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Continuó charlando sin cesar hasta que el intérprete ordenó un alto y empezó su recitado.

El doctor Bessner, Baedecker en mano, leía para sí en alemán. Prefería la palabra escrita.

Tim Allerton no era de la partida. Su madre acababa de romper el hielo del reservado Fanthorp. Andrés Pennington, con el brazo enlazado con el de Linnet, escuchaba atentamente y parecía muy interesado en la relación que daba el guía en aquel momento.

Chismorreando, la pequeña partida volvió al barco. Otra vez el Karnaki/> empezó a deslizarse río arriba. El escenario se iba haciendo menos tétrico. Había palmeras, cultivos.

Este cambio de panorama pareció ejercer bienhechora influencia psíquica sobre cada uno de los pasajeros... Tim Allerton recobró sus buenas maneras. Rosalía perdió gran parte de su hosquedad. Linnet parecía despreocupada y alegre.

Pennington le dijo:

—Es una falta de tacto hablar de negocios a una recién casada en su luna de miel, pero hay un par de cosas...

—¡Caramba, tío Andrés! —Linnet volvía a ser una financiera—. ¿Es que mi matrimonio acaso me ha transformado?

—No sé. Pero quisiera que me firmases varios documentos uno de estos días.

—¿Y por qué no ahora?

Andrés Pennington miró a su alrededor. El rincón del salón observatorio aparecía desierto. La mayoría de los pasajeros estaban en el exterior, en el espacio de la cubierta que se extendía entre el salón de observación y los camarotes. Los únicos ocupantes del salón eran el señor Ferguson, que bebía cerveza sentado a una pequeña mesa situada en el centro, con las piernas embutidas en mugrientos pantalones de franela, mientras silbaba entre dientes a cada trago; el señor Hércules Poirot, que estaba sentado frente a la ventana de proa admirando el panorama que se extendía ante él, y la señorita Van Schuyler, que leía en un rincón un libro sobre Egipto.

—Estupendo —dijo Andrés Pennington.

Abandonó el salón.

Linnet y Simon se sonrieron... una sonrisa lenta que tardó pocos minutos en trocarse en frases de cariño. Él dijo:

—¿Todo va bien, encanto?

—Sí, por ahora todo va bien... Es extraño lo bien que me encuentro.

Simon dijo con profunda convicción:

—Eres maravillosa.

Pennington regresó. Traía una pila de documentos escritos con letra apretada y menuda.

—¡Dios mío! —exclamó Linnet—. ¿Tengo que firmar todo eso?

—Reconozco que es demasiado. Pero opino que debes llevar tus asuntos al día. Lo primero de todo va a ser el alquilar la propiedad de la Quinta Avenida... luego las concesiones de terrenos en el Oeste.

Continuó hablando, hojeando los papeles y sacando alguno de ellos. Simon bostezó.

La puerta que daba a cubierta se abrió y el señor Fanthorp entró. Miró desorientado a su alrededor y se colocó al lado de Poirot, que miraba las aguas de color azul pálido y las arenas amarillentas que les rodeaban.

—...firma aquí —concluyó Pennington, extendiendo un papel ante Linnet indicándole un espacio.

Linnet cogió el documento y lo ojeó. No pasó de la primera página. Luego, tomando la estilográfica de Pennington, inscribió su nombre: Linnet Doyle. Pennington retiró el papel y colocó otro.

Fanthorp se aproximó a ellos. Escrutó a través de la ventana lateral, pareciendo interesarse mucho por algo que sucedía en el banco de arena que pasaban en aquel momento.

—Ésta es la transferencia —dijo Pennington—. No necesitas leerla.

Pero Linnet la leyó a grandes rasgos. Pennington puso ante ella un tercer papel. De nuevo Linnet se dispuso a enterarse de su contenido.

—Todo está en orden —dijo Pennington—. No es nada de interés. Sólo fraseología de leguleyo.

Simon bostezó de nuevo.

—Querida, supongo que no te leerás todo ese fajo de documentos, ¿verdad? No estarías lista para la hora del almuerzo.

—Papá me enseñó a leerlo todo —explicó Linnet—. Me decía que era muy fácil que en algunos momentos se cometieran errores de redacción.

—No tengo disposición para los negocios —repuso Simon, animosamente— ni nunca la he tenido. Si un individuo me dice que firme, pues firmo. Es el camino más sencillo.

Andrés Pennington le miró pensativamente. De pronto, dijo con sequedad:

—Eso es muy arriesgado a veces, señor Doyle.

—¡Por favor! —replicó Simon—. No soy de los que creen que todo el mundo se ha confabulado contra nosotros para arruinarnos. Si tengo confianza en un individuo, ¿para qué leer lo que me pide que firme? Jamás me han engañado.

Súbitamente, con gran sorpresa por parte de todos los presentes, el silencioso señor Fanthorp giró sobre sí mismo y se dirigió a Linnet.

—Espero que no la molestaré si digo que admiro extraordinariamente su capacidad para los negocios, señora. En mi profesión... soy abogado... encuentro a menudo mujeres desprovistas en absoluto de la menor disposición mercantil. No firmar jamás un documento antes de leerlo, es admirable... admirable... —se inclinó perceptiblemente. Luego, con el rostro rojo como una amapola, se volvió para continuar en su contemplación de las orillas del Nilo. Linnet repuso completamente desconcertada:

—Gracias, muchas gracias —se mordió los labios para reprimir una carcajada. El joven parecía tan extraordinariamente solemne...

Pennington parecía seriamente disgustado. Simon Doyle dudó entre disgustarse o tomarlo a broma. Las orejas del señor Fanthorp habían adquirido un color purpúreo.

—Otro, por favor —dijo Linnet, sonriendo a Pennington.

Pero Pennington estaba decididamente colérico.

—Creo que debemos dejarlo para otro día —dijo enfurruñado—. Si como dice Simon piensas leer todo esto, no acabarás para la hora del almuerzo. No debemos perdernos la contemplación del panorama que se desarrolla ante nuestros ojos. De todas formas, esos documentos que acabas de firmar eran los más importantes y urgentes. Dejaremos los negocios para otra ocasión más propicia.

—¡Hace un calor terrible aquí! —exclamo Linnet—. Vámonos fuera.

Salieron los tres. Hércules Poirot volvió la cabeza. Su mirada se detuvo sobre la espalda del señor Fanthorp, que había lanzado su cabeza hacia atrás y continuaba silbando entre dientes.

Finalmente Poirot observó la enhiesta figura de la señorita Van Schuyler, majestuosamente sentada en su rincón. La señorita Van Schuyler miraba sin pestañear al señor Ferguson.

La puerta del salón se abrió de par en par y Cornelia Robson entró precipitadamente.

—Has estado por ahí demasiado tiempo —gruñó la anciana—. ¿Dónde has estado?

—Lo siento, prima María. La lana no estaba donde usted me dijo. La encontré en otra caja distinta.

—Hijita mía, no sirves para buscar nada. Sé que tienes buena voluntad, pero no basta. Tienes que procurar ser un poco más inteligente y hacer las cosas con más rapidez. Para esto sólo se necesita concentración.

—Lo siento, prima María. Temo que soy demasiado estúpida.

—Nadie es estúpida si se propone firmemente no serlo. Te he traído conmigo y espero un poco de atención a cambio de mi generosidad.

Cornelia se ruborizó:

—Lo siento mucho, prima María.

—¿Y dónde está la señorita Bowers? Hace diez minutos que debí tomar mis gotas. El doctor dijo que la puntualidad era importantísima.

En este momento entró la señorita Bowers, llevando un vasito con medicina.

—Sus gotas, señorita Van Schuyler.

—Debía haberlas tomado a las once en punto. Si hay algo que detesto en este mundo es la falta de puntualidad.