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La señora Allerton dijo en voz baja:

—La señorita Bowers. ¿Podríamos adivinar quién es la señorita Bowers? Hay tres o cuatro mujeres. No, dejémoslo por el momento. El señor y la señora Doyle. Sí, los personajes más conspicuos de la expedición. Ella es realmente encantadora y lleva un traje de noche perfecto.

Tim giró en su asiento. Linnet, su esposo y Andrés Pennington ocupaban una mesa del rincón. Linnet llevaba un traje blanco ornado de perlas.

—No puedo comprender por qué las mujeres pagan precios tan exorbitados por sus vestidos. Me parece absurdo.

Su madre, sin responder, procedió al estudio de sus compañeros de viaje.

—El señor Ferguson —leyó la señora Allerton—. Creo adivinar que este señor Ferguson es nuestro amigo anticapitalista... La señora Otterbourne, la señorita Otterbourne... Ya las conocemos. El señor Pennington, alias «el tío Andrés». Es un hombre bien parecido, me parece...

—¡Caramba, mamá!

—Creo que es bien parecido en un sentido desinteresado —dijo la señora Allerton—. Tiene la mandíbula cruel. Probablemente es de la clase de hombres que leemos en los periódicos que trabajan en Wall Street. Debe de ser enormemente rico. Ahora viene el señor Poirot, cuya inteligencia estamos malgastando inútilmente. ¿No podrías proporcionar un crimen a monsieur Poirot, Tim?

Esta pequeña broma no produjo más efecto que irritar todavía más a su hijo. Éste lanzó un gruñido y su madre se apresuró a leer:

—El señor Richetti. Nuestro amigo el arqueólogo italiano. Después tenemos a la señorita Robson, y finalmente a la señorita Van Schuyler. La última bien fácil de determinar. Esa americana vieja y fea que se cree la reina del barco y por lo visto se propone no dirigir la palabra más que a los que considere dignos de merecer su atención. ¿Es maravillosa, verdad? Es una especie de reliquia viviente de los tiempos pretéritos. Las dos mujeres que la acompañan deben ser la señorita Bowers y la señorita Robson. La primera una especie de secretaria... aquella delgada con los lentes... Y la otra es indudablemente una pariente pobre. La joven patética... que está disfrutando de las delicias de un viaje trasatlántico a expensas de ser tratada como una esclava negra. Creo que la Robson es la secretaria y la Bowers la pariente pobre.

—Te equivocas, mamá —dijo Tim, sonriendo. Había recobrado bien repentinamente su buen humor.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque estuve en el corredor antes de comer y oí a la momia americana que decía a su compañera: «¿Dónde estará la señorita Bowers? Tráemela en seguida, Cornelia.» Y Cornelia salió trotando como un perrito obediente.

—Tengo que hablar con la señorita Van Schuyler —murmuró la señora Allerton.

—Te gruñirá —sonrió Tim.

Los acontecimientos posteriores a la comida carecieron de atractivo para los estudiantes de la naturaleza humana.

El joven sociólogo —que como había adivinado la señora era Ferguson— se retiró al salón de fumar, despreciando la compañía de los pasajeros que se habían trasladado al observatorio de la cubierta superior. La señora Van Schuyler se aseguró el mejor puesto de la sala, sin otro medio que dirigirse firmemente a la mesa en que estaba sentada la señora Otterbourne y decir:

—Tengo la seguridad de que me perdonará, pero me dejé aquí mis labores de ganchillo.

Sometida a la voluntad de aquella mirada hipnótica, el turbante se levantó y dejó el espacio libre. La señorita Van Schuyler tomó inmediatamente posesión de él acompañada de su escolta. La señora Otterbourne se sentó muy cerca de ellas e intentó hacer varias observaciones que fueron acogidas con tan helada cortesía que no tuvo más remedio que desistir. La señorita Van Schuyler se encontró, pues, en su aislamiento de gloria. Los Doyle se sentaron junto a los Allerton. El doctor Bessner retuvo como compañero al silencioso Fanthorp. Y Jacqueline de Bellefort, sola, con un libro. Rosalía Otterbourne estaba inquieta. La señora Allerton le habló un par de veces invitándola a unirse a su grupo, pero la joven respondió desapaciblemente.

Monsieur Hércules Poirot empleó la velada en oír un relato de la misión educativa de la señora Otterbourne.

Cuando se dirigía, ya tarde, a su camarote, se encontró con Jacqueline de Bellefort. Estaba inclinada sobre la barandilla, y cuando volvió la cabeza, el detective observó, sorprendido, las huellas de terrible desesperación que se pintaban en su rostro. Ya no había altanería en su mirada, ni maliciosa provocación, y había perdido el brillo del triunfo.

—Buenas noches, mademoiselle.

—Buenas noches, monsieur Poirot —se detuvo un momento y luego dijo—: ¿Le sorprende encontrarme aquí?

—Mi tristeza es muy superior a mi sorpresa. Ha escogido, mademoiselle, la senda peligrosa. Así como nos hemos embarcado en este bote, usted se ha embarcado para una travesía particularísima... una travesía sobre un río de corriente rapidísima, entre rocas peligrosas y enfilando otras aguas de desastre fatal.

—¿Por qué dice usted todo eso?

—Porque es verdad. Ha cortado usted los lazos que la unían con la salvación. Ahora dudo que pudiera retroceder aunque lo intentase.

Ella respondió muy lentamente:

—Es verdad.

Luego echó atrás la cabeza.

—Bueno... ¿Y qué? ¡Debemos seguir a nuestra estrella sin preguntarnos adonde nos lleva!

—¡Cuidado, mademoiselle, puede ser una fatal!

Ella rió imitando los gritos de los niños conductores de asnos.

—¡Aquella estrella mala, señor! Aquella estrella cae...

Poco después, en su camarote, el detective se disponía a dormirse cuando un sonido le despertó.

Era la misma voz que Doyle la que oía, que repetía las palabras que había pronunciado aquella misma mañana.

—Tenemos que enfrentarnos ahora...

—«Sí —pensó Poirot—. Tenemos que enfrentarnos ahora...»

Se sentía infinitamente desgraciado.

Capítulo IX

El vapor llegó al día siguiente, de madrugada, a Es-Sebua. Cornelia Robson, con el rostro radiante y un sombrero de anchas alas en la cabeza, fue la primera en saltar a la playa. Cornelia no era simpática a la gente gruñona. Poseía una disposición amable y ansiaba agradar a todas las personas que encontraba a su paso. La visión de Hércules Poirot, vestido de punta en blanco, con un traje de seda cruda, camisa rosada, corbata negra y albo sombrero, no le hizo lanzar un respingo como le habría ocurrido a la señorita Van Schuyler.

Mientras paseaban juntos por una avenida de esfinges, ella respondía complacida a las preguntas convencionales que le dirigía su acompañante.

—¿No vienen sus compañeras a la playa para visitar el templo?

—No. Verá usted. Mi prima María..., es decir, la señorita Van Schuyler..., no acostumbra a madrugar. Tiene que cuidar mucho su salud... Y, como es natural, necesita que la señorita Bowers la acompañe, pues ella es su enfermera. Me dijo que éste no era uno de los mejores templos, pero fue lo suficientemente bondadosa para permitirme venir.

—Ha sido muy benévola con usted —dijo Poirot secamente.

La ingenua Cornelia asintió sin sospechar la intención.

—¡Oh, sí! Ella es muy buena. Ha sido maravilloso que me traiga en este viaje.

—Y a usted le gusta mucho, ¿eh?

—Es encantador, señor. He visto Italia: Venecia, Padua y Pisa. Luego El Cairo. Desgraciadamente la prima María no se encontraba muy bien allí, y no pude salir mucho… y ahora esta excursión maravillosa de Wadi Halfa y regreso.

Poirot dijo sonriendo;

—Usted es feliz por naturaleza, mademoiselle.

Desvió la vista de la joven y miró pensativamente a Rosalía que, silenciosa y ceñuda, paseaba delante de ellos.

—Es muy guapa, ¿verdad? —dijo Cornelia, que observó su gesto—. Sólo que parece siempre disgustada. Eso es muy inglés, naturalmente. Ella no es tan hermosa como la señora Doyle. Creo que la señora Doyle es la mujer más encantadora y más elegante que he conocido en mi vida. Y su esposo atrae hasta la tierra que pisa... ¿Ve aquella señora de cabello gris? Es muy distinguida, prima de un duque, según creo. Hablaba junto a nosotros la otra noche y se lo oí decir. Pero actualmente no posee ningún título.