permite, madame, que me aproveche de su amable invitación?

—¡Naturalmente! ¡Siéntese, señor Poirot!

—Es usted encantadoramente amable, madame.

Inconscientemente observó ella que Poirot lanzó una rápida mirada a su hijo antes de sentarse y que éste no consiguió disfrazar su disgusto. La señora Allerton se dispuso a crear una atmósfera agradable. Cuando hubieron terminado la sopa, recogió la lista de pasajeros que habían colocado al lado del plato.

—Intentemos identificar a los que nos acompañan —dijo animadamente—. Siempre me ha divertido esto.

Empezó a leer.

—La señora Allerton, el señor T. Allerton. ¡Esto es bien fácil! La señorita de Bellefort. La han colocado en la misma mesa que los Otterbourne. ¿Qué hablarán ella y Rosalía? ¿Quién viene después? El doctor Bessner. ¿Quién es capaz de identificar al doctor Bessner?

Su mirada se detuvo sobre una mesa a la que se sentaban cuatro hombres.

—Debe ser aquel grueso de cabeza afeitada y bigote. Supongo que es alemán. ¡Miren con que delectación se toma la sopa!

Aromas delicados de platos suculentos flotaban en el ambiente.