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—¡Caramba, han escapado por bien poco! Lo que hay que averiguar es si esa masa de roca fue impulsada por algún loco o si se desprendió por sí misma.

Linnet, muy pálida, dijo con dificultad:

—Yo creo que ha sido obra de un loco.

—Pudo haberla aplastado como si usted hubiese sido un cascarón. ¿Está segura de no tener enemigos, Linnet?

Linnet intentó dos veces responder a la broma sin conseguirlo. Tenía la lengua adherida al paladar.

Poirot intervino rápidamente:

—Vamos al barco, madame. Debe tomar un antiespasmódico.

Emprendieron la marcha en silencio. Simon apretaba los puños de rabia. Tim intentó decir algunas tonterías para distraer la mente de Linnet del peligro que acababa de correr. Poirot les acompañaba con grave expresión. Y en el preciso instante en que alcanzaba la lancha para subir a bordo, Simon se detuvo paralizado por el asombro. Jacqueline de Bellefort se dirigía a la playa en aquel momento. Vestida de guinda azul, parecía una niña.

—¡Gracias, Dios mío! —murmuró Simon—. ¡Fue un accidente, después de todo!

La cólera huyó de su rostro. Lanzó un suspiro de alivio tan ruidoso que Jacqueline se dio cuenta de que le ocurría algo anormal.

—Buenos días —dijo—. Me temo que voy a llegar demasiado tarde.

Les hizo una inclinación de cabeza y se marchó en dirección al templo.

Simon asió nerviosamente el brazo de Poirot. Los otros dos se habían marchado.

—¡Dios mío! ¡Qué peso me ha quitado de encima! Yo creí que... que...

Poirot movió la cabeza afirmativamente.

—Sé perfectamente lo que usted pensaba.

Pero el detective mismo parecía estar preocupado. Volvió la cabeza y observó atentamente el resto de los pasajeros del barco. La señorita Van Schuyler regresaba con andar cansado y apoyada en el brazo de la señorita Bowers. Algo más allá, la señora Allerton reía con la señora Otterbourne. No se veía a ninguno de los otros.

Poirot movió la cabeza, mientras seguía lentamente a Simon hacia el barco.

Capítulo XI

—¿Quiere explicarme el significado de la palabra «fey», madame? —preguntó Poirot bruscamente.

La señora Allerton se mostró ligeramente sorprendida. Ella y el detective trepaban lentamente por la roca frente a la segunda catarata. Muchos de los otros habían subido en camellos, pero Poirot rehusó seguir su ejemplo, basándose en el movimiento de los contrahechos animales, que le recordaban el movimiento del barco. La señora Allerton lo había considerado desde el punto de vista de su dignidad personal.

Habían llegado a Wadi Halfa la noche anterior. Durante la mañana, dos lanchas transportaban a toda la partida a la segunda catarata, con excepción del señor Richetti, que insistió en hacer una excursión a un lugar remoto llamado Somma.

—«Fey»... —la señora Allerton inclinó la cabeza hacia un lado, mientras consideraba su respuesta—. Pues bien, es una palabra escocesa, en realidad. Significa una especie de felicidad exaltada, que precede al desastre. Como usted puede imaginar, es demasiado hermoso para ser verdad.

—Agradecidísimo, madame. Ahora lo comprendo. Es raro que dijese usted eso ayer precisamente... y pocos momentos después la señora Doyle escapaba por milagro a la muerte.

—Sí que estuvo cerca...

Poirot cambió el tópico y empezó a hablar de Mallorca, haciendo varias preguntas prácticas con vistas a una posible visita.

En aquel preciso instante, Tim y Rosalía Otterbourne estaban conversando. Tim había estado bromeando sobre su mala suerte. Decía que su condenada salud no era lo suficientemente mala para ser realmente interesante ni lo bastante buena para permitirle hacer la vida que hubiera deseado. Poco dinero... una ocupación por la cual no sentía vocación alguna...

—Una existencia oscura de gusano —terminó con profundo descontento.

Rosalía dijo bruscamente:

—Tiene usted algo que causa la envidia de muchísima gente.

—¿Y qué cosa es?

—Su madre.

A Tim le sorprendió agradablemente.

—¡Mi madre! Sí, en efecto, es única. Me complace que se haya dado cuenta de lo mucho que vale.

—La creo maravillosa. Parece tan amable..., con esa compostura..., esa calma, como si nada pudiera llegar hasta ella. Sin embargo, está siempre dispuesta a tomarlo a broma...

Tim experimentó una deliciosa sensación de calurosa atracción hacia la joven. Deseó poder devolverle el cumplimiento, mas, desgraciadamente, la señora Otterbourne constituía, en su opinión, una seria amenaza para el mundo. La imposibilidad de responder algo agradable le hizo confundirse.

La señorita Van Schuyler se quedó en la lancha. No se atrevió a arriesgarse a hacer la ascensión ni a pie ni en camello. Dijo con sequedad:

—Siento tener que rogarle que se quede conmigo, señorita Bowers. Tenía el propósito de hacer permanecer a la señorita Cornelia para que usted pudiera marcharse, pero ¡los jóvenes son tan egoístas...! Se escapó sin decirme una palabra. Y hace un momento la he visto hablando con ese grosero y mal educado de Ferguson.

La señorita Bowers dijo en tono confidenciaclass="underline"

—Perfectamente, señorita Van Schuyler.

Miró hacia la partida que ascendía la montaña y dijo:

—La señorita Robson no está ya con ese joven de que usted me habla. La acompaña el doctor Bessner.

La señorita Van Schuyler refunfuñó. Desde que descubriera que el doctor Bessner poseía una gran clínica en Checoslovaquia y reputación europea como médico de moda, estaba dispuesta a mostrarse condescendiente con él. Además, podía necesitar su asistencia profesional antes de terminar el viaje.

Cuando los pasajeros regresaron al Karnaki/>, Linnet dio un grito de sorpresa.

—Un telegrama para mí —dijo.

Lo extendió sobre una mesa después de romper su envoltura.

—¡Caramba! —exclamó—. No comprendo una palabra de esto... Patatas... Acelgas. ¿Qué significa esto, Simon?

Su marido se aproximaba para descifrar el enigma, cuando una voz furiosa se dejó oír.

—Perdóneme, pero ese telegrama es para mí.

Y el señor Richetti se lo arrebató con dureza de la mano, mientras le lanzaba una mirada colérica.

Linnet se quedó sin habla un momento, a consecuencia de la sorpresa. Luego dio la vuelta al sobre.

—¡Oh, Simon, que tonta he sido! Aquí dice Richetti, no Ridgeway... Y ahora recuerdo que mi nombre no es ya Ridgeway tampoco.. Tengo que excusarme.

Siguió al arqueólogo hasta la cabina del timonel.

—Lo siento muy de veras, señor Richetti... Vea usted, mi nombre era Ridgeway antes de casarme y no hace mucho que lo hice... Por esta razón...

Se interrumpió. Una sonrisa acudió a sus labios invitando a sonreír al italiano por el faux pas de una recién casada. Pero Richetti no estaba para bromas.

Linnet volvió a donde estaba Simon y marcharon juntos a la playa. Poirot, que los observaba, oyó a su lado un profundo suspiro. Volvióse y se encontró con Jacqueline de Bellefort. Tenía las manos engarfiadas en la cuerda de la barandilla. La expresión del rostro de la muchacha le sobresaltó. Ya no era alegre ni maliciosa. Parecía devorada por algún fuego interior.

—Ya ni se recatan... —las palabras salían de sus labios tenues y rápidas—. Ya no puedo alcanzarlos... Ya no les importa si estoy aquí o no. Ya no puedo hacerles daño.

Las manos sobre la barandilla temblaron.

—Mademoiselle.

Ella le interrumpió.

—¡Oh, no, es demasiado tarde para los consejos! Tenía usted razón. No debí venir... Por lo menos en este viaje. ¿Cómo le llamaba usted? ¿Un viaje del espíritu? No puedo retroceder... He de seguir adelante... Y seguiré. No serán felices. Prefiero matarlo...

Se marchó bruscamente. Poirot miró con aire triste cuando se alelaba. De pronto, sintió apoyarse una mano sobre su hombro.