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—Unas cincuenta mil libras esterlinas a lo más.

—Es una cantidad bastante importante. ¿No tienes miedo de que te las roben?

—No. Las llevo siempre encima... Además están aseguradas.

—Déjame que las luzca en la comida. ¿Quieres, querida?

Linnet esbozó una sonrisa.

—Naturalmente. Si esto te agrada...

—¿Sabes, Linnet? Te envidio, realmente. Tú tienes todo cuanto se te antoja. Hete aquí a los veinte años dueña absoluta de tus propias acciones, con todo el dinero que deseas, belleza y una salud soberbia. ¡Tienes hasta talento! ¿Cuándo cumples los veintiuno?

—En junio próximo. Daré una fiesta de cumpleaños en Londres.

Sonó el teléfono y Linnet acudió presurosa.

—¡Diga...! ¡Diga!

—La señorita de Bellefort desea hablar con usted. ¿Le paso la comunicación?

—¿Bellefort...? ¡Oh, claro que sí!

Oyóse un chasquido e inmediatamente después una voz de ardiente tono, dulce y apresurada, se dejó oír.

—¡Oiga...! ¿Es la señorita Ridgeway? ¿Linnet?

—¡Jacqueline, querida...! Ya hacía un siglo que no sabía nada de ti.

—En efecto, querida amiga... ¡Es terrible lo que me ocurre...! ¡Tengo que verte inmediatamente!

—¿No puedes venir aquí? Quiero enseñarte un juguete nuevo.

—Me gustaría mucho.

—Bueno, pues cuando quieras, en tren... en coche.

—Iré en seguida. Tengo un dos asientos bastante usado. Lo compré por quince libras y hay días en que marcha estupendamente. Pero tiene sus rarezas. Si no he llegado a la hora del té, es que mi coche ha tenido una de sus rarezas. ¡Hasta luego, querida!

Linnet colgó el receptor. Regresó junto a Juana.

—Es mi antigua amiga Jacqueline de Bellefort. Estuvimos juntas en un colegio, en París. Ha tenido siempre una mala suerte terrible. Su padre es un conde francés, su madre americana... del Sur. Luego su progenitor se fugó con otra mujer y su pobre madre perdió hasta el último céntimo en la quiebra de Wall Street. Jacqueline quedó completamente arruinada. No sé cómo se las habrá arreglado para pasar estos dos años.

Juana estaba ocupada en pulir sus uñas de un color rojo sangriento con el polissoir de su amiga. Se hizo hacia atrás en la silla, con la mano extendida, para contemplar el efecto de su obra.

—Querida —dijo arrastrando las palabras—, ¿no crees que eso es demasiado aburrido? Si alguna de mis amigas tuviese una desgracia, yo la abandonaría inmediatamente. A primera vista parece inhumano, pero nos evita un gran número de molestias futuras. Luego te pedirían dinero prestado o te harían acompañarlas a una tienda de modas donde no tendrías más remedio que pagar los trajes que eligiesen. O pintarían pantallas horribles que tú te verías obligada a adquirir. O te harían corbatas de punto.

—Entonces, si yo perdiese mi dinero..., ¿me abandonarías mañana mismo?

—Sí, querida, lo haría. ¡No podrás decir que no soy franca! Sólo me gusta la gente que triunfa. Y lo mismo le pasa a todo el mundo, con la diferencia de que ellos son más hipócritas y no quieren confesarlo. Dicen, por ejemplo, que no pueden aguantar más a María, a Emilia o a Pamela. Sus sufrimientos la hacen tan amargada y tan peculiar... ¡Pobre chica!

—¡Qué cruel eres, Juana!

—Soy positiva, como todo el mundo.

—Yo no soy positiva.

—Tú tienes tus razones. No hay motivo para ser mezquina cuando se tienen apoderados jóvenes y bien parecidos que te envían tus enormes rentas cada cuatro meses.

—Y tú te equivocas respecto a Jacqueline —dijo Linnet—. Ella no es ninguna pedigüeña. Por el contrario, he querido ayudarla varias veces y no me lo ha permitido. Es tan orgullosa como el diablo.

—¡Pero ahora tenía tanta prisa en hablarte! ¡Apostaría que piensa pedirte algo! Ya lo verás.

—Parecía excitada por algo —admitió Linnet—. Jacqueline ha sido siempre excesivamente impulsiva. Una vez le clavó un cortaplumas a alguien.

—¡Querida, eso es estupendo!

—Fue a un chico que martirizaba a un pobre perro. Jacqueline intentó convencerle para que dejase en paz al desgraciado animal. Él no le hizo caso. Entonces ella le empujó con todas sus fuerzas, pero él la aventajaba en vigor y no cedió. Entonces Jacqueline sacó un cortaplumas y se lo clavó hasta la empuñadura. Fue una escena horrorosa.

—Eso iba yo a decirte. ¡Parece peligrosa la chica!

La doncella de Linnet entró en la habitación. Murmurando unas palabras de excusa, tomó un vestido del armario y volvió a salir.

—¿Qué le pasa a María? —preguntó Juana—. Parece que ha estado llorando.

—Pobrecita. ¿No te dije que quería casarse con un individuo que tenía un empleo en Egipto? Ella no sabía gran cosa de él y yo pensé que sería conveniente cerciorarme de sus buenas intenciones. Pues bien, hice practicar averiguaciones y resulta que el angelito estaba ya casado y tenía tres hijos.

—¡Cuántos enemigos debes tener, Linnet!

—¿Enemigos? —Linnet parecía sorprendida.

Juana insistió con un movimiento de cabeza y cogió un cigarrillo.

—¡Enemigos querida! ¡Eres tan devastadoramente inteligente! Además eres excesivamente bondadosa y haces todas las buenas acciones que puedes.

Linnet rió de todo corazón.

—¡No tengo un solo enemigo en todo el mundo!

Lord Windleshaw estaba sentado bajo el cedro del jardín. Sus ojos acariciaban las graciosas proporciones de Wode Hall. No había nada que contrastase desagradablemente en sus líneas de antiguo estilo. Los edificios nuevos y los ensanches estaban fuera de la vista por alzarse al otro lado de la esquina. Constituía una visión apacible y bella bañada por la luz de un sol de otoño. Sin embargo, al contemplarlo, no le parecía ver Wode Hall. Lo que admiraba Carlos Windleshaw era una mansión magnífica de puro estilo isabelino, con un parque de gran extensión y un fondo muy sombrío... La residencia habitual de su familia, Charltonbury, y en primer plano se destacaba la figura de una muchacha de cabello brillante color de oro y una expresión ardiente y confiada... ¡Linnet sería la dueña de Charltonbury!

Estaba muy esperanzado... Su negativa no había sido definitiva... Fue tan sólo una petición de plazo... Bien, podía esperar algo más.

¡Cuan conveniente era todo para él! Indudablemente se casaba por dinero, pero no le era tan necesario que tuviese que posponer a todo aquello sus propios sentimientos. Además, amaba a Linnet. Habría deseado hacerla su esposa, aunque se hubiese tratado de una mendiga en vez de ser la mujer más rica de Inglaterra. Pero afortunadamente era la mujer más rica del Reino Unido... Su cerebro elaboraba sin cesar planes para lo futuro. Tal vez llegaría a poseer el condado de Rozdale, restauraría todo el ala derecha del edificio, no tendría necesidad de alquilar sus cotos de caza de Escocia...

Carlos Windleshaw soñaba al sol...

Eran las cuatro en punto cuando el desvencijado dos asientos se detuvo con un ruido de arena aplastada. Una muchacha saltó del coche, una criatura esbelta, elegante, con una gran cabellera oscura. Subió apresuradamente los escalones y llamó al timbre.

Pocos minutos más tarde fue conducida al suntuoso gabinete y un mayordomo de aspecto eclesiástico anunció con grave entonación:

—¡La señorita de Bellefort!

—¡Linnet!

—¡Jacqueline!

Windleshaw se apartó a un lado, observando con simpatía aquella figurita orgullosa que se lanzó con los brazos abiertos sobre Linnet.

—Lord Windleshaw... La señorita de Bellefort... Mi mejor amiga.

Una criatura monísima, pensó él... No guapa, en realidad, pero decididamente atractiva con aquella mata de pelo oscuro y rizado y aquellos ojos enormes. Murmuró unas cuantas naderías corteses y se marchó, para dejarlas solas. Jacqueline hizo sonar una castañeta... un gesto que según Linnet lo recordaba, le era característico.