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—Son exactamente las once menos medio minuto —dijo la señorita Bowers mirando su reloj de pulsera.

—En mi reloj son las once y diez.

—Tengo la seguridad de que mi reloj va perfectamente. Es un cronómetro de precisión. Jamás se adelanta ni se atrasa.

La señorita Bowers se mostraba imperturbable.

La señorita Van Schuyler ingirió el contenido del vaso medicinal.

—Me encuentro mucho peor —gruñó.

—Lamento enormemente oírle decir eso —dijo la señorita Bowers. Pero no parecía sentirlo en absoluto. Dio mecánicamente la respuesta correcta.

—Hace demasiado calor aquí —dijo la señorita Van Schuyler—. Prepáreme una silla en cubierta, señorita Bowers. Cornelia, tráeme mis labores. No seas descuidada y procura que no se te caiga nada. Luego quiero que me ayudes a desmadejar la lana.

La procesión salió.

El señor Ferguson suspiró, estiró las piernas y apostrofó al espacio:

—¡Dios mío, cómo me gustaría estrangular a esa vieja!

Poirot le preguntó con interés:

—Le disgusta esa dama, ¿verdad?

—¿Que si me disgusta...? Eso es poco... No hace más que molestar al prójimo. Es un parásito... un parásito desagradable, por cierto. Hay un gran número de personas en este barco sin las cuales podía pasar el mundo perfectamente.

—¿De veras?

—Sí, por ejemplo: esa muchacha que estuvo aquí hace poco firmando transferencias de acciones. Cientos y miles de desgraciados trabajadores matándose por una asquerosa pitanza, sólo para que ella lleve medias de seda y despliegue un lujo inútil. Una de las mujeres más ricas de Inglaterra, según me han dicho... y jamás se habrá ensuciado las manos en toda su vida.

—¿Quién le dijo a usted que era la muchacha más rica de Inglaterra?

El señor Ferguson le dirigió una mirada amenazadora.

—Un hombre a quien usted no ha visto nunca. Un hombre que trabaja con sus propias manos y no se avergüenza de confesarlo. No uno de esos dandies que acompañan a usted y que no sirven, ni han servido, ni servirán en su vida para nada.

Su mirada se detuvo desfavorablemente sobre la corbata arqueada y la camisa color rosa de su interlocutor.

—Yo trabajo con mi cerebro y no me avergüenzo de decirlo —replicó Poirot.

El señor Ferguson chascó la lengua.

—Debían fusilarlos a todos —dijo.

—Mi joven amigo —repuso Poirot—, ¡qué pasión tiene usted por la violencia!

—¿Puede usted decirme algo que se pueda hacer sin ella? Debíamos romperlo todo, destruirlo todo, antes de que pudieran comenzar de nuevo.

—Sí, eso es mucho más fácil, mucho más ruidoso y mucho más espectacular.

—¿Qué hace usted para ganar su sustento? Nada. Apostaría cualquier cosa. Sin embargo, tengo la seguridad de que se considerará usted un hombre de la clase media.

—No soy de la clase media. Pertenezco a la clase superior —repuso el detective con leve arrogancia.

—¿Qué es usted?

—Soy detective —dijo Hércules Poirot con el aire de inmodestia del que asegura: soy el rey.

—¡Dios mío! —exclamó el joven completamente desconcertado—. ¿Quiere decir que esa joven cuida su preciosa piel hasta ese extremo?

—No me une relación alguna a los señores Doyle —declaró Poirot orgullosamente—. Soy libre como el aire.

—¿Disfrutando de vacaciones?

—¿Y usted ..? ¿No está de vacaciones también?

—¡Vacaciones! —el señor Ferguson emitió un gruñido. Añadió ambiguamente—: Me dedico al estudio de ciertas condiciones.

—Muy interesante —repuso Poirot y se fue a cubierta.

La señorita Van Schuyler se había establecido en el mejor rincón Cornelia estaba arrodillada ante ella con una madeja de lana entre las manos extendidas. La señorita Bowers, erguida en su silla, leía el Saturday Evening Post.

Poirot se dirigió lentamente a la cubierta inferior. Al dar la vuelta por la cabina del timonel, casi tropezó con una mujer que volvió su rostro en el que se pintaba la sorpresa del encuentro... Un rostro moreno, de latina. Iba elegantemente vestida de negro y acababa de hablar con un hombre de elevada estatura y anchos hombros... Uno de los maquinistas, según todas las apariencias. Observó una expresión extraña en la cara de ambos... culpabilidad y alarma... Poirot se preguntó qué habrían estado hablando. Dio la vuelta alrededor del timón y continuó su paseo hacia la popa. Abrióse la puerta de un camarote y la señora Otterbourne emergió de él y casi cayó en sus brazos. Llevaba un traje de raso color escarlata.

—Lo siento —se excusó—. Mi querido señor Poirot..., lo siento mucho. Las oscilaciones del barco. Nunca he tenido buenas piernas para sobreponerme a este movimiento continuo. Si el barco estuviese quieto alguna vez... —se agarró con todas sus fuerzas al brazo del detective—. No puedo soportar esto... No puedo disfrutar de los viajes por mar como hacen muchos... Y siempre estoy sola... Esta hija mía no me quiere mucho; no comprende lo que su pobre madre está haciendo por ella... —la señora Otterbourne empezó a llorar—. Por ella me he esclavizado... Podría haber sido una grande amoureuse .. y lo he sacrificado todo... todo... ya sin embargo, nadie se interesa por mí... Pero se lo diré a todo el mundo... Publicaré a los cuatro vientos el olvido en que me tiene... la dureza con que me trata... haciéndome venir en este barco... Se lo diré a todos.

Quiso desprenderse del brazo de Poirot para correr hacia el resto de los pasajeros. El detective se lo impidió.

—Ya le dije a su hija que venga con usted, madame. Vuelva a su camarote. Por allí llegará mejor.

—No, quiero decírselo a todo el mundo... a todos los que hay en el barco...

—Es peligroso, madame. El mar está picado. Las olas podrían arrastrarla.

La señora Otterbourne le miró con aire de duda.

—¿Lo cree usted así? ¿De veras?

—Desde luego.

La señora Otterbourne dio un suspiro prolongado, se tambaleó y volvió a entrar en su camarote.

Las narices de Poirot se dilataron de satisfacción. Hizo un movimiento de cabeza y se dirigió al punto en que Rosalía Otterbourne se sentaba entre la señora Allerton y Tim. Les escudriñó con la mirada y dirigiéndose a la joven, dijo:

—Su mamá la necesita, mademoiselle.

Estaba riendo casi felizmente en aquel momento. Al oír a Poirot, su rostro se veló con una sombra. Lanzó una mirada suspicaz al detective y se apresuró a unirse a su madre.

—No puedo comprender a esa chica —dijo la señora Allerton—. Es así de voluble. Un día se siente comunicativa, amigable; al día siguiente se muestra casi grosera.

—La han mimado demasiado y además tiene mal genio —dijo Tim.

La señora Allerton denegó con un gesto.

—No, yo no creo eso. A mí me parece que es desgraciada.

Tim se encogió de hombros.

—Bueno, supongo que todos tenemos nuestros disgustos familiares.

Su voz sonó dura y cortante.

Oyóse el ruido de pasos apresurados.

—El almuerzo —gritó la señora Allerton alegremente—. Me estoy muriendo de hambre.

Aquella tarde, Poirot observó que la señora Allerton había entablado animada conversación con la señorita Van Schuyler. Cuando pasó frente a ellas, la señora Allerton le guiñó un ojo.

Decía en aquel momento:

—Naturalmente, en el castillo de Calfries, mi amado sobrino, el duque de...

Cornelia, gozando de un corto permiso, había salido a cubierta. Escuchaba al doctor Bessner que la estaba instruyendo, algo pomposamente, sobre Egiptología, leyéndole páginas de Baedecker. Cornelia escuchaba con atención profunda.

Inclinado sobre la barandilla, Tim Allerton decía:

—De todas formas, éste es un mundo infame...

Rosalía Otterbourne respondió:

—Es injusto... Hay personas que lo tienen todo.

Poirot suspiró. Se alegró de no ser joven ya.